Pedro Marqués de Armas
En febrero de 1925 un editorial de la Revista
de Medicina Legal de Cuba, anunciaba la creación de una nueva sección en sus páginas: la de neuropsiquiatría. Desde la extinción de Archivos de
Medicina Mental una década antes, los psiquiatras cubanos no habían
contado con un espacio de prensa propio donde dar a conocer sus trabajos. Confiada
a un “joven que después de dos años en los mejores servicios hospitalarios e
instituciones afines de Francia, Alemania y Suiza, acaba de regresar a su
país”, ese joven que asumía el papel de redactor de su disciplina era Juan
Portell Vilá.
En
noviembre del año anterior, Portell había regresado a La Habana, con el
propósito de fundar una Liga de Higiene Mental a semejanza de la establecida en
París, de cuyo desarrollo fuera testigo y participante. La novedad no radicaba
tanto en una propuesta que, tal como se desenvolvía la sanidad cubana, con una
creciente proyección social, estaba al caer; sino en que ésta fuera lanzada por
un médico que, además de bien relacionado con el movimiento de higiene mental
francés, se presenta como conocedor de la “nueva ciencia” del psicoanálisis.
El
psicoanálisis era la novedad. Si al comenzar los años veinte resulta todavía
poco conocido y su difusión en forma de artículos y referencias es muy ocasional,
todo cambia de manera más bien súbita hacia 1925, al producirse, a partir de
entonces, una circulación constante tanto en revistas médicas como en la prensa
cotidiana. Buena parte de esa expansión, sobre todo en el ámbito cultural,
estaría motivada por la visita a la Isla, casi siempre invitados por la Institución
Hispanocubana de Cultura -es decir, gracias a Fernando Ortiz- de intelectuales
y médicos españoles que contribuyen a su divulgación. Fue a través de éstos que
el psico-análisis, a veces con guion, o todavía en femenino, impregna “a la
española” los círculos intelectuales; esto es, ligado a la medicina y, en general,
a una moral regeneracionista que tendrá sustento, también, en la filosofía y el
pensamiento religioso.
El
listado de visitantes que hablan en espacios públicos de las tesis freudianas
es largo, comenzando por la pedagoga María de Maeztu, y siguiendo con Gregorio
Marañón, Roberto Novoa Santos, Luis Jiménez de Asúa, José A. Laburu y Emilio
Mira y López, entre otros. Para que se tenga idea del interés que despertó en
el público cubano la “cuestión sexual”, se calcula que a la conferencia de
Marañón sobre “intersexualidad”, celebrada en diciembre de 1927 en el teatro
Payret, asistieron más de 6000 personas; la inmensa mayoría tuvo que
conformarse con escucharla en los alrededores del Parque Central donde se
colocaron potentes altavoces.
No obstante,
nada indica que quienes se interesaron en el psicoanálisis tuvieran noticias
solo a partir de esas conferencias. Circulan con anterioridad las Obras Completas de Freud, en la
traducción de López-Ballesteros, artículos sobre su asimilación en Estados Unidos,
y no pocos libros de autores franceses que se aproximan al psicoanálisis desde
la propia psiquiatría, la psicoterapia y la higiene de la infancia.
Hacia 1926 es visible una creciente
adscripción a las teorías de Freud entre médicos, juristas y pedagogos, siempre
en el interior de instituciones que no parecen sentirse amenazadas, en parte
por su notable corporativismo, y porque quienes asimilan dichas enseñanzas no
pretenden pronunciarse contra los pilares de la medicina. Podemos señalar los
nombres de Raimundo de Castro, Federico Grande Rosi, Rodolfo Julio Guiral, René
de la Valette, Gaspar Jovet, Juan Antiga y, sobre todo, a Juan Portell Vilá.
Desde la
Cátedra de Medicina Legal, ya en 1917, de Castro reconocía la importancia del
psicoanálisis en criminología, pues a su juicio era imprescindible comprender
los “complejos mentales” que movían al criminal. Guiral se vale del método en
casos de “psiconeurosis”, usándolo de modo “silvestre” y dubitativo. De la
Vallete lo aplica en el ámbito clínico, sobre todo a nivel privado. Jovet habla
de un “psicoanálisis sintético” que emplea con enfermos de Mazorra. Y Grande y
Antiga pretenden, hasta donde conocemos, destacar su valor dentro de la
medicina o bien en las fronteras con la cultura y la psicología social.
Por su parte, aunque el psicoanálisis no tuvo
entre los intelectuales y escritores cubanos de la década
minorista/vanguardista -es decir, entre los años 1923 y 1933- una gran
resonancia, no faltan ejemplos de su influjo en la creación artística, así como
en el ensayo y la crítica, incluyendo algún que otro debate apenas esbozado.
Pero este será tema para otra ocasión.
Neurólogo, psiquiatra, eugenista,
médico-forense, entendido en la educación de menores, y hasta teósofo, bien
plantado desde su llegada en los circuitos académicos, respetado por sus
antecedentes parisinos, Portell Vilá lo tenía todo para hacer valer las teorías
freudianas y ponerlas a circular. Los
dos resortes de fondo que alentaran la “socialización”
del psicoanálisis en Francia, Estados Unidos, e incluso en España, se
encontraban en Cuba en su apogeo. De carácter prevencionista y anclados en el
positivismo “socio-biológico” estos resortes eran la Eugenesia y la Higiene
Mental, corrientes estrechamente relacionadas, capaces de comunicar una serie
de prácticas en estricto vínculo con la medicina, la educación y el derecho.
Ambos resortes se venían articulando en Cuba
desde la década de 1910, a muy pocos años de su emergencia. La higiene mental
había despuntado en Estados Unidos tras la publicación, en 1908, de The
Mind that Found Itself, exitoso opúsculo del antiguo paciente y ahora líder
comuninario, Clifford Beer, entrando en consonancia con las concepciones del
psiquiatra de origen judío Adolf Meyer, quien destacaba el papel del ambiente y
de las “reacciones” en la génesis de los disturbios mentales.
Sin embargo, no será hasta los años veinte a
través de los vínculos con la higiene mental francesa, y obedeciendo a la
progresiva internacionalización del movimiento, que se crean en Cuba las
condiciones para establecer una Liga de Higiene Mental, la cual se gestará en
la práctica entre 1924 y 1929.
Los higienistas de la
mente eran por definición eugenistas. No existía a esas alturas, salvo
excepciones, una oposición entre los propósitos de mejorar la sociedad
siguiendo vías ambientalistas que actuando sobre la descendencia. El control de
la natalidad y de la trasmisión de enfermedades hereditarias terminó por
acoplarse a una serie de intervenciones higiénicas de largo alcance que, no
obstante orientadas hacia el conjunto social, se dirigían con énfasis hacia las
clases bajas o medias, bien de modo directo sobre familias y barrios, o bien de
manera indirecta a través de las escuelas, las fábricas y los dispensarios.
Si la profilaxis mental quería tocar fondo,
tenía que posicionarse en la detección precoz de una variada gama de
enfermedades y, sobre todo, anticiparse a ellas por medio de la puericultura y
la eugenesia. Como expresa Portell Vilá en uno de sus textos: “La profilaxis
mental debe basarse primeramente en la Eugenesia”.
Al término de
la guerra de 1914 fue cada vez mayor, en Europa y Estados Unidos, la absorción
de las ideas de Freud, siendo éstas colocadas al servicio de proyectos
eugenénicos e higiénico-pedagógicos. Su compulsiva socialización implicó desde
temprano el acoplamiento a presupuestos biológicos y políticas sanitarias
estatales. Al regresar a Cuba en el otoño de 1924, Portell Vilá encontró
todo un entramado de instituciones que clamaban por un nuevo ordenamiento y
nuevas partidas presupuestarias. En breve se asistiría durante el Gobierno de
Gerardo Machado a la expansión de las mismas. Nunca antes fue tan potente la
relación medicina-Estado, consolidándose una utopía nacionalista –etnocientífica–
que parecía alcanzar su apoteosis.
(Para continuar, aquí el texto completo).
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