Pido perdón por utilizar un
lenguaje tan poco preciso, aparentemente, como el mío. Considerad que pretendo
definir una actitud moral y justificarla. Reconozco querer, sobre todo,
interpretarla y hacerlo en contra de vosotros. Pero vosotros mismos, ¿no
seríais los primeros en hablar de la «Potencia de las Tinieblas», del «oscuro
poder del Mal»? No teméis la metáfora cuando convence. Ahora bien, he
encontrado para ella un empleo más eficaz para hablar de esa parte nocturna del
hombre que no se puede explorar, donde no podemos inscribirnos a menos que nos
armemos, nos embadurnemos, nos embalsamemos y nos cubramos de todos los
ornamentos del lenguaje. Pero sobre todo cuando pretendemos realizar el Bien
—nótese que distingo muy rápidamente el Bien del Mal, pero que en realidad son
categorías que sólo vosotros podéis distinguir después; sin embargo, puesto que
me dirijo a vosotros, os concedo esta cortesía—, si pretendemos, decía,
realizar el Bien, sabemos hacia dónde nos dirigimos y qué es el Bien, y que la sanción
será beneficiosa. Cuando es el Mal, no sabemos todavía de lo que hablamos. Pero
sé que es el Único en poder suscitar en mi pluma un entusiasmo verbal, signo
aquí de la adhesión de mi corazón.
En efecto, no conozco otro criterio para
juzgar la belleza de un acto, de un objeto o de un ser, que el canto que
suscita en mí y que traduzco en palabras para comunicároslo: es el lirismo. Si
mi canto era bello, si os ha trastornado, ¿osaréis decir que aquello que lo ha
inspirado es vil? Podréis pretender que existen desde hace mucho tiempo
palabras encargadas de expresar las actitudes más soberbias, y que a ellas
recurro para que la más insignificante parezca soberbia. Puedo responder que mi
emoción exigía exactamente esas palabras y que éstas acuden de manera
completamente natural a servirla. Llamad entonces, si vuestra alma es mezquina,
inconsciencia al movimiento que lleva al niño de quince años al delito o al
crimen, yo le doy otro nombre. Porque se necesita una frescura altanera y una
hermosa osadía para oponerse a una sociedad tan fuerte, a las instituciones más
severas, a leyes protegidas por una policía cuya fuerza consiste tanto en el
miedo fabuloso, mitológico e informe que se instala en el alma de los niños,
como en su organización.
Lo que los conduce al crimen es el sentimiento
novelesco, es decir, la proyección de sí en la más magnífica, la más audaz, en
definitiva, la más peligrosa de las vidas. Yo traduzco para ellos, porque
tienen derecho a utilizar un lenguaje que los ayude a aventurarse... ¿Hacia
dónde creéis vosotros? No lo sé. Ellos tampoco lo saben, aunque sus
ensoñaciones se quieran precisas, pero es algún lugar fuera de vuestro alcance.
Y me pregunto si vosotros no los perseguís también por despecho, porque os
desprecian y os abandonan.
Para vosotros no preconizo nada. Desde que he
comenzado a hablar, no me dirijo a los educadores sino a los culpables. Para la
sociedad, en su favor, no quiero inventar otro dispositivo nuevo para que se
proteja. Confío en ella: sabrá bien, ella sola, guardarse del encantador peligro
que constituyen los niños criminales. Les hablo a ellos. Les pido que no se
ruboricen nunca por lo que hicieron, que conserven intacta la rebelión que los
ha hecho tan bellos. No hay remedio, espero, contra el heroísmo. Pero tened
cuidado, si de entre la gente de bien que me escucha, algunos aún no hubiesen
girado el botón de su transistor, que sepan que tendrán que asumir hasta el
final la vergüenza, la infamia de ser almas bellas. Que juren ser cabrones
hasta el final. Serán crueles para agudizar aún más la crueldad con la que
resplandecerán los niños.
Quienquiera que a través de la dulzura o los privilegios
intente atenuar o abolir la rebelión, destruye para sí mismo todas las
posibilidades de salvación. Y nadie puede perdonar el crimen, si no es primero
culpable y condenado.
Este tipo de aforismos parece surgir suscitado por el
lirismo del que hablaba hace un momento. Os lo concedo. Para enunciarlos no me apoyo
más que en una única autoridad: el dolor que sentiría al proponeros sus
contrarios. Pero vosotros mismos, ¿sobre qué
hacéis reposar vuestras reglas morales? Soportad entonces que un poeta, que es
también un enemigo, os hable como poeta, y como enemigo.
El único medio del que
dispondrán las personas mayores, las gentes honradas, para salvaguardar cierta
belleza moral, será el de denegar cualquier piedad a los niños que la han despreciado.
Porque no crean, señores, señoras, señoritas, que bastaba con inclinarse con solicitud,
indulgencia y un interés comprensivo hacia el niño criminal para tener derecho
a su afecto y su gratitud: sería preciso que fueseis ese niño, que, vosotros también,
fueseis el crimen y lo santificaseis con una vida magnífica, es decir, con la
audacia de romper con la omnipotencia del mundo. Porque nos dividimos —desde
que nosotros lo quisimos, desde que osamos esa ruptura— entre no culpables (no digo
inocentes), entre no culpables como lo sois vosotros, y los culpables que somos
nosotros: sabed que toda vuestra vida os conducía de ese lado de la barrera
desde el que ahora creéis poder, sin peligro y para vuestra comodidad moral, tendernos
una mano compasiva. Por lo que a mí respecta, he elegido: estaré del lado del
crimen. Y ayudaré a los niños, no a volver a vuestras casas, vuestras fábricas,
vuestros colegios, vuestras leyes y vuestros sacramentos, sino a violarlos.
Pero, ¡ay!, temo no poseer ya las mismas virtudes, puesto que, por lo que no es
tan sólo un error de los organizadores de esta charla, se me ha concedido con
demasiada facilidad hablar en la Radio.
Los periódicos exhiben aún
fotografías de cadáveres rebosando de los silos o tapizando los valles, atrapados
en las espinas de las alambradas, en los hornos crematorios; exhiben uñas arrancadas,
pieles tatuadas, curtidas para hacer pantallas de lámparas: son los crímenes
hitlerianos. Pero nadie ha caído en la cuenta de que desde siempre en las
cárceles de niños, en los presidios de Francia, hay torturadores que martirizan
a niños y hombres. No es importante saber si unos son inocentes y los otros
culpables con respecto a una justicia más que humana o solamente humana. A ojos
de los alemanes, los franceses eran culpables. Nos han maltratado tanto en la
cárcel, y con tanta cobardía, que os envidio en vuestras torturas.
Porque es parecido y mejor que lo
nuestro. Por efecto del calor la planta se ha desarrollado. Puesto que fue
sembrada por los burgueses que construyeron las cárceles de piedra, con sus guardianes
de la carne y del espíritu, ahora me regocijo al ver al sembrador finalmente
devorado. Esas buenas gentes aplaudían, ésos que ahora son un nombre dorado
sobre el mármol, cuando desfilábamos con las manos esposadas y cuando un
policía nos pegaba en el costado. Un solo toque de sus gendarmes fue vivificado
por la sangre hirviendo de los héroes del Norte, se ha desarrollado hasta
convertirse en una planta de una belleza, un tacto y una destreza maravillosos,
una rosa, cuyos pétalos torcidos, levantados, mostrando el rojo y el rosa bajo
un sol infernal reciben nombres terribles: Majdanek, Belsen, Auschwitz,
Mauthausen, Dora. Me quito el sombrero. Pero seguiremos constituyendo vuestro
remordimiento. Y sin ninguna otra razón que la de embellecer más aún nuestra
aventura, porque sabemos que su belleza depende de la distancia que nos separe
de vosotros, porque donde atracamos, lo sé, las orillas no son diferentes, pero,
sobre vuestras playas bien afianzadas, os distinguimos, pequeños, endebles, coléricos,
adivinarnos vuestra impotencia y vuestras bendiciones. Por otra parte,
regocijaos.
Si los malvados, los crueles, representan la
fuerza contra la cual lucháis, nosotros queremos ser esa fuerza del mal. Seremos
la materia que resiste y sin la cual no habría artistas. Palabrería romántica,
decís. Ahora bien, yo sé que la moral en nombre de la cual perseguís a los
niños no la aplicáis en absoluto. No os lo reprocho. Vuestro mérito consiste en
profesar unos principios que tienden a dirigir vuestra vida. Pero tenéis
demasiada poca fuerza para entregaros enteramente a la virtud, o enteramente al
Mal. Predicáis una y condenáis el otro, del cual, sin embargo, os aprovecháis.
Reconozco vuestro sentido práctico. Pero, ¡ay!, no puedo cantarlo. ¡Acusadme de
lirismo! Pero, si ocurre que uno de vuestros jueces, un secretario del tribunal
o un director de cárcel en mi pecho hace despuntar y elevarse un canto, seréis
los primeros a quienes avisaré.
Vuestra literatura, vuestras bellas artes,
vuestros divertimentos de después de cenar celebran el crimen. El talento de
vuestros poetas ha glorificado al criminal al que odiáis en vida. Soportad que,
por nuestra parte, despreciemos a vuestros poetas y vuestros artistas. Hoy podemos
decir que necesita una extraña presunción el actor de teatro que ose fingir en escena
un asesinato, cuando cada día hay niños y hombres cuyo crimen, si bien no
siempre los conduce a la muerte, los carga con vuestro desprecio o con vuestro
delicioso perdón. Cada criminal debe apañárselas con su acto. Es incluso necesario
que extraiga de él los recursos mismos para su vida moral, que organice esta
última alrededor de sí mismo, que obtenga de ella lo que la vuestra le niega.
Para sí —y tan sólo para sí y por un tiempo muy breve, porque tenéis el poder
de cortarle la cabeza— se convierte en un héroe tan bello como aquéllos que os conmueven
en vuestros libros. Si vive, para continuar viviendo consigo mismo le hace
falta más talento que al poeta más excepcional. No obstante, los héroes de
vuestros libros, de vuestras tragedias, de vuestros poemas, de vuestros cuadros
están henchidos, continúan siendo el adorno de vuestra vida cuando despreciáis a
sus infelices modelos. Hacéis bien: ellos desprecian vuestra mano tendida.
Aquéllos
que me escuchan, si vieron la película Sciusciá, se emocionaron ante el juego delicado
del sentimiento de los niños unidos el uno al otro por el más sutil amor.
Admiraron la aventura que no osaron vivir, pero ninguno imaginará que existen
esos encantadores héroes en la vida real. Que roben verdaderos billetes a
padres verdaderos. Sin duda, aquello que llamamos el talento de los comediantes
nos ha permitido unas imágenes tan bellas; sin embargo, los que fueron sus
modelos más o menos exactos han sufrido realmente, han sangrado, han llorado
(aunque esto más excepcionalmente) y la gloria del mundo les ha sido negada. Así pues, soportáis el heroísmo
cuando está domesticado (señalo de pasada que vuestros encantadores, vuestros
artistas, lo domestican para vosotros, y que, sin embargo, ellos ya lo abordan de
lejos). No conocéis el heroísmo en su verdadera naturaleza carnal, y que
también se sufre en el mismo nivel cotidiano que el vuestro. La verdadera
grandeza os roza. No la conocéis y preferís su fingimiento.
Ahora bien, si hay
niños que tienen la audacia de deciros que no, castigadlos. Sed duros, para que
no se aprovechen de vosotros. Pero hace tiempo que hacéis trampa. En vuestros Tribunales,
en vuestras Audiencias, no respetáis ya la ceremonia del ritual —no porque la
hayáis reemplazado por una crueldad más íntima, una crueldad trajeada, si puedo
decirlo así—, sino que, por un grave abandono, venís a la sala de audiencias
con una toga remendada cuyo forro no es siquiera de seda, sino de rayón o de
lustrina. Aplicaréis entonces todas las reglas del código; para empezar, las
más formalistas. El niño criminal ya no cree en vuestra dignidad, porque se ha
dado cuenta de que estaba hecha de un cordón desteñido, de un galón descosido,
de un forro raído. El lucro, el polvo y la pobreza de vuestras sesiones le
desconsuelan. Está a punto de ofreceros un poco de la majestuosidad que él sabe
obtener de una sesión más solemne donde comparece en secreto, mientras que ante
sus ojos continuáis vuestro infantil simulacro. La familiaridad casi os
llevaría a golpearlo en la mejilla, a cogerle el mentón, si no temieseis que se
os acusara, no de indulgencia paternal, sino de abominables sentimientos.
Pero bromeo, ¿no?, y mi humor os
resulta pesado. Estáis convencidos de que salvaréis a esos niños.
Afortunadamente, a la belleza de los gamberros adultos que ellos admiran, a los
orgullosos asesinos, no podréis oponer más que vigilantes ridículos, embutidos
en un uniforme mal cortado y mal llevado. Ninguno de vuestros funcionarios podrá ganarse a los
niños y hacer que triunfen en una aventura que ellos mismos han comenzado. Nada
podrá reemplazar a la seducción de aquéllos que quebrantan la ley. Porque el
acto criminal tiene más importancia que cualquier otro, pues es aquél por el
cual alguien se opone a una fuerza tan grande, moral y física.
También vosotros creéis en la
belleza de Vacher, en la de Weidmann, en la de Ange SoleiT. Me revelo contra la
afirmación de que «...había en ellos posibilidades maravillosas de las que se
hubiese podido sacar partido...». He aquí un lenguaje que sólo vosotros podéis
proferir, es el de la Sociedad, pero os encontraríais en un apuro si os
interrogase con rigor. Ellos han extraído de sí mismos las más maravillosas
posibilidades.
Todavía podéis, si no los conquistáis con vuestras dulzuras,
curar a estos niños, porque disponéis de psiquiatras. En relación a estos
últimos, bastaría con plantear algunas preguntas sencillas y cien veces
planteadas. Si su función consiste en modificar el comportamiento moral de los
niños, ¿eso sería para conducirlos a qué moral? ¿Se trataría de aquélla que se
enseña en los manuales escolares? Pero el hombre sabio no se atrevería a
tomarla en serio. ¿Se trataría de una moral particular elaborada por cada
médico? ¿De dónde saca éste su autoridad? De nada sirven estas preguntas, serán
eludidas. Sé que se trata de la moral corriente, y que el psiquiatra se zafa
dando a los niños el bello nombre de inadaptados. ¿Cómo podría responder?
A vuestras artimañas siempre
opondré mi astucia. Hoy, ya que le está permitido por no sé qué error, a un
poeta que fue de los suyos hablar por este micrófono, quiero dedicar de nuevo mi
ternura a esos chavales sin piedad. No me hago ilusiones. Hablo en la oscuridad
y en el vacío, pero, aunque sea tan sólo para mí, quiero otra vez insultar a
los que insultan.
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