Vicente Huidobro
Cuando la revista francesa Action
hizo una encuesta sobre el Arte Negro, pidiendo a varios autores que
sintetizaran en una frase concisa su opinión sobre los famosos fetiches y
máscaras hoy tan a la moda, yo respondí: «Amo el Arte Negro, porque no es un
arte de esclavos».
Se creyó ver en mi respuesta que yo pretendía
hacer una frase de esprit. La paradoja o la voltereta parecía evidente.
Los negros son esclavos, yo evadía el cuerpo con un simple salto.
Sin embargo, nada más lejos de mi espíritu que
evadirme a una respuesta de frente. Bajo la apariencia de una paradoja, yo creo
haber presentado la esencia de la estética negra.
Los negros no imitan directamente la naturaleza.
En sus obras hay una mayor transposición que en el arte europeo, son menos
esclavos del objeto que los artistas blancos.
Por lo tanto, mi respuesta era muy seria y tan
de acuerdo con mi concepto estético general, que pocos años antes escribía en
mi revista Création este aforismo para los nuevos poetas: «No seamos
instrumento de la naturaleza, sino hagamos de la naturaleza nuestro
instrumento. O sea, en otras palabras: no hagamos un arte de esclavos, sino de
amor».
Los negros, a pesar de su larga historia de
esclavitud, son mucho menos esclavos que los blancos, por lo menos en lo que al
arte se refiere.
Seguramente sus obras obedecen a leyes plásticas
que conocen y que siguen con cierta fidelidad; pero como esas leyes son creadas
por ellos, como son verdades de su espíritu y no imposiciones de verdades
externas, ellos no son esclavos, pues no se puede ser esclavo de sí mismo.
Justamente ese mayor alejamiento de la realidad
es lo que prueba que en sus obras entra mayor cantidad de arte que en las obras
que permanecen pegadas al mundo real.
La verdad del arte empieza allí donde termina
la verdad de la vida.
El Arte Negro está mucho más cerca de la
creación que de la imitación. He ahí la razón de su importancia para mí y el
por qué diez años antes que se pusiera de moda y que empezara a adornar los salones
de la gente de élite y hasta los boudoirs de las grandes cocottes,
yo empezaba mi colección y adornaba con ellos mi escritorio.
Para nosotros y para todos los artistas de la nueva
generación, el Arte Negro tiene otra importancia harto menos banal que una simple
moda. Es todo un principio estético, admirable de equilibrio y de proporciones,
admirable en la justificación de sus volúmenes, de sus líneas y sus planos,
admirable en la intención de sus relaciones y correspondencias.
Nada en ellos obedece al azar, todo está allí
por una razón estética y una necesidad superior.
Ahora bien, ¿qué ha hecho la moda con el Arte
Negro? En París, el Teatro de los Campos Elíseos ha montado una revista negra
que es una grotesca mistificación.
Han dado vuelta patas arriba las leyes básicas
constitutivas del Arte Negro y nos quieren hacer tragar por Arte Negro un
pastiche ridículo hecho por europeos que no tienen idea de lo que significa ese
arte.
Y aquello que no debió haber salido jamás de
nuestras capillas y de las manos de unos cuantos iniciados que lo amaban de
veras porque de veras lo comprendían, es ahora el objeto de discusiones y
entusiasmos de cualquiera dama aprensiva o señorita nerviosa.
Todos lo proclaman y nadie sabe por qué. Es la
ridícula manía parisiense de imitar a los artistas. Después de la moda de los
sulfuros de colores de 1830, que nosotros empezamos comprando a dos francos y
que hace un año ya se vendían a seiscientos, ahora esas buenas gentes nos suben
de precio los fetiches y las máscaras negras.
¿No se podría lanzar la moda de los fósforos
tricolores?
Vientos contarios, 1926; Obras Completas, Tomo I, pp, 820-821.
No hay comentarios:
Publicar un comentario