martes, 19 de marzo de 2019

Educación sexual y psicoanálisis. El caso cubano de Juan Portell Vilá



 Pedro Marqués de Armas

 En febrero de 1925 un editorial de la Revista de Medicina Legal de Cuba, anunciaba la creación de una nueva sección en sus páginas: la de neuropsiquiatría. Desde la extinción de Archivos de Medicina Mental una década antes, los psiquiatras cubanos no habían contado con un espacio de prensa propio donde dar a conocer sus trabajos. Confiada a un “joven que después de dos años en los mejores servicios hospitalarios e instituciones afines de Francia, Alemania y Suiza, acaba de regresar a su país”, ese joven que asumía el papel de redactor de su disciplina era Juan Portell Vilá.

 En noviembre del año anterior, Portell había regresado a La Habana, con el propósito de fundar una Liga de Higiene Mental a semejanza de la establecida en París, de cuyo desarrollo fuera testigo y participante. La novedad no radicaba tanto en una propuesta que, tal como se desenvolvía la sanidad cubana, con una creciente proyección social, estaba al caer; sino en que ésta fuera lanzada por un médico que, además de bien relacionado con el movimiento de higiene mental francés, se presenta como conocedor de la “nueva ciencia” del psicoanálisis.

 El psicoanálisis era la novedad. Si al comenzar los años veinte resulta todavía poco conocido y su difusión en forma de artículos y referencias es muy ocasional, todo cambia de manera más bien súbita hacia 1925, al producirse, a partir de entonces, una circulación constante tanto en revistas médicas como en la prensa cotidiana. Buena parte de esa expansión, sobre todo en el ámbito cultural, estaría motivada por la visita a la Isla, casi siempre invitados por la Institución Hispanocubana de Cultura -es decir, gracias a Fernando Ortiz- de intelectuales y médicos españoles que contribuyen a su divulgación. Fue a través de éstos que el psico-análisis, a veces con guion, o todavía en femenino, impregna “a la española” los círculos intelectuales; esto es, ligado a la medicina y, en general, a una moral regeneracionista que tendrá sustento, también, en la filosofía y el pensamiento religioso.

 El listado de visitantes que hablan en espacios públicos de las tesis freudianas es largo, comenzando por la pedagoga María de Maeztu, y siguiendo con Gregorio Marañón, Roberto Novoa Santos, Luis Jiménez de Asúa, José A. Laburu y Emilio Mira y López, entre otros. Para que se tenga idea del interés que despertó en el público cubano la “cuestión sexual”, se calcula que a la conferencia de Marañón sobre “intersexualidad”, celebrada en diciembre de 1927 en el teatro Payret, asistieron más de 6000 personas; la inmensa mayoría tuvo que conformarse con escucharla en los alrededores del Parque Central donde se colocaron potentes altavoces.

 No obstante, nada indica que quienes se interesaron en el psicoanálisis tuvieran noticias solo a partir de esas conferencias. Circulan con anterioridad las Obras Completas de Freud, en la traducción de López-Ballesteros, artículos sobre su asimilación en Estados Unidos, y no pocos libros de autores franceses que se aproximan al psicoanálisis desde la propia psiquiatría, la psicoterapia y la higiene de la infancia.

 Hacia 1926 es visible una creciente adscripción a las teorías de Freud entre médicos, juristas y pedagogos, siempre en el interior de instituciones que no parecen sentirse amenazadas, en parte por su notable corporativismo, y porque quienes asimilan dichas enseñanzas no pretenden pronunciarse contra los pilares de la medicina. Podemos señalar los nombres de Raimundo de Castro, Federico Grande Rosi, Rodolfo Julio Guiral, René de la Valette, Gaspar Jovet, Juan Antiga y, sobre todo, a Juan Portell Vilá.

 Desde la Cátedra de Medicina Legal, ya en 1917, de Castro reconocía la importancia del psicoanálisis en criminología, pues a su juicio era imprescindible comprender los “complejos mentales” que movían al criminal. Guiral se vale del método en casos de “psiconeurosis”, usándolo de modo “silvestre” y dubitativo. De la Vallete lo aplica en el ámbito clínico, sobre todo a nivel privado. Jovet habla de un “psicoanálisis sintético” que emplea con enfermos de Mazorra. Y Grande y Antiga pretenden, hasta donde conocemos, destacar su valor dentro de la medicina o bien en las fronteras con la cultura y la psicología social.

 Por su parte, aunque el psicoanálisis no tuvo entre los intelectuales y escritores cubanos de la década minorista/vanguardista -es decir, entre los años 1923 y 1933- una gran resonancia, no faltan ejemplos de su influjo en la creación artística, así como en el ensayo y la crítica, incluyendo algún que otro debate apenas esbozado. Pero este será tema para otra ocasión.

 Neurólogo, psiquiatra, eugenista, médico-forense, entendido en la educación de menores, y hasta teósofo, bien plantado desde su llegada en los circuitos académicos, respetado por sus antecedentes parisinos, Portell Vilá lo tenía todo para hacer valer las teorías freudianas y ponerlas a circular. Los dos resortes de fondo que alentaran la “socialización” del psicoanálisis en Francia, Estados Unidos, e incluso en España, se encontraban en Cuba en su apogeo. De carácter prevencionista y anclados en el positivismo “socio-biológico” estos resortes eran la Eugenesia y la Higiene Mental, corrientes estrechamente relacionadas, capaces de comunicar una serie de prácticas en estricto vínculo con la medicina, la educación y el derecho.

 Ambos resortes se venían articulando en Cuba desde la década de 1910, a muy pocos años de su emergencia. La higiene mental había despuntado en Estados Unidos tras la publicación, en 1908, de The Mind that Found Itself, exitoso opúsculo del antiguo paciente y ahora líder comuninario, Clifford Beer, entrando en consonancia con las concepciones del psiquiatra de origen judío Adolf Meyer, quien destacaba el papel del ambiente y de las “reacciones” en la génesis de los disturbios mentales.

 Sin embargo, no será hasta los años veinte a través de los vínculos con la higiene mental francesa, y obedeciendo a la progresiva internacionalización del movimiento, que se crean en Cuba las condiciones para establecer una Liga de Higiene Mental, la cual se gestará en la práctica entre 1924 y 1929.

 Los higienistas de la mente eran por definición eugenistas. No existía a esas alturas, salvo excepciones, una oposición entre los propósitos de mejorar la sociedad siguiendo vías ambientalistas que actuando sobre la descendencia. El control de la natalidad y de la trasmisión de enfermedades hereditarias terminó por acoplarse a una serie de intervenciones higiénicas de largo alcance que, no obstante orientadas hacia el conjunto social, se dirigían con énfasis hacia las clases bajas o medias, bien de modo directo sobre familias y barrios, o bien de manera indirecta a través de las escuelas, las fábricas y los dispensarios.

 Si la profilaxis mental quería tocar fondo, tenía que posicionarse en la detección precoz de una variada gama de enfermedades y, sobre todo, anticiparse a ellas por medio de la puericultura y la eugenesia. Como expresa Portell Vilá en uno de sus textos: “La profilaxis mental debe basarse primeramente en la Eugenesia”.

 Al término de la guerra de 1914 fue cada vez mayor, en Europa y Estados Unidos, la absorción de las ideas de Freud, siendo éstas colocadas al servicio de proyectos eugenénicos e higiénico-pedagógicos. Su compulsiva socialización implicó desde temprano el acoplamiento a presupuestos biológicos y políticas sanitarias estatales. Al regresar a Cuba en el otoño de 1924, Portell Vilá encontró todo un entramado de instituciones que clamaban por un nuevo ordenamiento y nuevas partidas presupuestarias. En breve se asistiría durante el Gobierno de Gerardo Machado a la expansión de las mismas. Nunca antes fue tan potente la relación medicina-Estado, consolidándose una utopía nacionalista –etnocientífica– que parecía alcanzar su apoteosis. 

 (Para continuar, aquí el texto completo). 


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