sábado, 27 de enero de 2024

Yo soy Artaud

 


  Elías Nandino 


 A Antonin me lo presentó un amigo, también homosexual, que se llamaba Pepe Ferrel. Yo quería mucho a Ferrel porque era ¡muy hombre! Llevaba una vida intensa, no se dejaba explotar por los golfos -si había necesidad hasta se agarraba a golpes con ellos-, igualmente le gustaba mucho la marihuana, hablaba y traducía bien al francés y -entre otros libros- tradujo Los alimentos terrestres de André Gide.

 Creo que precisamente por el asunto de las drogas Pepe conoció a Artaud.

 Una mañana Ferrel llamó por teléfono a casa.

 -Voy a llevarte una visita, para una consulta. ¿A qué hora puedo verte? Contesté que iba a estar ahí todo el día y que podía pasar a cualquier hora.

 Mi amigo llegó al poco tiempo con un señor que parecía diácono, todo vestido de negro, con los ojos claros, claros y con la mirada fija. Iba inquieto. Pepe explicó que su amigo no había podido conseguir droga en varios días y que por eso estaba así. Al señor le pregunté qué tomaba. Contestó que láudano. Les dije que la única manera en que eso se le podía dar era por medio de un elíxir y les pareció bien. Después comenté que yo tenía de ese elíxir ahí en mi casa, porque en esa época era un compuesto que se solía recetar en gotas para calmar con rapidez ciertos dolores. Fui a buscarlo para que el señor de negro tomara unas gotas y se serenara un poco.

 En un frasquito tenía como veinticinco o treinta gramos de dicho elíxir. Lo saqué y lo puse sobre mi escritorio. Mientras buscaba un vaso con agua le dije al amigo de Ferrel que le iba a dar un poco para que se calmara y pudiéramos platicar. El cogió el frasco y se echó todo el contenido en la boca. Después tiró el frasco al suelo.

 Cuando vi que hacía eso me asusté. Pensé que le iba a pasar algo, que tendría un ataque de vómito o convulsiones -dada la magnitud de la dosis- pero no le sucedió nada malo. Al contrario, se puso a platicar bien, con mucha euforia. Eso era un indicio de que ya estaba acostumbrado a grandes cantidades de opio.

 A partir de esa ocasión nos hicimos amigos. Sentí pena por su estado y le propuse hacer lo posible para que se le diera algún tipo de tratamiento. Inmediatamente se resistió.

 -No quiero tratamiento. No necesito curación. Estoy acostumbrado a esta droga. Vine a México a buscar otra. Es la única que puede sanarme. Liberarme de la muerte.

 Durante la plática -hablando en media lengua porque él sabía poco español y yo entendía poco francés- salió que no tenía dónde vivir. Como enfrente de mi casa alquilaban un cuarto en el que hasta hacía poco tiempo había vivido un sobrino mío, se lo ofrecí. Fuimos a verlo y le gustó. A partir de que se instaló en ese departamentito, la muchacha que hacía el quehacer en mi casa por las mañanas le llevaba de desayunar.

 Después lo llevé al café París -que en ese entonces estaba por la calle de Gante y era propiedad de una francesa simpática- para que ahí le sirvieran todo el café que él pidiera, con la condición de que yo lo pagaría semanalmente. La dueña aceptó ese trato y también llegó a estimar a Antonin.

 Artaud visitaba mucho a María Izquierdo. No sé cómo es que fue a dar ahí, pero el caso es que en la casa de ella nos encontramos seguido y muchas veces nos quedamos a merendar juntos. En todo el tiempo que anduvo cerca de mí, nunca supe bien a bien de qué vivía, cómo se mantenía. Una vez tocó la puerta de mi casa como a media noche.

-Necesito que veas un amigo.

-¿Dónde está tu amigo ?

 -Yo te llevo.

 Por ese tiempo ya tenía hasta chofer y fui y lo desperté. Antonin nos llevó por unas calles de la colonia Buenos Aires de las que no teníamos -el chofer y yo- ni idea de que existieran. Antes de irnos dijo que su amigo estaba mal porque se le había pasado la droga, que seguramente era heroína. Llevé inyecciones, sueros y tónicos cardiacos.

 -¿Y en dónde está tu amigo ? -volví a preguntar .

 -Pues ahí en una zapatería -contestó.

 Al dar vuelta en una esquina le dijo al chofer que apagara las luces del carro y se fuera despacio. Cuando llegamos en frente de una cortina sólo dijo: "¡Aquí, aquí!” y bajó. Tocó en la puerta de la cortina y esperó. Volvió hacer lo mismo otras dos veces hasta que le abrieron.

 Efectivamente, en la entrada había un taller de reparación de calzado -ahí estaba toda la herramienta y el chanclerío- pero en la parte de atrás después de un corredor con varias cortinas había una pieza larga en la que estaba mucha gente fumando o durmiendo encima de unas tablas.

 Atravesamos ese cuarto y llegamos a otra pieza en la que estaba el enfermo -era un enanito- acostado en un canasto.

 Le tomé el pulso y la presión. Escuché su ritmo cardiaco y le tomé la temperatura. Estaba bastante grave, muy intoxicado. Con gran tensión le empecé a dar tratamiento -inyecciones, sueros- preocupado por pensar que si se moría iba a haber ahí un gran alboroto.

 Por fortuna el enanito se compuso como a las cuatro de la madrugada de la mañana, hora en que sus signos vitales se comenzaron a estabilizar. Antonin se quedó cuidándolo, nada más nos regresamos a nuestros rumbos mi chofer y yo.


  […] Él casi nunca tomaba. Poco a poco él se fue haciendo amigo de todos los drogadictos de México. Una noche, me tocó por la ventana y yo me asomé a ver quién era. Antonin, muy apurado, quería que fuera a ver a un amigo suyo que se le había pasado la droga y se estaba muriendo. Me dio pena y atendí sus ruegos, pero yo no sabía a qué parte íbamos. Lo cierto es que ya en el coche él nos orientó hacia la colonia Buenos Aires, que estaba en un arrabal, cerca del Hospital General. (…) Después de pasarle multitud de sueros, logré que el enano volviera a su estado normal. Lo dejé pasándole otra ampolleta y, como si saliera del infierno, me fui a casa y Antonin se quedó encargado de quitarle la aguja y de ponerle una gasa [...]

 Así como a ese, Artaud llevó a mi consultorio a varios de sus amigos para que los recetara, pero como la mayoría iba en fachas -incluido él- asustaban a mi clientela y mejor le pedí que los encaminara por el Juárez.

 Al principio, cuando los comenzó a llevar, estaba asombrado de que en tan poco tiempo hubiera conocido a tanta gente. Después noté que los drogadictos casi como que se adivinan entre ellos.

 Artaud andaba vestido de negro, con la camisa abierta y los cabellos alborotados. Cuando lo conocía ya tenía una faz de un poquito como de loco, pero -eso sí- unos ojos impresionantes.

 A los Contemporáneos no quiso conocerlos. Hay quien dice que trató a Villaurrutia, pero lo cierto es que sólo se conocieron de vista y nunca se llevaron bien. En las ocasiones en que Xavier y yo llegamos a casa y Antonin se aparecía por ahí, Villaurrutia decía: “si ese señor se queda a comer, yo no como”.

 Entre mis amigos y Artaud había una cierta y mutua repugnancia, que era mayor de parte de él porque como que ya le chocaba el medio literario. Buscaba otro tipo de gente. Era un hombre caprichoso, quizás ya saturado de intelectualidad.

 Escribía rapidísimo y aventaba las hojas a un lado una vez que estaban llenas. Al hacerlo se la pasaba moviendo la boca, como masticándose a sí mismo. Yo lo observaba desde nuestra mesa, ahí también, en ese café París en el que nos juntábamos Xavier y yo con Octavio G. Barreda, Gutiérrez Hermosillo quien se murió pronto-, Samuel Ramos y varios escritores más.

 En el México de ese entonces nadie -o a ver, que me digan quién, que lo haya conocido- comprendió lo que valía Artaud, incluido yo, porque de haberlo sabido me hubiera preocupado por platicar más con él y por saber lo que escribía en esos montones de papeles que llenaba como rayo.

 Otro día dijo:

 -Nandino, ¿puedes prestarme doscientos pesos? Yo te los envío de París después. 

 Al escuchar su solicitud pensé "ya se quiere ir”. Como nuestra intimidad no era ni tan siquiera grande, acepté, pensando que tal vez ése sería uno de los últimos favores que le tendría que hacer.

 A los pocos días -pensando que ya se había ido fui a su cuarto y vi que todavía estaban ahí todas sus cosas: velices, ropa, papeles, todo. Después de que pasó una semana sin que Antonin apareciera, le hablé a Pepe Ferrel. Sugerí la posibilidad de dar aviso al consulado francés sobre la desaparición de Artaud, porque además de todo, ahí en el consulado tenían registrado que Antonin vivía conmigo. Pepe no estuvo de acuerdo.

 -No te alarmes. Debe andar por ahí, ya sabes cómo es.

 Pasaron los días y con ellos mi inquietud. Después casi ni me acordaba de él.

 Como a los dos meses de que había desaparecido Antonin, un día yo estaba esperando, frente a mi casa, que el chofer trajera el coche porque iba a dar una consulta a domicilio. En el momento de subirme al coche, un señor chamagoso, ¡chamagoso!, con el traje todo raído, los cabellos como mechas, los ojos rojos y con tierra y mugre por todas partes gritó ‘¡Nandino!’”

 Lo miré con más atención para saber quién era, hasta que descubrí que se trataba de ¡Antonin!, que traía esa facha espantosa.

 -Pues dónde has andado -le pregunté y se acercó.

 -¡Tarahumaras! ¡Tarahumaras!

 Iba cargando un costal con el que apenas podía.

  -¿Qué traes ahí ?

  -¡Peyote! ¡Peyote!

 Nada más sonreí; nos despedimos y fui a dar mi consulta.

 Como al mes y medio de que regresó fue a buscarme.

 -No te extrañe si un día nada más desaparezco.                                                                                              …………

  […]  La amistad con Antonin Artaud ya se había vuelto molesta. Por lo pronto le dije que no me pidiera que atendiera a nadie y que no me llevara ningún enfermo. Muchas veces, estando con María Izquierdo, en cuya casa llegamos a vernos frecuentemente, nos avisaban que se ponía enfermo y teníamos que salir a buscarlo. El cuarto que le presté era un muladar, lleno de ropa sucia, y especialmente, de muchas hojas escritas, porque él escribía como poseído: rápidamente y luego aventaba la hoja.

 La verdad es que ni yo ni ninguno de los "Contemporáneos" tuvimos idea del valor intelectual de Antonin Artaud. De lo contrario, yo me hubiera quedado con algún recuerdo de él. Un día con cierta vergüenza me dijo: “Nandino, necesito que me prestes doscientos pesos.” Yo pensé que eran para volver a París y francamente quería descansar de él, por lo que se los presté. Ya no iba. Como a los veinte días me habló Pepe Ferrel y al momento le pregunté qué pasaba con Antonin. "No tengas pendiente. Ya está tan metido en el mundo de la drogadicción que yo casi no lo veo”, me contestó.

  Y al mes yo le hablé a Pepe y me dijo que no sabía nada. Pero en una ocasión, cuando estaba esperando a mi chofer para ir a una consulta, se me presentó una persona muy desgarrada, con un gran costal en el hombro.

 De verdad que no reconocí a nadie, pero al decirme "¡Nandino!", me fijé bien y era Antonin.

  "Yo soy Artaud."  

  “¿Dónde estabas?", le pregunté.

  “Con los tarahumaras.”

  Y señalándose el hombro, me dijo: "Peyote".

  Muchas veces me había dicho: “Si no encuentro mi droga, me suicido. Yo mismo ya no me soporto".  

  Desde entonces no lo volví a ver. Fui al cuarto y ya había recogido todos sus papeles: sólo quedaba un poco de ropa sucia y cerré con llave. La siguiente vez que le hablé a Pepe, me dijo que ya se había regresado a París. Yo descansé. Sólo después de mucho tiempo me di cuenta de que había estado con un genio, con un hombre muy notable en las letras y en el teatro. Recibí cartas de París de amigos suyos que me pedían que les informara, que les platicara algo interesante que yo hubiera visto en su vida, pero sinceramente, fuera del trato médico, del café y de la casa de María Izquierdo, yo no supe más.

 

 Fragmentos tomados de Elías Nandino: Juntando mis pasos, México, ALDVS, 2000; y de Enrique Aguilar: Elías Nandino: una vida no/velada, Grijalbo, México, 1986. Imágenes: postal que envió a Madame Artaud a su llegada a Veracruz el 7 de febrero de 1936, y fotografía de Jean Olivier Hucleux.

 

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