Elena Garro
Un mediodía brillante divisamos
tierra. Era Cuba, muy chiquita, como un lagarto verde echado sobre el mar. Los
mexicanos, de mal humor me dijeron: “Batista echa los comunistas a los
tiburones…” Me sobresalté: “¿Cómo lo saben?” Con voz amarga contestaron: “Somos
diputados”…, pero nos gastamos el dinero en París…” Me pareció muy bien lo del
dinero y muy mal lo de los tiburones. “Yo no soy comunista”, les dije. No me
creyeron, sonrieron con malicia. Sus palabras me hicieron efecto y miré con
miedo a la isla que se acercaba hasta que estuvo ¡ahí mismo!
-¡Octavio, los muelles son
giratorios! –les dije asombrada.
-¡Idiota!, es el barco el
que maniobra…
Habíamos llegado. Una multitud
esperaba el "Orinoco". ¡Qué barahúnda! Se gritaban nombres y algunos niños
contestaban: “¡Soy yo!”. Otros levantaban el puño y unos policías vestidos con
uniformes de verano daban de palos. Poco a poco los pasajeros bajaron y
nosotros nos colocamos en la fila:
-¡Atrás¡, ustedes no desembarcan
–nos dijeron a Revueltas, a Paz y a mí.
¡Era una catástrofe!
Bajaron los Gamboa y Pellicer…. Samaniego tenía razón y nos quedamos en el
barco vacío. Cuando anocheció solo pensaba en Jonás, aunque no era lo mismo una
ballena que un tiburón. Paz y Revueltas estaban resignados, el muelle vigilado
por policías, ¡nada que hacer! Ya de noche vi detrás de la empalizada del
muelle a Marinello y a Pepilla, su mujer, y bajé corriendo la escalerilla del
barco, pero en el último escalón me detuvieron.
-No, Chica, tú no bajas.
Discutí y un niño pobre se
acercó corriendo y me entregó un papel en las mismas narices de los policías:
“Mañana pasaremos”, había escrito Pepilla. Su promesa no nos consoló, teníamos
hambre. ¡Caramba, qué mala suerte…! Ya no vería La Habana, tan querida por mi
familia. Desde niña oí hablar de esta ciudad como de un pequeño paraíso… Subió
un grupo de cubanos y unos me llevaron a la popa y otros se llevaron a Paz y a
Revueltas. No podía imaginar lo que deseaban.
-Oye, chica, tú eres rusa.
-¡Vaya con la manía de que
soy rusa! ¡Soy mexicana!
-¿Mexicana, chica? ¿Qué
cosa es el mole de guajalote? –me preguntaron.
-¿Están de broma? ¡Ni siquiera
saben que se dice guajolote…!
Se miraron inquietos. “¿En
dónde están Paz y Revueltas?”, me preguntaba preocupada.
-¿Qué es el Zócalo? –preguntaron
los cubanos.
Una voz potentísima
atravesó la noche: “¡Esbirros!” Era Carlos Pellicer y los “esbirros” huyeron y
buscamos a Paz y a Revueltas y se repitió la misma escena. No me consolaron las
cocadas y los bocadillos que nos llevó Pellicer.
-Mañana vendrá el embajador
Reyes Spíndola y bajarán a tierra –nos dijo Carlos. Reyes Spíndola había sido
muy amigo del padre de Paz. Era muy noble de su parte molestarse por el hijo de
un viejo amigo y su promesa nos consoló. Muy tarde, bajamos a nuestra cabina
pegada a las máquinas del barco y el terror me paralizó: las maletas estaban
abierta y la propaganda que llevaba Paz, esparcida por el suelo: Pepe Díaz, el
secretario del Partido Comunista español, “El Campesino”, Líster, nos miraban
desde sus tarjetas postales color sepia. “¿Por qué me habré casado con este
tipo?”, y me respondí alejarme para siempre de tanto peligro si salía con vida
de Cuba y de sus tiburones. Lo peor era que no podía decir que tenía miedo,
pues Paz, muy tranquilo, recogía las tarjetas y los volantes para colocarlos
otra vez en las maletas.
-¿No puedes ayudarme? –dijo
enfadado.
No le ayudé. El calor y el
miedo me tenían inmóvil.
-Oye, ¿sabes una cosa?, los
comunistas están locos –le dije mirándolo tan ocupado.
¡Y era verdad! ¡Vaya secta
de insensatos…! No dormimos.
Por la mañana se presentó
el embajador, alto, elegante, cordial.
-Octavio, prométeme que
estarán de vuelta a las siete de la noche –dijo muy serio.
-Lo prometo…
-El barco zarpa a las seis
de la mañana y si los detienen no podré enterarme –nos explicó con gravedad.
Íbamos en su automóvil, enorme, con un chofer muy serio, y la ciudad era
esplendorosa. Un coche viejo nos seguía.
-¡Embajador!, déjenos en
esta esquina –dijo Paz y saltó del auto casi en marcha. Yo lo seguí.
-¡Gracias! ¡Gracias, señor
embajador! –le dijimos.
En el coche viejo que nos seguía venían Marinello, Pepilla, Carlos Rafael Rodríguez y su mujer.
-¡Camaradas…! ¡Camaradas…!
–y nos abrieron la portezuela muy contentos para darnos palmadas y besitos
adentro del coche viejo. Luego nos echamos a reír, a reír y reír. ¡Habíamos
bajado del barco y estábamos en La Habana! Nada menos que en el Paseo del
Prado, pulido como un salón de baile. En una esquina, una nevería preciosa nos
recibió con sus mesitas de cubiertas de mármol y probamos los helados de
guanábana, ¡tan famosos! El aire era tibio y perfumado… Cuba era distinta de
todas las ciudades que habíamos visitado, los camaradas eran muy alegres, todos
hablaban al mismo tiempo, sólo Marinello era pausado.
-¡Vamos a pasear por La
Habana!
Y nos llevaron por la
ciudad llena de flores, de enredaderas, de buganvillas, de casas magníficas, de
acantilados y de mar. ¡Qué lástima que a mi familia no se le hubiera ocurrido
quedarse en Cuba! La Habana era la ciudad más bonita que había conocido y su
gente la más fácil y la más guapa… ¡Mala suerte! Juan Marinello quiso llevarnos
a ver desde afuera la Ciudad Militar que estaba terminando de construir
Fulgencio Batista: campos amarillos y edificios modernos también amarillos. A
mí me gustó, aunque a Marinello le disgustara. Pepilla tenía dientes muy
bonitos y le gustaba reír. Carlos Rafael Rodríguez, al que habíamos
conocido ese día, era un chico vivaracho y alegre, al que también le gustaba la
risa. Se diría que le conocíamos de siempre. Noté que Marinello le daba trato
de hijo predilecto. Fue Carlos Rafael el que propuso que cenáramos en el barrio
antiguo, después de visitar a Juan Ramón Jiménez, que nos recibió en su casa,
fresca, abierta al viento del mar, en su saloncito de piso de mármol. Juan
Ramón estaba sentado en una mecedora de madera oscura, vestido de negro, con
barba recortada muy negra. Tuve la impresión de que estaba desplazado, era como
ver un Greco en una playa llena de sol. El poeta me dejó muy sorprendida. ¡Era
tan pálido y gozaba de tan buenas maneras! Nunca olvidé su imagen, ni su voz
tranquila, lejana.
Antes de ir a cenar, recogimos a Carlos Pellicer en la heladería del paseo del Prado. A Carlos le fascinaban las guanábanas: “Fruto que encierra toda la magnificencia del trópico”, dijo con voz tonante. Después buscamos a los Gamboa y nos fuimos al restaurante propuesto por Carlos Rafael, ya que los cubanos querían festejar a los mexicanos…
En la mesa, los Gamboa hablaron
del inevitable Prestes, de Getúlio Vargas, y de Machado, no de Antonio, sino
del otro, del expresidente de Cuba. Yo observaba a la gente de las otras mesas
y a las que pasaban por las arcadas.
-¡Qué gente tan guapa…! –dije
admirada y todos estuvieron de acuerdo conmigo. La mujer de Carlos Rafael
se dio cuenta de mi ignorancia política, pero no le importó, dije que los
comunistas cubanos eran más fáciles de llevar …y me gustaron.
-Hay que volver al barco a las
siete –dije, cuando vi que eran las dos de la mañana y que hacía ya mucho que
los Gamboa y Pellicer se habían retirado, mientras nosotros seguíamos charlando
con los cubanos.
-¿Y el embajador? –pregunté
una hora después y todos nos echamos a reír.
Después vinieron las
despedidas.
-¡Chicos, vuelvan a Cuba!
–nos repetían mientras nos llevaban al muelle. Triste despedida. Ellos se
quedaron fuera y nosotros lo cruzamos de una carrera, asustadísimos por la
desobediencia, la oscuridad y los tiburones. Subimos al “Orinoco” ya apagado.
Memorias de España 1937, 1992, siglo XXI editores, pp. 155-58.
Memorias de España 1937, 1992, siglo XXI editores, pp. 155-58.
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