La
Radio Nacional francesa me había ofrecido una de las emisiones que denomina
«Carta blanca». La acepté para hablar de la Infancia criminal. Mi texto,
aceptado en un primer momento por Fernand Pouey, acaba de ser
rechazado. En lugar de orgullo siento algo de vergüenza. Me hubiese gustado hacer
escuchar la voz del criminal. Y no su queja, sino su canto glorioso. Un deseo
vano de ser sincero me lo impide, pero no tanto de ser sincero por la exactitud
de los hechos sino por obediencia a los acentos algo roncos que eran los únicos
que
podían
expresar mi emoción, mi verdad, la emoción y la verdad de mis amigos.
En su momento los periódicos se sorprendieron de
que un teatro estuviese a disposición de un ladrón... y de un homosexual. Por lo
tanto, no puedo hablar delante del micrófono nacional. Repito que me
avergüenzo. Sin embargo me hubiese quedado en la noche pero al borde del día, y
doy marcha atrás en las tinieblas, de las cuales hice tantos esfuerzos por
alejarme.
El discurso que van a leer fue escrito para
ser oído. Sin embargo lo publico, aunque sin esperanzas de que lo lean aquéllos
a quienes amo. En la Radio, hubiese hecho que lo precediera un interrogatorio —dirigido
por mí— a un magistrado, al director de un centro penitenciaría, a un
psiquiatra oficial. Todos se negaron a responderme.
J. G
QUE SE
COMPRENDA BIEN y que se perdone mi emoción cuando tengo que exponer una
aventura que fue también la mía. Al misterio que constituís vosotros debo
oponer, y desvelar, el misterio de las cárceles de niños. Esparcidos por la
campiña francesa, a menudo la más elegante, hay varios lugares que no dejan de
fascinarme. Son los correccionales de menores cuyo nombre oficial, y demasiado
educado, es ahora: «Patronato de rehabilitación moral, Centro de reeducación,
Reformatorio de la infancia delincuente, etc.» El cambio de nombre es ya un signo.
La expresión «Correccional» y a veces «Centro penitenciario», convertida en una
especie de nombre propio, o que, de manera más exacta todavía, designaba un lugar
ideal y cruel situado muy profundamente en el corazón del niño, tenía una
violencia que los educadores han intentado debilitar. No obstante, así lo
espero, los niños, secretamente, a pesar de estos tiempos reveladores de una
higiene bastante necia, reconocen la llamada de la Penitenciaría o de la
Cárcel. Pero ahora se sitúan antes en una región moral que en un punto preciso
del espacio. Era estúpido atacar el nombre creyendo que así cambiaría la idea de
la cosa nombrada, porque esa cosa está, si me atrevo a decirlo, viva, porque se
construye por medio del único movimiento, por medio del único ir y venir del
elemento más creador: los niños delincuentes. O criminales.
Quiero decir todavía que ese lugar del mundo que
lleva uno de los nombres citados más arriba tiene su reflejo, mejor, su imagen,
su hogar, en el alma de los niños. Volveré a esta idea enseguida. Saint-Maurice,
Saint Hilaire, Belle-Isle, Eysse, Aniane, Montesson, Mettray, he aquí algunos de
los nombres que tal vez no signifiquen nada para vosotros. En la mente de cada
niño que acaba de cometer un delito o un crimen, son la proyección, durante un
tiempo definitivo, de su destino.
«Estoy condenado hasta los veintiuno», dicen. Cometen
un error (voluntariamente), porque el veredicto del tribunal que los juzga es
el siguiente: «Absuelto por haber actuado sin discernimiento, y confiado hasta
la mayoría de edad al patronato de rehabilitación...». Pero el joven criminal rechaza
ya la comprensión indulgente, y la solicitud, de una sociedad contra la
cual acaba de sublevarse al cometer su primer delito. Por haber
adquirido, a los 15 o 16 años, una mayoría de edad que la gente de bien no
tendrá todavía a los 60, desprecia su bondad. Exige que su castigo se lleve a
cabo sin dulzura. Exige, para empezar, que los términos que lo definen sean el
signo de una crueldad superior. Sólo con una suerte de vergüenza admite el niño
que acaban de absolverlo o que se le condena a una pena leve. Desea el rigor. Lo
exige. En sí mismo alimenta el sueño según el cual la forma que tome la pena
será un infierno terrible, y el correccional será un lugar del mundo del que no
se regresa nunca. Efectivamente, no se regresaba nunca. Al salir se era otro.
Se acababa de atravesar una hoguera. Y los nombres que he citado hace un
instante no son cualquier cosa: están cargados de un sentido, de un peso
aterrador que los niños exageran aún más. Ahora bien, esos nombres serán la
prueba de su violencia, su fuerza y su virilidad. Porque eso es exactamente lo
que los niños quieren conquistar. Exigen que la prueba sea terrible. Quizá para
extenuar una necesidad impaciente de heroísmo.
Mettray, en mi juventud, era uno de los
nombres más prestigiosos: bajo las directrices de un generoso imbécil, Mettray
ha desaparecido. Hoy es una colonia agrícola, creo. En otros tiempos era un
lugar severo. Tan pronto como llegaba a esa fortaleza de laureles y de flores —
porque Mettray no estaba cercada por murallas—, el joven forajido, que llevaba
desde ese instante el nombre de colono, era el objeto de miles de cuidados
destinados a probarle su éxito criminal. Se le encerraba en una celda pintada enteramente
(incluido el techo) de negro. A continuación, se le vestía con un traje célebre
en la región porque evocaba el espanto y la ignominia. A continuación, y en el curso
de su estancia, el colono descubría otras pruebas: las trifulcas, a veces
mortales, que los boquis (1) no interrumpían, la hamaca de los dormitorios, los
silencios durante el trabajo y las comidas, las oraciones ridículamente
pronunciadas, los castigos del cuartel, los zuecos, los pies despellejados, la
ronda al paso bajo el sol, la cantimplora de agua fría, etc. Conocíamos todo
esto en Mettray, a lo cual, como ecos que se responden, respondían el suplicio
del pozo en Belle-Isle, la fosa, la tumba, la cantimplora vacía, el cuartel, el
juego de los barriles y la sala de disciplina de las otras colonias.
Los colegios, las escuelas y los institutos
tienen su disciplina, que puede parecer igualmente severa y despiadada a los
seres de naturaleza sensible. A ello respondemos que el colegio no está hecho por
los niños: está hecho para ellos. En cuanto a los centros
penitenciarios, son absolutamente la proyección en el plano físico del deseo de
severidad escondido en el corazón de los jóvenes criminales. Las crueldades que
enumero no se las imputaría a los directores ni los guardianes de antaño: ellos
eran tan sólo los testigos atentos, también feroces, pero conscientes de su papel
de adversarios. Estas crueldades debían nacer y desarrollarse en el ardor de
los niños por el mal.
(El
mal: comprendemos esa voluntad, esa audacia para seguir un destino contrario a
todas las
reglas). El niño criminal es el que ha forzado una puerta que da a un lugar
prohibido. Quiere que esa puerta se abra sobre el más bello paisaje del mundo:
exige que la cárcel que merece sea feroz. Es decir, digna del esfuerzo diabólico
que le ha costado conquistarla (2), respondían el suplicio del pozo en
Belle-Isle, la fosa, la tumba, la cantimplora vacía, el cuartel, el juego de
los barriles y la sala de disciplina de las otras colonias.
Desde hace algunos años, los hombres de buena
voluntad intentan aportar benignidad a todo esto. Esperan —y a veces lo
consiguen— ganar almas para la sociedad. Hacernos, dicen, ir por el buen
camino. Afortunadamente, las reformas son superficiales. No alteran más que la
forma.
Pero,
¿qué han hecho? Al carcelero, le han puesto otro nombre: vigilante. También lo han
vestido con un uniforme que debe recordar menos al de los boquis de las
prisiones. Los han obligado a usar menos violencia física y menos insultos y
les han prohibido los golpes. En el interior de ese Patronato han suavizado la
disciplina. Han otorgado a aquéllos que ellos llaman los reeducados la
posibilidad de elegir un oficio. En el trabajo y en el juego, han consentido
más libertad. ¡Los niños pueden hablar entre ellos, abordar a los vigilantes y
al director! Se favorece el deporte. Los equipos de fútbol de Saint-Hilaire se
oponen a los de los pueblos vecinos y los jugadores a veces se desplazan solos
de una ciudad a otra. En el Patronato, se tolera la prensa. Una prensa, no obstante, escogida, depurada. Se ha mejorado la
comida. Se sirve chocolate el domingo por la mañana. Finalmente, medida que
debería culminar la eficacia de las reformas: el argot se ha prohibido. En
definitiva, se les concede a los jóvenes criminales una vida cercana a la vida
más banal. Se le llama rehabilitación. La sociedad pretende eliminar, o volver inofensivos,
los elementos que tienden a corromperla. Parece que quisiera disminuir la distancia
moral entre la falta y el castigo, o mejor, el paso de la falta a la idea de
castigo. Tal proyecto de castración es evidente. No me conmueve en absoluto. En
efecto, si los colonos de Saint-Hilaire o de Belle-Isle llevan una vida en
apariencia similar a la de un colegio de aprendices, no pueden no saber qué es
lo que los ha reunido aquí, en este lugar particular, y qué es el mal. Y por
ser mantenida en secreto, no proferida, esta razón inspira cada una de las intenciones
de cada uno de los niños. El argot habitual que les han prohibido, los colonos
lo han sustituido por otro, más sutil todavía y que, por un mecanismo que no
puedo explicar delante de este micro, se aproxima al argot de Mettray. En
Saint-Hilaire, uno de ellos, con el que me había familiarizado, me dijo un día:
contado que un compañero se había largado, he dicho que había dado una
espantada (3). Había soltado la palabra. Es la misma que nosotros empleábamos
en Mettray para hablar del niño que se evade, se larga, al que los lugareños van
a perseguir por los bosques como a una cierva. Yo estaba al corriente de un
lenguaje secreto, más sabio que aquél que se quería abolir, y me pregunto si no
servía para expresar sentimientos demasiado precavidamente escondidos. Los
educadores tienen la candidez de una salvadora de almas, y su buena voluntad.
El
director de uno de los Patronatos me enseñó en su oficina, un día, una panoplia
de la cual parecía orgulloso: una veintena de cuchillos retirados a los chicos.
—Señor Genet, me dijo, la Administración me
obliga a quitarles estos cuchillos. Y obedezco. Pero mírelos. ¿Le parece que
son peligrosos? Son de hojalata. ¡De hojalata! Con eso no se puede matar a
nadie.
¿Ignoraba que, al distanciarse más de su uso práctico,
el objeto se transforma, se convierte en un símbolo? Su forma cambia a veces:
se dice que se ha estilizado. Es entonces cuando actúa sordamente, cuando causa
estragos más terribles en el alma de los niños. Oculto en el camastro por la
noche, o escondido en el dobladillo de una chaqueta, o mejor aún, de un pantalón
—no por mayor comodidad sino para hermanarlo con el órgano del cual es el símbolo
profundo—, es el signo mismo del asesinato que el niño no cometerá de modo
efectivo, pero que fecundará sus sueños y los dirigirá, eso espero, hacia las
manifestaciones más criminales. ¿De qué sirve entonces retirárselo? El niño
elegirá otro objeto como signo del asesinato, de una apariencia más benigna, y,
si también se le arrebata, guardará en sí mismo, cuidadosamente, la imagen más
precisa del arma.
El mismo director me enseñó el equipo de scouts
que había formado para recompensar a los críos más dóciles. Vi entonces una
docena de chicos jóvenes, socarrones y feos, que habían caído en la trampa de
las buenas intenciones. Cantaron ridículas canciones de campamento que estaban
lejos de las endechas sentimentales u obscenas que se cantan durante la noche
en los dormitorios comunes y en las celdas. Al mirar a esos doce chavales, estaba
claro que ninguno de ellos había sido escogido, elegido, para compartir una
expedición audaz, aunque fuese solamente imaginaria. Pero en el interior
de los Centros Penitenciarios, y a pesar de los educadores, existían, lo sé,
grupos o, antes bien, bandas, cuyo vínculo, el pegamento que los aglutinaba,
era la amistad, la audacia, la astucia, la insolencia, el gusto por la holgazanería,
un aire sobre la frente a la vez sombrío y gozoso, el gusto por la aventura
contra las reglas del Bien.
Notas
Notas
(1)Nombre con el que se designa en argot a los funcionarios de prisiones.
(2)La expresión exacta utilizada por Genet es «Digne du mal qu'il s'est donné pour le conquerir». El autor juega aquí con el doble sentido de la palabra «mal» en francés, que en esta expresión significa generalmente «trabajo, esfuerzo». Ahora bien, Genet quiere también aludir al sentido de «mal», el Mal que el niño se ha dado a sí mismo, el Mal que ha elegido para sí. No se encuentra en castellano un equivalente que transmita con exactitud ese doble sentido (N. de la T.).
(3)Genet utiliza aquí el verbo se bicher, perteneciente al argot inventado en el seno del centro penitenciario en el que estuvo interno y que significaba «fugarse, escaparse». Dicho verbo está formado a partir de la palabra francesa biche: cierva, matiz importante para el párrafo que viene después. Al no existir equivalente en castellano, se ha decidido traducir el verbo en argot por dar una espantada por ser espantada la huida repentina de un animal (N. de la T.).
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