Severo Sarduy
No las redes vacías
sino el soporte de las formas todas:
quisiste el amor -la disolución-,
el cuerpo del Diamante.
No supiste lo que pedías,
en qué ceremonia te adentrabas:
invocaste, exigiste
-los maestros quisieron disuadirte-,
dejaste de beber y de comer
hasta que, claro, algo se apoderó de ti.
Tuviste convulsiones,
rodaste al suelo, como derribado por un veneno;
haz de gestos desacordes tu cuerpo se te
escapaba
dabas volteretas,
tocabas un sitar que nadie veía.
¿Qué bailabas?
¿A quién te dirigías,
mímica desunida, ademanes dispersos?
¿Qué demonios encarnabas de una ópera afásica?
Fuiste insensible al dolor, a la presencia humana.
Te arrastraste sobre hojas de acero al rojo vivo.
Te cercenaste la piel con ellas,
y luego,
para que nunca pudieras repetir lo que habías
visto,
tú mismo te cortaste en cierzo la lengua
que arrojaste, en un chorro de sangre, entre las
brasas.
Las cenizas fueron recogidas.
Con ceniza de pétalos y miel las bebimos.
Ahora, lelo y mudo,
en tu limbo
-el amor intolerable-,
en un santuario te mantienen, monstruo de
interés público,
entre platillos de incienso, molinos de plegaria,
bull-dogs de porcelana roja y grandes gongs de
oro
que los servidores golpean a tu paso.
A diario alimentadas con torcazas
-a diario alimentadas con mariposas-
a diario bañadas
y secadas en escaleras según su rango
duermen en las volutas de los altares
en las molduras de los muebles
en las gavetas y copas rituales
y anidan en tus mangas y sombreros
las mil serpientes prescritas
que resguardan tu estancia
-de noche las oyes anudándose,
buscando la humedad de los árboles-,
Allí estarás hasta la muerte
entre estatuas y estupas
-Dios es intolerable-.
Hasta la muerte a cuenta del Estado
-quizás el amor sea eso-.
Para algo tienen que servir los impuestos.
Tomado de COBRA, pp. 169-171. (Editorial EDHASA, 1981)
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