Andrés Henestrosa
¿De dónde venía Antonin Artaud
cuando llegó a México a principios de 1936? ¡Quién sabe! Quizá ni él lo
supiera, alucinado viajero y hombre péndulo entre la más alta y luminosa razón
y la más negra y dolorosa locura. Es el caso que una noche lo encontré en casa
de la pintora María Izquierdo, allí en la calle de Venezuela, rodeado de amigos
que lo escuchaban azorados. De pie, la cabeza despeinada, hablaba como un
poseso, de manera tan rápida y en términos tan poéticos y tan elevados que
costaba trabajo al auditorio seguirlo y entenderlo cabalmente.
¿De qué hablaba Antonin Artaud? Hablaba de los
indios, de las culturas indias, para muchos muertas pero para él las únicas
vivas para siempre. Mi presencia y mi condición de hablante de lenguas
indígenas, lo llevaron de pronto a hacer tierra, esto es, a abandonar aquella
enajenación verbal que se había apoderado de su espíritu. Entonces comenzó
pausadamente, como para que yo pudiera seguirlo, una deslumbrante disertación
sobre las culturas indias de México, que él comparaba con las más ilustres de
todos los tiempos: con la egipcia, la china y la griega.
Si llegó a ponerla en papel es cosa que ignoro.
Si no lo hizo, se perdieron para siempre aquellas reflexiones iridiscentes,
lúcidas hasta el vértigo.
Quería Antonin Artaud que se le llevara con el
Presidente Lázaro Cárdenas, a fin de que México le diera los medios para
visitar todos aquellos lugares en que florecieron las grandes culturas indias:
Yucatán, Oaxaca, Veracruz, Tabasco; en fin, el país entero, porque como él
proclamaba, casi no hay sitio en estas tierras donde, como en el verso de Rubén
Darío, uno clave su pica, sin que tropiece con la América ignota.
No puedo reconstruir su persona física, pues
siempre que lo intento, por no sé qué extraño mecanismo, es la del doctor Leopoldo
Salazar Viniegra la que se presenta frente a mis ojos. Nunca he podido
explicarme este extraño fenómeno. ¿Se parecían en realidad estos dos hombres?
Es posible. Recuerdo que una noche, errando por la ciudad de Washington, se me
ocurrió entrar a una sala cinematográfica, sin fijarme en el programa. Un
verdadero espanto me produjo ver a Antonin Artaud en la pantalla: era que
pasaban una película en que él hacía un extraño papel histórico, creo que de Heliogábalo.
Creí haber retenido su imagen verdadera: durante algunos días me fue familiar,
y ahora que ha vuelto a mi memoria su nombre, al evocar su figura, es la de Leopoldo
Salazar Viniegra la que reaparece.
Era Artaud un perseguido de Dios, o del demonio, o de sí mismo. Salió de
Francia cuando ya con nadie podía entenderse, cuando su idioma ni siquiera para
su propia cordura y locura daba de sí. Y vino a México con la íntima esperanza
de encontrar un mundo nuevo que le permitiera recobrarse, darle un poco de paz
y de sosiego. Por aquí anduvo cerca de un año, con pequeñas temporadas en la
capital, y una muy larga entre los tarahumaras. Con sus observaciones de la vida
de esos indios, con lo que pudo alcanzar de sus ritos y del misterio de su alma
recóndita, escribió algunos artículos que fueron publicados en El Nacional:
relampagueantes, en el linde lo genial.
En muy pocas ocasiones un escritor extranjero -y
los hay muchos ilustres- han logrado obtener del mundo de los indios una visión
tan penetrante, como ésa que Antonin Artaud nos dio de los indios tarahumaras.
Con una precisión de sonámbulo se movió en el mundo tarahumara, sin perder
pisada que lo precipitase al abismo, del que por el contrario, ascendió en las
ya pocas ocasiones que pudo hacerlo.
Un día cualquiera se fue de México, otra vez
huyendo de sí mismo. Apenas llegado a Francia
le sobrevino la locura final, y murió en un manicomio después de muchos
años de agonía.
28 de junio de 1959
Alacena de minuncias (1951-1961), Ed.Miguel Angel
Porrua, 2007, 638-40.
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