Pedro Marqués de Armas
A Raymond Queneau le
rechazaron por demasiado loco su libro sobre los “locos literarios”, que
concluyera en 1934. Un estudio sobre autores paranoicos empeñados en
producciones tan encopetadas como el origen del mundo, la cuadratura del
círculo, o la creación de lenguas originales. El libro no se publicó en Francia
hasta el 2002, si bien algunos fragmentos se conocían por formar parte de su
flaubertiana novela Les Enfants du Limon (1938).
En castellano aparecería en 2005 bajo el título En los confines de las tinieblas, en otra excelente entrega de la
Asociación Española de Neuropsiquiatría.
Según Queneau, rasgos
comunes a estos “heteróclitos”, como también les llamó, eran la extravagancia
de los argumentos, lo flagrante de los errores, el carácter indiscutible de las
tesis, el valor nulo respecto a los conocimientos de la época, y el trasfondo
más que nada autobiográfico de sus escritos: por lo general libros de memorias
y folletos científicos que el autor de Ejercicios
de Estilo fue pescando, casi durante una década, en las colecciones más
insólitas.
Aunque semejante proyecto
contaba con antecedentes, desde Algunos libros excéntricos (1835)
de Charles Nodier hasta Los locos literarios (1880) de Pierre-Gustav Brunet, entre otros, Queneau intentaba
una aproximación más dinámica, acogiéndose a sus lecturas psicoanalíticas: no
solo comprender la locura a través de los escritos en cuestión, sino también
distinguir, desde éstos, a los auténticos desquiciados de quienes simplemente
se embarcaban en profecías y fatuidades.
Muy cercano, entonces, a un
joven Lacan que ya había publicado su tesis de doctorado De la psicosis
paranoica en sus relaciones con la personalidad (1932), como también Escritos inspirados: Esquizografia (1931) –estudio en colaboración
con Lévy Valensi y M. Migault sobre las producciones psicóticas de la paciente Marcelle
C.- Queneau usaría con cautela los conceptos y las categorías analíticas, mostrando fragmentos extensos de aquellas obras delirantes, a fin de que éstas hablaran por sí mismas.
Se trata de
textos casi todos anteriores a un clásico del género: las Memorias de un enfermo nervioso, del Presidente Daniel Paul
Schreber, el jurista alemán del que Freud se valió para escribir su tesis sobre
la paranoia (la cual concibió, según confesara, tras leerse las primeras páginas), y donde Elías Canetti supo ver el carácter político de tales
construcciones.
Queneau dividió su estudio
en cuatro partes, según las temáticas generales que encontrara: el círculo,
el mundo, el lenguaje y el tiempo. En estos órdenes se insertan y reaniman las
elucubraciones de sus “locos literarios”.
A Jean Pierre Aimé Lucas,
matemático vinculado a la Academia de Ciencias de París, le tocó en suerte en
1775, tras años de forcejeos, recibir una inspiración del Altísimo por
medio de la cual pudo resolver “el magno problema”. Luego de reformar el
álgebra y la geometría, saltándose pruebas y demostraciones, descubrió un
método ideal: fruncir el ceño del modo más intenso posible hasta que fórmulas y
teoremas se animaran como encantamientos…
"Seguro de la victoria –concluye en unos de sus escritos- tomo sin
más demora mi título inmortal que nadie en este mundo puede negarme. El autor
de la cuadratura del círculo. Lucas".
No menos gracioso es el caso
del campesino Joseph Lacomme, al que se le revela, en 1836, la misma verdad.
Tras construir un pozo en su finca, se le ocurrió pavimentar el fondo y quiso
saber cuántos bloques de piedra eran necesarios. Acudió a un profesor de
matemática que le respondió por las claras: nadie había descubierto la relación
de la circunferencia con el diámetro. A partir de ese momento, se le metió en
la cabeza que debía descubrir lo que otros geómetras ignoraban. Después de
vender la casa y empeñar el resto de sus bienes, y en tanto aprendía a multiplicar
y dividir siguiendo un método propio,
se instaló en el fondo del pozo a fin tomar las medidas pertinentes.
En cuanto al sistema del
mundo, Queneau nos habla, entre otros, de Pierre Roux, quien estableció una
concepción del acto sexual según la cual la Anunciación era el resultado de una
procreación fotográfica, instantánea, entre la Virgen y el Ángel Gabriel. La
visión de Roux era a la vez escatológica: atribuía al sol una condición
excrementicia y cavilaba acerca de cómo sus desechos, en forma de energía
solar, influían sobre los seres humanos (“esos pequeños soles ambulantes”).
Roux, que veía el universo como una planta de reciclaje, fusionó en el
neologismo scatotherme los dos
conceptos de que se valía: calor y mierda.
El lenguaje lo representa
mejor que ninguno otro el lingüista Jean-Pierre Brisset, de grata memoria entre los
surrealistas, y a quien Foucault dedica un magistral ensayo. Brisset, autor de La gramática lógica, estaba convencido
de que el Señor le había comunicado una lengua particular: sus herméticos y
divertidos retruécanos y juegos de palabra, esmerado código hecho para
confundir a sus rivales e incluso a Dios mismo. También escribió el folleto La natación o el arte de nadar aprendido sin maestro en una hora, ya traducido al español en 1880 y donde patenta un "cinturón-calzoncillo aerífero de doble reserva compensatoria". Brisset acabaría por demostrar, tras el examen de ciertas homofonías caprichosamente saltarinas que descompuso hasta sus mínimos elementos, que el homo sapiens desciende de las ranas.
Otro gran filólogo fue
Paulin Gagne, quien además de escribir el poema de 3000 versos Le suicide, creó el monopangloto,
idioma que entrevera más de veinte lenguas distintas y en el que estuvo
trabajando casi veinte años. El fracaso no lo desanimó, pues volvería a la carga
con la filantropofagia, cuyo
presupuesto era la solidaridad caníbal: comerse a los ancianos para mitigar el
hambre y aliviar de paso la suerte de aquellos.
En la cuarta y última parte, el tiempo, asoman utopistas y mesiánicos. Ejemplos por excelencia
serían M. Monfray, autor de unas Memorias
que comienzan así: "Y yo Monfray el verbo encarnado"; y J. J.B
Charbonnel, quien en su Historia de un
loco que se ha curado dos veces a pesar de los médicos y una tercera vez sin
ellos, interpelaba a los Doctores con estas sabias pregunticas: "¿Qué
pueden los tesoros de la ciencia sobre una carne sin vida? ¿No es preciso que
el espíritu del enfermo ayude a la ciencia?"
Tanto Gallimard como Denöel
rechazaron el libro por desordenado y farragoso, aunque también, un tanto, por
las inevitables sospechas en cuestiones de locuras y de locos nada egregios que
tan poco aportaban a esa otra faz siempre esperable en estos casos: la
genialidad.
El propio Queneau comentaría
en sus Diarios, tal vez a modo de consuelo, que tan oneroso trabajo
le había servido para calibrar su propia "inadaptación" a la
sociedad. Por suerte, el mejor Queneau estaba por despuntar, tal vez como
irónica entelequia de aquel montón de desatinos.
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