Miguel de
Marcos
Acaso ustedes
hayan oído hablar de Carol Chernicupescu. Se trata de un joven músico de
Rumania. En un rostro infantil y mofletudo se le abren, para la melodía, para
los ensueños sonoros, para el estupor y el arte, unos claros ojos azules. Basta
contemplarlo, cuando se hunde en un sillón haciendo cabalgar una pierna sobre
otra, para comprender que es un pianista tentacular. En primer término es
políglota, o pogoloti, como dice un distinguido funcionario que ocupa una
cartera en el Gabinete. Pasa con seguridad y con aplomo del francés al inglés y
del ruso al español. En ciertos momentos, especialmente cuando está habitado y
poblado por el fantasma de la inspiración, pronuncia frases de su idioma
original que es el rumano. En una fiesta reciente donde tuve el gusto de
acompañarle, cuando se halló en presencia de prolijas bandejas de sandwichs y
de otras cosas honorables y sustantivas, a la hora de reclamar una reiteración
en su plato, se expresó en vascuence, en un vascuence transparente, fino,
arcangélico, que traduciría sin esfuerzo el excelente Jesús Azqueta. Dicho sea
en honor del pianista Chernicupescu: en la fiesta donde tuve el placer de
acompañarle se pasó gran parte de la noche en el comedor, hablando en
vascuence.
Nunca estuviera en Cuba. Ya en el aeropuerto
empezó a sentirse deslumbrado. Alguien, mientras Chernicupescu mostraba a la
Aduana las cavidades endógenas de su maleta, le habló del juramento de Grau en
el Cacahual. El joven músico en esta ocasión a pesar del poliglotismo, no habló
ni en inglés ni en rumano, ni siquiera en vascuence. Se le ensancharon los
claros ojos azules en el rostro infantil y soltó una carcajada. Durante cinco
minutos, aquel dulce local que tanto conozco, se llenó de risas.
Constatada la presencia de Carol Chernicupescu
en La Habana, se iniciaron los homenajes. De inmediato acudí junto al joven
músico. Lo interrogué:
-Dígame, querido Chernicupescu, ¿cómo se
portan sus dedos con Beethoven?
Sonrió tenuemente:
-Mal, sinceramente mal, estimado Pintueles.
Vengó de una “tournée” por los Estados Unidos. Di un concierto últimamente en
el anfiteatro de Boston, al aire libre. Usted conoce el anfiteatro de Boston.
Aquello es frío, de un frío polar. Se me entumecieron los dedos cuando extraía
a Beethoven del teclado sonoro. Por un momento, sospeché que no estaba en
Boston, sino en la expedición que realiza el almirante Byrd en el Antártico.
Mire usted estos dedos que habrán de disolverse en la madre tierra. Mire usted
estas coyunturas: ajadas, reumatismales, necroquevilladas. Tengo la seguridad
que con estas coyunturas habría de patinar sobre Beethoven.
-Caramba, Cherni, mal negocio. Estoy
comisionado para timonearlo hacia una residencia donde habría de ofrecer usted
las primicias de su arte. Habrá buffet.
Pero, después, o “dimpué”, como dice una de las grandes figuras de la patria,
habrá un poco de música.
Chernicupescu se retorció los dedos
quebrantados. Ofrecía señales evidentes de angustia y desesperación, y replicó:
-Una tragedia, una verdadera tragedia. No
estoy en dedo, quiero decir, no estoy en coyuntura. Estragaría los “largheto”,
echaría a perder los “molto allegro”.
Comprendí perfectamente esos vocablos en
vascuence, y, a mi vez, para darle una réplica adecuada, me hundí en la
desesperación. Volví a los pocos días. Le pregunté cómo se portaban sus dedos,
como andaban sus yemas quíntuples y sus coyunturas mordidas por el frío de
Boston.
-Mejoran, me respondió. Este prodigioso
invierno de La Habana que lo obliga a uno a circular en guayabera y sin
camiseta me ha hecho mucho bien. Recupero las coyunturas. Se me flexibilizan
los metacarpos. Tengo las yemas dúctiles y flexibles. ¿Me dijo usted que habría
buffet?
-Se lo ratifico, querido Cherni.
-Pues andando
No es preciso decirlo: Carol Chernicupescu
hizo una impresión formidable en la casa donde lo conduje. Sobre todo la
impresión que hizo en el buffet fue
apocalíptica. El dueño de la casa en una pausa, se acercó a mí y me dijo:
-Oiga, Pintueles, ese Cherni es devastador.
Debió usted avisarme para reforzar el renglón de las golosinas.
Pasaron dos horas. No había manera de
desglosar a Chernicupescu del comedor. Se nombró una comisión encargada de
extraerle del local. Rechazó dos intentonas. Al fin, excavado, extirpado, fue
conducido al piano. Se sentó. Meditó ante el teclado. Se hundió en un silencio
para atrapar la inspiración. Una señora, toda melódica,
imploró:
-Cherni por favor la
Sonata del Claro de Luna. Una dosis de Beethoven por favor, Cherni, para hacer
la digestión.
Chernicupescu, en un español perfecto, sin
acento, replicó:
Señora, no estoy en dedo, no estoy en
coyuntura. Mire estas coyunturas que se disolverán en la tierra.
Y de repente, con un brío espléndido, atacó
los primeros compases de “La vaca lechera”. Chernicupesco, en su carrera de
artista, ha escuchado ovaciones. Pero como la de esa noche, ninguna.
Diario
de la Marina,
sábado 18 de enero de 1947, p. 4.
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