Elías Nandino
A Antonin me lo presentó un
amigo, también homosexual, que se llamaba Pepe Ferrel. Yo quería mucho a Ferrel
porque era ¡muy hombre! Llevaba una vida intensa, no se dejaba explotar por los
golfos -si había necesidad hasta se agarraba a golpes con ellos-, igualmente le
gustaba mucho la marihuana, hablaba y traducía bien al francés y -entre otros
libros- tradujo Los alimentos terrestres de André Gide.
Creo que precisamente por el asunto de las
drogas Pepe conoció a Artaud.
Una mañana Ferrel llamó por teléfono a casa.
-Voy a llevarte una visita, para una consulta.
¿A qué hora puedo verte? Contesté que iba a estar ahí todo el día y que podía
pasar a cualquier hora.
Mi amigo llegó al poco tiempo con un señor que
parecía diácono, todo vestido de negro, con los ojos claros, claros y con la
mirada fija. Iba inquieto. Pepe explicó que su amigo no había podido conseguir
droga en varios días y que por eso estaba así. Al señor le pregunté qué tomaba.
Contestó que láudano. Les dije que la única manera en que eso se le podía dar
era por medio de un elíxir y les pareció bien. Después comenté que yo tenía de ese elíxir ahí en mi casa, porque en esa época era un compuesto que
se solía recetar en gotas para calmar con rapidez ciertos dolores. Fui a
buscarlo para que el señor de negro tomara unas gotas y se serenara un poco.
En un frasquito tenía como veinticinco o
treinta gramos de dicho elíxir. Lo saqué y lo puse sobre mi escritorio.
Mientras buscaba un vaso con agua le dije al amigo de Ferrel que le iba a dar
un poco para que se calmara y pudiéramos platicar. El cogió el frasco y se echó
todo el contenido en la boca. Después tiró el frasco al suelo.
Cuando vi que hacía eso me asusté. Pensé que le iba a pasar algo, que
tendría un ataque de vómito o convulsiones -dada la magnitud de la dosis- pero
no le sucedió nada malo. Al contrario, se puso a platicar bien, con mucha
euforia. Eso era un indicio de que ya estaba acostumbrado a grandes cantidades
de opio.
A partir de esa ocasión nos hicimos amigos.
Sentí pena por su estado y le propuse hacer lo posible para que se le diera
algún tipo de tratamiento. Inmediatamente se resistió.
-No quiero tratamiento. No
necesito curación. Estoy acostumbrado a esta droga. Vine a México a buscar
otra. Es la única que puede sanarme. Liberarme de la muerte.
Durante la plática -hablando en media lengua porque él sabía poco
español y yo entendía poco francés- salió que no tenía dónde vivir. Como
enfrente de mi casa alquilaban un cuarto en el que hasta hacía poco tiempo
había vivido un sobrino mío, se lo ofrecí. Fuimos a verlo y le gustó. A partir
de que se instaló en ese departamentito, la muchacha que hacía el quehacer en
mi casa por las mañanas le llevaba de desayunar.
Después lo llevé al café París -que en ese
entonces estaba por la calle de Gante y era propiedad de una francesa simpática-
para que ahí le sirvieran todo el café que él pidiera, con la condición de que
yo lo pagaría semanalmente. La dueña aceptó ese trato y también llegó a estimar
a Antonin.
Artaud visitaba mucho a María Izquierdo. No sé
cómo es que fue a dar ahí, pero el caso es que en la casa de ella nos encontramos
seguido y muchas veces nos quedamos a merendar juntos. En todo el tiempo que
anduvo cerca de mí, nunca supe bien a bien de qué vivía, cómo se mantenía. Una
vez tocó la puerta de mi casa como a media noche.
-Necesito que veas un amigo.
-¿Dónde está tu amigo ?
-Yo te llevo.
Por ese tiempo ya tenía hasta chofer y fui y
lo desperté. Antonin nos llevó por unas calles de la colonia Buenos Aires de
las que no teníamos -el chofer y yo- ni idea de que existieran. Antes de irnos
dijo que su amigo estaba mal porque se le había pasado la droga, que
seguramente era heroína. Llevé inyecciones, sueros y tónicos cardiacos.
-¿Y en dónde está tu amigo ? -volví a
preguntar .
-Pues ahí en una zapatería -contestó.
Al dar vuelta en una esquina le dijo al chofer
que apagara las luces del carro y se fuera despacio. Cuando llegamos en frente
de una cortina sólo dijo: "¡Aquí, aquí!” y bajó. Tocó en la puerta de la
cortina y esperó. Volvió hacer lo mismo otras dos veces hasta que le abrieron.
Efectivamente, en la entrada había un taller
de reparación de calzado -ahí estaba toda la herramienta y el chanclerío- pero
en la parte de atrás después de un corredor con varias cortinas había una pieza
larga en la que estaba mucha gente fumando o durmiendo encima de unas tablas.
Atravesamos ese cuarto y llegamos
a otra pieza en la que estaba el enfermo -era un enanito- acostado en un
canasto.
Le tomé el pulso y la presión. Escuché su
ritmo cardiaco y le tomé la temperatura. Estaba bastante grave, muy intoxicado.
Con gran tensión le empecé a dar tratamiento -inyecciones, sueros- preocupado
por pensar que si se moría iba a haber ahí un gran alboroto.
Por fortuna el enanito se compuso como a las cuatro de la madrugada de la mañana, hora en que sus signos vitales se comenzaron a estabilizar. Antonin se quedó cuidándolo, nada más nos regresamos a nuestros rumbos mi chofer y yo.
[…] Él
casi nunca tomaba. Poco a poco él se fue haciendo amigo de todos los
drogadictos de México. Una noche, me tocó por la ventana y yo me asomé a ver
quién era. Antonin, muy apurado, quería que fuera a ver a un amigo suyo que se
le había pasado la droga y se estaba muriendo. Me dio pena y atendí sus ruegos,
pero yo no sabía a qué parte íbamos. Lo cierto es que ya en el coche él nos
orientó hacia la colonia Buenos Aires, que estaba en un arrabal, cerca del
Hospital General. (…) Después de pasarle multitud de sueros, logré que el enano
volviera a su estado normal. Lo dejé pasándole otra ampolleta y, como si
saliera del infierno, me fui a casa y Antonin se quedó encargado de quitarle la
aguja y de ponerle una gasa [...]
Así como a ese, Artaud llevó a mi
consultorio a varios de sus amigos para que los recetara, pero como la mayoría
iba en fachas -incluido él- asustaban a mi clientela y mejor le pedí que los
encaminara por el Juárez.
Al principio, cuando los comenzó
a llevar, estaba asombrado de que en tan poco tiempo hubiera conocido a tanta
gente. Después noté que los drogadictos casi como que se adivinan entre ellos.
Artaud andaba vestido de negro, con la camisa
abierta y los cabellos alborotados. Cuando lo conocía ya tenía una faz de un
poquito como de loco, pero -eso sí- unos ojos impresionantes.
A los Contemporáneos no quiso conocerlos. Hay
quien dice que trató a Villaurrutia, pero lo cierto es que sólo se conocieron
de vista y nunca se llevaron bien. En las ocasiones en que Xavier y yo llegamos
a casa y Antonin se aparecía por ahí, Villaurrutia decía: “si ese señor se
queda a comer, yo no como”.
Entre mis amigos y Artaud había una cierta y
mutua repugnancia, que era mayor de parte de él porque como que ya le chocaba
el medio literario. Buscaba otro tipo de gente. Era un hombre caprichoso,
quizás ya saturado de intelectualidad.
Escribía rapidísimo y aventaba las hojas a un
lado una vez que estaban llenas. Al hacerlo se la pasaba moviendo la boca, como
masticándose a sí mismo. Yo lo observaba desde nuestra mesa, ahí también, en
ese café París en el que nos juntábamos Xavier y yo con Octavio G. Barreda,
Gutiérrez Hermosillo quien se murió pronto-, Samuel Ramos y varios escritores
más.
En el México de ese entonces nadie -o a ver,
que me digan quién, que lo haya conocido- comprendió lo que valía Artaud,
incluido yo, porque de haberlo sabido me hubiera preocupado por platicar más
con él y por saber lo que escribía en esos montones de papeles que llenaba como
rayo.
Otro día dijo:
-Nandino, ¿puedes prestarme doscientos pesos?
Yo te los envío de París después.
Al escuchar su solicitud pensé "ya se
quiere ir”. Como nuestra intimidad no era ni tan siquiera grande, acepté,
pensando que tal vez ése sería uno de los últimos favores que le tendría que
hacer.
A los pocos días -pensando que ya se había ido
fui a su cuarto y vi que todavía estaban ahí todas sus cosas: velices, ropa,
papeles, todo. Después de que pasó una semana sin que Antonin apareciera, le
hablé a Pepe Ferrel. Sugerí la posibilidad de dar aviso al consulado francés
sobre la desaparición de Artaud, porque además de todo, ahí en el consulado
tenían registrado que Antonin vivía conmigo. Pepe no estuvo de acuerdo.
-No te alarmes. Debe andar por ahí, ya sabes
cómo es.
Pasaron los días y con ellos mi inquietud.
Después casi ni me acordaba de él.
Como a los dos meses de que había desaparecido
Antonin, un día yo estaba esperando, frente a mi casa, que el chofer trajera el
coche porque iba a dar una consulta a domicilio. En el momento de subirme al
coche, un señor chamagoso, ¡chamagoso!, con el traje todo raído, los cabellos
como mechas, los ojos rojos y con tierra y mugre por todas partes gritó
‘¡Nandino!’”
Lo miré con más atención para saber quién era,
hasta que descubrí que se trataba de ¡Antonin!, que traía esa facha espantosa.
-Pues dónde has andado -le
pregunté y se acercó.
-¡Tarahumaras! ¡Tarahumaras!
Iba cargando un costal con el que apenas
podía.
-¿Qué
traes ahí ?
-¡Peyote! ¡Peyote!
Nada más sonreí; nos despedimos y
fui a dar mi consulta.
Como al mes y medio de que regresó fue a buscarme.
-No te extrañe si un día nada más desaparezco. …………
[…] La amistad con Antonin Artaud
ya se había vuelto molesta. Por lo pronto le dije que no me pidiera que
atendiera a nadie y que no me llevara ningún enfermo. Muchas veces, estando con
María Izquierdo, en cuya casa llegamos a vernos frecuentemente, nos avisaban
que se ponía enfermo y teníamos que salir a buscarlo. El cuarto que le presté
era un muladar, lleno de ropa sucia, y especialmente, de muchas hojas escritas,
porque él escribía como poseído: rápidamente y luego aventaba la hoja.
La verdad es que ni yo ni ninguno de los
"Contemporáneos" tuvimos idea del valor intelectual de Antonin
Artaud. De lo contrario, yo me hubiera quedado con algún recuerdo de él. Un día
con cierta vergüenza me dijo: “Nandino, necesito que me prestes doscientos
pesos.” Yo pensé que eran para volver a París y francamente quería descansar de
él, por lo que se los presté. Ya no iba. Como a los veinte días me habló Pepe
Ferrel y al momento le pregunté qué pasaba con Antonin. "No tengas
pendiente. Ya está tan metido en el mundo de la drogadicción que yo casi no lo
veo”, me contestó.
Y al mes yo le hablé a Pepe y me dijo que no sabía nada. Pero en una
ocasión, cuando estaba esperando a mi chofer para ir a una consulta, se me
presentó una persona muy desgarrada, con un gran costal en el hombro.
De verdad que no reconocí a nadie, pero al
decirme "¡Nandino!", me fijé bien y era Antonin.
"Yo soy Artaud."
“¿Dónde estabas?", le pregunté.
“Con los tarahumaras.”
Y señalándose el hombro, me dijo: "Peyote".
Muchas veces me había dicho: “Si no
encuentro mi droga, me suicido. Yo mismo ya no me soporto".
Desde
entonces no lo volví a ver. Fui al cuarto y ya había recogido todos sus
papeles: sólo quedaba un poco de ropa sucia y cerré con llave. La siguiente vez
que le hablé a Pepe, me dijo que ya se había regresado a París. Yo descansé.
Sólo después de mucho tiempo me di cuenta de que había estado con un genio, con
un hombre muy notable en las letras y en el teatro. Recibí cartas de París de
amigos suyos que me pedían que les informara, que les platicara algo
interesante que yo hubiera visto en su vida, pero sinceramente, fuera del trato
médico, del café y de la casa de María Izquierdo, yo no supe más.
Fragmentos tomados de Elías Nandino: Juntando
mis pasos, México, ALDVS, 2000; y de Enrique Aguilar: Elías Nandino:
una vida no/velada, Grijalbo, México, 1986. Imágenes: postal que envió a
Madame Artaud a su llegada a Veracruz el 7 de febrero de 1936, y fotografía de Jean
Olivier Hucleux.
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