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jueves, 21 de noviembre de 2019

Comunistas y tiburones. Elena Garro recuerda La Habana




  Elena Garro 

 Un mediodía brillante divisamos tierra. Era Cuba, muy chiquita, como un lagarto verde echado sobre el mar. Los mexicanos, de mal humor me dijeron: “Batista echa los comunistas a los tiburones…” Me sobresalté: “¿Cómo lo saben?” Con voz amarga contestaron: “Somos diputados”…, pero nos gastamos el dinero en París…” Me pareció muy bien lo del dinero y muy mal lo de los tiburones. “Yo no soy comunista”, les dije. No me creyeron, sonrieron con malicia. Sus palabras me hicieron efecto y miré con miedo a la isla que se acercaba hasta que estuvo ¡ahí mismo!
 -¡Octavio, los muelles son giratorios! –les dije asombrada.
 -¡Idiota!, es el barco el que maniobra…
 Habíamos llegado. Una multitud esperaba el "Orinoco". ¡Qué barahúnda! Se gritaban nombres y algunos niños contestaban: “¡Soy yo!”. Otros levantaban el puño y unos policías vestidos con uniformes de verano daban de palos. Poco a poco los pasajeros bajaron y nosotros nos colocamos en la fila:
 -¡Atrás¡, ustedes no desembarcan –nos dijeron a Revueltas, a Paz y a mí.
 ¡Era una catástrofe! Bajaron los Gamboa y Pellicer…. Samaniego tenía razón y nos quedamos en el barco vacío. Cuando anocheció solo pensaba en Jonás, aunque no era lo mismo una ballena que un tiburón. Paz y Revueltas estaban resignados, el muelle vigilado por policías, ¡nada que hacer! Ya de noche vi detrás de la empalizada del muelle a Marinello y a Pepilla, su mujer, y bajé corriendo la escalerilla del barco, pero en el último escalón me detuvieron.
 -No, Chica, tú no bajas.
 Discutí y un niño pobre se acercó corriendo y me entregó un papel en las mismas narices de los policías: “Mañana pasaremos”, había escrito Pepilla. Su promesa no nos consoló, teníamos hambre. ¡Caramba, qué mala suerte…! Ya no vería La Habana, tan querida por mi familia. Desde niña oí hablar de esta ciudad como de un pequeño paraíso… Subió un grupo de cubanos y unos me llevaron a la popa y otros se llevaron a Paz y a Revueltas. No podía imaginar lo que deseaban.
 -Oye, chica, tú eres rusa.
 -¡Vaya con la manía de que soy rusa! ¡Soy mexicana!
 -¿Mexicana, chica? ¿Qué cosa es el mole de guajalote? –me preguntaron.
-¿Están de broma? ¡Ni siquiera saben que se dice guajolote…!
 Se miraron inquietos. “¿En dónde están Paz y Revueltas?”, me preguntaba preocupada.
-¿Qué es el Zócalo? –preguntaron los cubanos.
 Una voz potentísima atravesó la noche: “¡Esbirros!” Era Carlos Pellicer y los “esbirros” huyeron y buscamos a Paz y a Revueltas y se repitió la misma escena. No me consolaron las cocadas y los bocadillos que nos llevó Pellicer.
 -Mañana vendrá el embajador Reyes Spíndola y bajarán a tierra –nos dijo Carlos. Reyes Spíndola había sido muy amigo del padre de Paz. Era muy noble de su parte molestarse por el hijo de un viejo amigo y su promesa nos consoló. Muy tarde, bajamos a nuestra cabina pegada a las máquinas del barco y el terror me paralizó: las maletas estaban abierta y la propaganda que llevaba Paz, esparcida por el suelo: Pepe Díaz, el secretario del Partido Comunista español, “El Campesino”, Líster, nos miraban desde sus tarjetas postales color sepia. “¿Por qué me habré casado con este tipo?”, y me respondí alejarme para siempre de tanto peligro si salía con vida de Cuba y de sus tiburones. Lo peor era que no podía decir que tenía miedo, pues Paz, muy tranquilo, recogía las tarjetas y los volantes para colocarlos otra vez en las maletas.    
-¿No puedes ayudarme? –dijo enfadado.
 No le ayudé. El calor y el miedo me tenían inmóvil.
 -Oye, ¿sabes una cosa?, los comunistas están locos –le dije mirándolo tan ocupado.
 ¡Y era verdad! ¡Vaya secta de insensatos…! No dormimos.
 Por la mañana se presentó el embajador, alto, elegante, cordial.
 -Octavio, prométeme que estarán de vuelta a las siete de la noche –dijo muy serio.
-Lo prometo…
 -El barco zarpa a las seis de la mañana y si los detienen no podré enterarme –nos explicó con gravedad. Íbamos en su automóvil, enorme, con un chofer muy serio, y la ciudad era esplendorosa. Un coche viejo nos seguía.  
 -¡Embajador!, déjenos en esta esquina –dijo Paz y saltó del auto casi en marcha. Yo lo seguí.
 -¡Gracias! ¡Gracias, señor embajador! –le dijimos.
 -¡A las siete! –nos gritó el embajador.
    

 En el coche viejo que nos seguía venían Marinello, Pepilla, Carlos Rafael Rodríguez y su mujer.
 -¡Camaradas…! ¡Camaradas…! –y nos abrieron la portezuela muy contentos para darnos palmadas y besitos adentro del coche viejo. Luego nos echamos a reír, a reír y reír. ¡Habíamos bajado del barco y estábamos en La Habana! Nada menos que en el Paseo del Prado, pulido como un salón de baile. En una esquina, una nevería preciosa nos recibió con sus mesitas de cubiertas de mármol y probamos los helados de guanábana, ¡tan famosos! El aire era tibio y perfumado… Cuba era distinta de todas las ciudades que habíamos visitado, los camaradas eran muy alegres, todos hablaban al mismo tiempo, sólo Marinello era pausado.
 -¡Vamos a pasear por La Habana!
 Y nos llevaron por la ciudad llena de flores, de enredaderas, de buganvillas, de casas magníficas, de acantilados y de mar. ¡Qué lástima que a mi familia no se le hubiera ocurrido quedarse en Cuba! La Habana era la ciudad más bonita que había conocido y su gente la más fácil y la más guapa… ¡Mala suerte! Juan Marinello quiso llevarnos a ver desde afuera la Ciudad Militar que estaba terminando de construir Fulgencio Batista: campos amarillos y edificios modernos también amarillos. A mí me gustó, aunque a Marinello le disgustara. Pepilla tenía dientes muy bonitos y le gustaba reír.  Carlos Rafael Rodríguez, al que habíamos conocido ese día, era un chico vivaracho y alegre, al que también le gustaba la risa. Se diría que le conocíamos de siempre. Noté que Marinello le daba trato de hijo predilecto. Fue Carlos Rafael el que propuso que cenáramos en el barrio antiguo, después de visitar a Juan Ramón Jiménez, que nos recibió en su casa, fresca, abierta al viento del mar, en su saloncito de piso de mármol. Juan Ramón estaba sentado en una mecedora de madera oscura, vestido de negro, con barba recortada muy negra. Tuve la impresión de que estaba desplazado, era como ver un Greco en una playa llena de sol. El poeta me dejó muy sorprendida. ¡Era tan pálido y gozaba de tan buenas maneras! Nunca olvidé su imagen, ni su voz tranquila, lejana.


 Antes de ir a cenar, recogimos a Carlos Pellicer en la heladería del paseo del Prado. A Carlos le fascinaban las guanábanas: “Fruto que encierra toda la magnificencia del trópico”, dijo con voz tonante. Después buscamos a los Gamboa y nos fuimos al restaurante propuesto por Carlos Rafael, ya que los cubanos querían festejar a los mexicanos…
 En la mesa, los Gamboa hablaron del inevitable Prestes, de Getúlio Vargas, y de Machado, no de Antonio, sino del otro, del expresidente de Cuba. Yo observaba a la gente de las otras mesas y a las que pasaban por las arcadas.
 -¡Qué gente tan guapa…! –dije admirada y todos estuvieron de acuerdo conmigo. La mujer de Carlos Rafael se dio cuenta de mi ignorancia política, pero no le importó, dije que los comunistas cubanos eran más fáciles de llevar …y me gustaron.
 -Hay que volver al barco a las siete –dije, cuando vi que eran las dos de la mañana y que hacía ya mucho que los Gamboa y Pellicer se habían retirado, mientras nosotros seguíamos charlando con los cubanos.
 -¿Y el embajador? –pregunté una hora después y todos nos echamos a reír.
 Después vinieron las despedidas.
 -¡Chicos, vuelvan a Cuba! –nos repetían mientras nos llevaban al muelle. Triste despedida. Ellos se quedaron fuera y nosotros lo cruzamos de una carrera, asustadísimos por la desobediencia, la oscuridad y los tiburones. Subimos al “Orinoco” ya apagado.

 Memorias de España 1937, 1992, siglo XXI editores, pp. 155-58. 
    

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