Hubert Lauvergne
Ciertos espíritus fuertes, que blasfeman de Dios y de la inmortalidad del alma, no están acometidos de la manía del suicidio hasta que los sentidos cansados Ies demuestran la muerte material de una función por la cual amaban la vida: en unos es el estómago que no digiere, en otros es una adorada muger en cuya presencia se sienten impotentes; y los hay que se abandonan a un pensamiento de muerte por motivos de la menor importancia: y cuando se imagina que semejantes resoluciones germinan en cerebros que han profundizado el suelo de la ciencia, preguntan con terror lo que se debe creer y adorar; en una palabra, si, la sencilla fe en su curato que prolonga la existencia mas allá de la tumba, no vale más que esa piedra de la filosofía y del orgullo que no se puede encontrar.
Mr. ***, hombre sabio y que no llegaba a los veinte y ocho años, no creía ya en las supersticiones de la Iglesia y se llamaba filósofo: se consideraría feliz si pudiera estar siempre a la altura de su pasión en los brazos de su querida, y si encontrase siempre buen tabaco: estábamos entonces en guerra con todas las naciones, y no podíamos entrar en la Habana: sale de su casa un día por la mañana desesperado de su impotencia, y no teniendo más tabaco que el que encerraba su pipa, fuma y se encamina a la cima de una montaña; arroja la última bocanada de humo, que es para él el fin del mundo: acércase a un precipicio de doscientos pies de profundidad, le examina con sangre fría, espera, unos cuantos minutos, siente su última emoción, y entonces, lleno de regocijo y con los brazos abiertos, arrójase en el abismo detrás de la pipa que le precede y va a encontrar la muerte en la punta de una roca. Tal es el suicidio tan común en la escuela filosófica, donde los que tienen la desgracia de creer en la nada, llegan prematuramente a su fin por caminos indignos de la naturaleza humana, y que la humillan a la condición de los brutos, pero estos viven sin la conciencia de un Dios, y este sentimiento innato, de un valor subyectivo, refractario al análisis y al raciocinio, es el insuperable espacio que separa para siempre al animal más elevado en el Orden de la creación del hombre más sencillo, que nunca cree morir.
Pero la historia de las causas del suicidio es inmensa, y en gran parte inédita. La primera de estas causas reside en la trasformación del nombre moral en esclavo de una pasión, de un pensamiento informe, de una palabra mal definida. Cada clase de la sociedad, alimenta y perpetúa en su seno los puñales y los venenos que deben arrojarles dramáticamente de la escena cuando llegue su hora: el pueblo sencillo se asombra de estos sacrificios humanos, que los más felices en apariencia, deben a la consagración del verdadero principio, de que la verdadera felicidad no está en este mundo: lo que más ignora el pueblo que trabaja y cree, es que es él solo envidiado de los grandes de la tierra cuando su corazón engendra esos pensamientos de muerte: verdad es que la felicidad no tiene muestra, y aquel a quien se juzga que en el fondo de su alma es feliz y está resignado a su suerte, quizá sea más digno de compasión que el zapatero de viejo en su portal: las pasiones que tenemos para sentir alguna vez la vida deleitosa y adicta a la muerte, son frecuentemente furias que se apoderan de nosotros y nos arrastran al precipicio.
Agonía y muerte en todas las clases sociales, Madrid, 1845.
Ciertos espíritus fuertes, que blasfeman de Dios y de la inmortalidad del alma, no están acometidos de la manía del suicidio hasta que los sentidos cansados Ies demuestran la muerte material de una función por la cual amaban la vida: en unos es el estómago que no digiere, en otros es una adorada muger en cuya presencia se sienten impotentes; y los hay que se abandonan a un pensamiento de muerte por motivos de la menor importancia: y cuando se imagina que semejantes resoluciones germinan en cerebros que han profundizado el suelo de la ciencia, preguntan con terror lo que se debe creer y adorar; en una palabra, si, la sencilla fe en su curato que prolonga la existencia mas allá de la tumba, no vale más que esa piedra de la filosofía y del orgullo que no se puede encontrar.
Mr. ***, hombre sabio y que no llegaba a los veinte y ocho años, no creía ya en las supersticiones de la Iglesia y se llamaba filósofo: se consideraría feliz si pudiera estar siempre a la altura de su pasión en los brazos de su querida, y si encontrase siempre buen tabaco: estábamos entonces en guerra con todas las naciones, y no podíamos entrar en la Habana: sale de su casa un día por la mañana desesperado de su impotencia, y no teniendo más tabaco que el que encerraba su pipa, fuma y se encamina a la cima de una montaña; arroja la última bocanada de humo, que es para él el fin del mundo: acércase a un precipicio de doscientos pies de profundidad, le examina con sangre fría, espera, unos cuantos minutos, siente su última emoción, y entonces, lleno de regocijo y con los brazos abiertos, arrójase en el abismo detrás de la pipa que le precede y va a encontrar la muerte en la punta de una roca. Tal es el suicidio tan común en la escuela filosófica, donde los que tienen la desgracia de creer en la nada, llegan prematuramente a su fin por caminos indignos de la naturaleza humana, y que la humillan a la condición de los brutos, pero estos viven sin la conciencia de un Dios, y este sentimiento innato, de un valor subyectivo, refractario al análisis y al raciocinio, es el insuperable espacio que separa para siempre al animal más elevado en el Orden de la creación del hombre más sencillo, que nunca cree morir.
Pero la historia de las causas del suicidio es inmensa, y en gran parte inédita. La primera de estas causas reside en la trasformación del nombre moral en esclavo de una pasión, de un pensamiento informe, de una palabra mal definida. Cada clase de la sociedad, alimenta y perpetúa en su seno los puñales y los venenos que deben arrojarles dramáticamente de la escena cuando llegue su hora: el pueblo sencillo se asombra de estos sacrificios humanos, que los más felices en apariencia, deben a la consagración del verdadero principio, de que la verdadera felicidad no está en este mundo: lo que más ignora el pueblo que trabaja y cree, es que es él solo envidiado de los grandes de la tierra cuando su corazón engendra esos pensamientos de muerte: verdad es que la felicidad no tiene muestra, y aquel a quien se juzga que en el fondo de su alma es feliz y está resignado a su suerte, quizá sea más digno de compasión que el zapatero de viejo en su portal: las pasiones que tenemos para sentir alguna vez la vida deleitosa y adicta a la muerte, son frecuentemente furias que se apoderan de nosotros y nos arrastran al precipicio.
Agonía y muerte en todas las clases sociales, Madrid, 1845.
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