Robert Bourget-Pailleron
Uno de los grandes motivos de sorpresa y
curiosidad que esperan al viajero en Cuba, es el contraste que se establece
entre la capital y la provincia, entre la vida moderna de La Habana y el color
exótico que ha conservado la población rural. Gracias a la solicitud de
nuestros anfitriones, tuvimos oportunidad de observar esa divergencia.
La primera de nuestras incursiones en el
interior de la isla, nos condujo solamente a algunos kilómetros de La Habana.
Pero el buen gusto y el esprit de los que nos invitaron, supieron agrupar en torno
de una casa de campo a todos los elementos más gratos de la vida tropical. El
Sr. y la Sra. de Camps, dueños de tan felices dominios, descienden de una de
esas viejas familias españolas radicadas en Cuba, que mantienen el acuerdo
sellado felizmente con los adversarios de hace treinta años. Ese día nos
convidaron a un almuerzo criollo, celebrado en su residencia campestre. Una gran
mesa, en forma de herradura, se alzaba en una de las explanadas del jardín. Una
bóveda de hojas de palmera entretejidas la protegían del sol, ofreciendo tal asilo
de frescura, bajo la comba de su techo, que hubiéramos podido creernos alojados
en el interior de una fruta gigantesca. Guayabas y mangos adornaban la mesa,
asociando el dulzor de sus pulpas a las carnes húmedas de salsas confitadas.
Cómo era de esperarse, el arroz a la criolla fue una de las delicias de tal
comida. Los sirvientes de color se movían silenciosamente sobre el tapiz de césped.
Para los postres, se nos reservó una sorpresa: la de tres cantadores de cutis
bronceado, que vinieron a entonar aires criollos y negros.
El domo verde que cobijaba a la concurrencia,
constituía una gratísima decoración ese día. Alzando la cabeza, podía evocarse la
selva virgen, ante esas ramas enlazadas. Y el canto negro, plañidero o alegre,
sustraía esta tierra al imperio de la hora presente, restituyéndole la calurosa
belleza de las Antillas de antaño.
Estaba decidido, sin embargo, que la realidad
recobraría sus derechos, y la realidad, en un almuerzo cuyos convidados son tan
numerosos, es la que constituyen los discursos. No insistamos, sobre este
punto, y no conservemos más que los recuerdos gratos de ese día.
En
el jardín, bajo arcos de plantas trepadoras, unos bancos, colgados de cadenas,
formaban unas mecedoras en las que los que no bailaban se dejaron arrullar,
mientras la orquesta tocaba rumbas y danzones. Todos los Cubanos conocen por lo
menos el segundo de esos bailes, propios del país. Su ritmo ligero se asemeja al
de la polka. De cuando en cuando, el bailador abandona su pareja, dejándola
libre durante algunos compases, y estrechándola nuevamente. La rumba requiere
gran ciencia. La vimos bailar al final de un almuerzo que nos ofreció el
Alcalde de La Habana, Dr. Miguel Mariano Gómez.
El
bailador y la bailadora estaban vestidos encantadoramente; él, con un calzón
ceñido y una camisa de mangas anchas guarnecidas de alforzas; ella, con un vestido
estrecho de talle y una serie de amplios volantes, a la manera de 1805. Ambos
danzaron, sin tocarse, cantando unas veces y bailando otras, ejecutando esos
pasos en que el busto permanece inmóvil, mientras la parte inferior del cuerpo
ondula sin tregua. Se dice, en Cuba, que una buena bailadora de rumba debe
tener «la cintura montada en flan»... Es esta una imagen demasiado exacta,
para que aspiremos a enmendarla.
Unamos
a esas evocaciones de la gracia criolla el viaje que realizamos, algunos días
más tarde, en el tren del General Machado. El
Secretario de Estado, Dr. Martínez Ortiz, lo acompañaba, y fue para nosotros un
placer, en el momento de concluir el relato de hombre encantador, gran amigo de
Francia y excelente parisiense, que representó su Gobierno en nuestra patria
durante largos años.
El ferrocarril, corriendo a través de las
campiñas, nos ofrecía el sorprendente espectáculo, mencionado poco antes, de
una provincia absolutamente distinta a la capital. Es contemplando esas pequeñas
poblaciones, formadas por casitas de madera de un solo piso, en cuyas calles
pasan jinetes cubiertos de anchos sombreros y cochecillos de muías, como se
comprende toda la grandeza del trabajo realizado en La Habana... Ya esta
campiña, además, está saneada, la selva virgen yace vencida, los ingenios
azucareros alzan sus columnas de humo cerca de las palmeras. Los pantanos malsanos
han sido secados; ya nadie teme a los mosquitos ni a la fiebre amarilla.
Contemplamos el momento de eclosión de este país. Recorriendo cincuenta kilómetros,
hemos comprendido el trabajo de treinta años. Las estaciones de los pueblos
están adornadas. En Sumidero, en Coliseo, en Jovellanos, estallan cohetes y las
aclamaciones saludan al Presidente. Los colegiales, alineados, lucen sus
uniformes. Las niñas tienen faldas azules, blusas blancas con cuellos de marinero,
y anchas pamelas. Los muchachos ostentan uniformes kakis y gorras planas. En
Jovellanos, unos quince chicos alineados como soldados, realizan, a la voz de
mando, ejercicios de conjunto con suntuosos sables de madera cubiertos de papel
plateado. Las bandas tocan paso-dobles. La alegría ilumina los rostros de la multitud.
Un viejo negro, veterano de la Guerra de Independencia, es presentado al
Presidente. Encorvado, deshecho como un viejo trozo de regaliz derretido, tiembla
de emoción al retirar la gorra que cubre sus cabellos de huata.
Muchachas de color ofrecen sus sonrisas maravillosas. El amor que tienen por los tintes las impulsa a pintarse como las blancas. Para ellas, el azul y el rimmel, son ¡ay! vedados, pero el rouge ilumina sus mejillas, donde adquiere reflejos extraños que evocan los de algunas flores en el crepúsculo.
Muchachas de color ofrecen sus sonrisas maravillosas. El amor que tienen por los tintes las impulsa a pintarse como las blancas. Para ellas, el azul y el rimmel, son ¡ay! vedados, pero el rouge ilumina sus mejillas, donde adquiere reflejos extraños que evocan los de algunas flores en el crepúsculo.
Por la tarde fuimos a visitar un ingenio
azucarero y el caserío que lo circundaba. Por doquiera los habitantes, llenos
de gentileza, nos convidaban a entrar en sus casas. Una función había sido
organizada en la escuela. En una amplia estancia, niños blancos y negros,
sentados en círculo, como cuentas multicolores de un collar, admiraban con gran
dignidad aquellos de sus camaradas que cantaban o bailaban. El público estaba a
escala de los actores, y parecíamos unos intrusos en ese mundo de chicos.
Matanzas, pequeño puerto de mar, se extiende
semi-circularmente a lo largo de una bahía. Descubrimos el panorama desde una colina
coronada por una vieja capilla española. Al atardecer tuvimos que apresurarnos
a recorrer la ciudad, ya que debíamos abandonar la isla al día siguiente. En
las baldosas de una amplia plaza, en torno de un jardín, la vida española se
perpetuaba. A la puesta del sol, una multitud paseaba, para disfrutar del aire
fresco. Por grupos de cinco o seis las muchachas andaban a pasos ligeros, con
las horas del anochecer.
En Cuba, como en España y en los países del
Mediodía, la belleza de la mujer pertenece un poco a la mirada del transeúnte, como
la gracia de un paisaje o de una estatua. Disfrutamos de tal espectáculo en
nuestra última jornada cubana.... Lo encontramos inseparable de la naturaleza y
comprendimos que el encanto de esa tierra no existiría plenamente sin él.
(De
Le Gaulois.)
CUBA EN 1928.
Reminiscencias. Documentos, Informaciones, Gráficos, Artículos y Opiniones del
VII CONGRESO DE LA PRENSA LATINA. PARÍS, 1928.
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