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martes, 26 de febrero de 2013

El niño criminal, Jean Genet (II)





 Pido perdón por utilizar un lenguaje tan poco preciso, aparentemente, como el mío. Considerad que pretendo definir una actitud moral y justificarla. Reconozco querer, sobre todo, interpretarla y hacerlo en contra de vosotros. Pero vosotros mismos, ¿no seríais los primeros en hablar de la «Potencia de las Tinieblas», del «oscuro poder del Mal»? No teméis la metáfora cuando convence. Ahora bien, he encontrado para ella un empleo más eficaz para hablar de esa parte nocturna del hombre que no se puede explorar, donde no podemos inscribirnos a menos que nos armemos, nos embadurnemos, nos embalsamemos y nos cubramos de todos los ornamentos del lenguaje. Pero sobre todo cuando pretendemos realizar el Bien —nótese que distingo muy rápidamente el Bien del Mal, pero que en realidad son categorías que sólo vosotros podéis distinguir después; sin embargo, puesto que me dirijo a vosotros, os concedo esta cortesía—, si pretendemos, decía, realizar el Bien, sabemos hacia dónde nos dirigimos y qué es el Bien, y que la sanción será beneficiosa. Cuando es el Mal, no sabemos todavía de lo que hablamos. Pero sé que es el Único en poder suscitar en mi pluma un entusiasmo verbal, signo aquí de la adhesión de mi corazón.
 En efecto, no conozco otro criterio para juzgar la belleza de un acto, de un objeto o de un ser, que el canto que suscita en mí y que traduzco en palabras para comunicároslo: es el lirismo. Si mi canto era bello, si os ha trastornado, ¿osaréis decir que aquello que lo ha inspirado es vil? Podréis pretender que existen desde hace mucho tiempo palabras encargadas de expresar las actitudes más soberbias, y que a ellas recurro para que la más insignificante parezca soberbia. Puedo responder que mi emoción exigía exactamente esas palabras y que éstas acuden de manera completamente natural a servirla. Llamad entonces, si vuestra alma es mezquina, inconsciencia al movimiento que lleva al niño de quince años al delito o al crimen, yo le doy otro nombre. Porque se necesita una frescura altanera y una hermosa osadía para oponerse a una sociedad tan fuerte, a las instituciones más severas, a leyes protegidas por una policía cuya fuerza consiste tanto en el miedo fabuloso, mitológico e informe que se instala en el alma de los niños, como en su organización.
 Lo que los conduce al crimen es el sentimiento novelesco, es decir, la proyección de sí en la más magnífica, la más audaz, en definitiva, la más peligrosa de las vidas. Yo traduzco para ellos, porque tienen derecho a utilizar un lenguaje que los ayude a aventurarse... ¿Hacia dónde creéis vosotros? No lo sé. Ellos tampoco lo saben, aunque sus ensoñaciones se quieran precisas, pero es algún lugar fuera de vuestro alcance. Y me pregunto si vosotros no los perseguís también por despecho, porque os desprecian y os abandonan.
 Para vosotros no preconizo nada. Desde que he comenzado a hablar, no me dirijo a los educadores sino a los culpables. Para la sociedad, en su favor, no quiero inventar otro dispositivo nuevo para que se proteja. Confío en ella: sabrá bien, ella sola, guardarse del encantador peligro que constituyen los niños criminales. Les hablo a ellos. Les pido que no se ruboricen nunca por lo que hicieron, que conserven intacta la rebelión que los ha hecho tan bellos. No hay remedio, espero, contra el heroísmo. Pero tened cuidado, si de entre la gente de bien que me escucha, algunos aún no hubiesen girado el botón de su transistor, que sepan que tendrán que asumir hasta el final la vergüenza, la infamia de ser almas bellas. Que juren ser cabrones hasta el final. Serán crueles para agudizar aún más la crueldad con la que resplandecerán los niños. 
 Quienquiera que a través de la dulzura o los privilegios intente atenuar o abolir la rebelión, destruye para sí mismo todas las posibilidades de salvación. Y nadie puede perdonar el crimen, si no es primero culpable y condenado. 
 Este tipo de aforismos parece surgir suscitado por el lirismo del que hablaba hace un momento. Os lo concedo. Para enunciarlos no me apoyo más que en una única autoridad: el dolor que sentiría al proponeros sus contrarios. Pero vosotros mismos, ¿sobre qué hacéis reposar vuestras reglas morales? Soportad entonces que un poeta, que es también un enemigo, os hable como poeta, y como enemigo. 
 El único medio del que dispondrán las personas mayores, las gentes honradas, para salvaguardar cierta belleza moral, será el de denegar cualquier piedad a los niños que la han despreciado. Porque no crean, señores, señoras, señoritas, que bastaba con inclinarse con solicitud, indulgencia y un interés comprensivo hacia el niño criminal para tener derecho a su afecto y su gratitud: sería preciso que fueseis ese niño, que, vosotros también, fueseis el crimen y lo santificaseis con una vida magnífica, es decir, con la audacia de romper con la omnipotencia del mundo. Porque nos dividimos —desde que nosotros lo quisimos, desde que osamos esa ruptura— entre no culpables (no digo inocentes), entre no culpables como lo sois vosotros, y los culpables que somos nosotros: sabed que toda vuestra vida os conducía de ese lado de la barrera desde el que ahora creéis poder, sin peligro y para vuestra comodidad moral, tendernos una mano compasiva. Por lo que a mí respecta, he elegido: estaré del lado del crimen. Y ayudaré a los niños, no a volver a vuestras casas, vuestras fábricas, vuestros colegios, vuestras leyes y vuestros sacramentos, sino a violarlos. Pero, ¡ay!, temo no poseer ya las mismas virtudes, puesto que, por lo que no es tan sólo un error de los organizadores de esta charla, se me ha concedido con demasiada facilidad hablar en la Radio.
 Los periódicos exhiben aún fotografías de cadáveres rebosando de los silos o tapizando los valles, atrapados en las espinas de las alambradas, en los hornos crematorios; exhiben uñas arrancadas, pieles tatuadas, curtidas para hacer pantallas de lámparas: son los crímenes hitlerianos. Pero nadie ha caído en la cuenta de que desde siempre en las cárceles de niños, en los presidios de Francia, hay torturadores que martirizan a niños y hombres. No es importante saber si unos son inocentes y los otros culpables con respecto a una justicia más que humana o solamente humana. A ojos de los alemanes, los franceses eran culpables. Nos han maltratado tanto en la cárcel, y con tanta cobardía, que os envidio en vuestras torturas.
 Porque es parecido y mejor que lo nuestro. Por efecto del calor la planta se ha desarrollado. Puesto que fue sembrada por los burgueses que construyeron las cárceles de piedra, con sus guardianes de la carne y del espíritu, ahora me regocijo al ver al sembrador finalmente devorado. Esas buenas gentes aplaudían, ésos que ahora son un nombre dorado sobre el mármol, cuando desfilábamos con las manos esposadas y cuando un policía nos pegaba en el costado. Un solo toque de sus gendarmes fue vivificado por la sangre hirviendo de los héroes del Norte, se ha desarrollado hasta convertirse en una planta de una belleza, un tacto y una destreza maravillosos, una rosa, cuyos pétalos torcidos, levantados, mostrando el rojo y el rosa bajo un sol infernal reciben nombres terribles: Majdanek, Belsen, Auschwitz, Mauthausen, Dora. Me quito el sombrero. Pero seguiremos constituyendo vuestro remordimiento. Y sin ninguna otra razón que la de embellecer más aún nuestra aventura, porque sabemos que su belleza depende de la distancia que nos separe de vosotros, porque donde atracamos, lo sé, las orillas no son diferentes, pero, sobre vuestras playas bien afianzadas, os distinguimos, pequeños, endebles, coléricos, adivinarnos vuestra impotencia y vuestras bendiciones. Por otra parte, regocijaos.
 Si los malvados, los crueles, representan la fuerza contra la cual lucháis, nosotros queremos ser esa fuerza del mal. Seremos la materia que resiste y sin la cual no habría artistas. Palabrería romántica, decís. Ahora bien, yo sé que la moral en nombre de la cual perseguís a los niños no la aplicáis en absoluto. No os lo reprocho. Vuestro mérito consiste en profesar unos principios que tienden a dirigir vuestra vida. Pero tenéis demasiada poca fuerza para entregaros enteramente a la virtud, o enteramente al Mal. Predicáis una y condenáis el otro, del cual, sin embargo, os aprovecháis. Reconozco vuestro sentido práctico. Pero, ¡ay!, no puedo cantarlo. ¡Acusadme de lirismo! Pero, si ocurre que uno de vuestros jueces, un secretario del tribunal o un director de cárcel en mi pecho hace despuntar y elevarse un canto, seréis los primeros a quienes avisaré.



 Vuestra literatura, vuestras bellas artes, vuestros divertimentos de después de cenar celebran el crimen. El talento de vuestros poetas ha glorificado al criminal al que odiáis en vida. Soportad que, por nuestra parte, despreciemos a vuestros poetas y vuestros artistas. Hoy podemos decir que necesita una extraña presunción el actor de teatro que ose fingir en escena un asesinato, cuando cada día hay niños y hombres cuyo crimen, si bien no siempre los conduce a la muerte, los carga con vuestro desprecio o con vuestro delicioso perdón. Cada criminal debe apañárselas con su acto. Es incluso necesario que extraiga de él los recursos mismos para su vida moral, que organice esta última alrededor de sí mismo, que obtenga de ella lo que la vuestra le niega. Para sí —y tan sólo para sí y por un tiempo muy breve, porque tenéis el poder de cortarle la cabeza— se convierte en un héroe tan bello como aquéllos que os conmueven en vuestros libros. Si vive, para continuar viviendo consigo mismo le hace falta más talento que al poeta más excepcional. No obstante, los héroes de vuestros libros, de vuestras tragedias, de vuestros poemas, de vuestros cuadros están henchidos, continúan siendo el adorno de vuestra vida cuando despreciáis a sus infelices modelos. Hacéis bien: ellos desprecian vuestra mano tendida. 
 Aquéllos que me escuchan, si vieron la película Sciusciá, se emocionaron ante el juego delicado del sentimiento de los niños unidos el uno al otro por el más sutil amor. Admiraron la aventura que no osaron vivir, pero ninguno imaginará que existen esos encantadores héroes en la vida real. Que roben verdaderos billetes a padres verdaderos. Sin duda, aquello que llamamos el talento de los comediantes nos ha permitido unas imágenes tan bellas; sin embargo, los que fueron sus modelos más o menos exactos han sufrido realmente, han sangrado, han llorado (aunque esto más excepcionalmente) y la gloria del mundo les ha sido negada. Así pues, soportáis el heroísmo cuando está domesticado (señalo de pasada que vuestros encantadores, vuestros artistas, lo domestican para vosotros, y que, sin embargo, ellos ya lo abordan de lejos). No conocéis el heroísmo en su verdadera naturaleza carnal, y que también se sufre en el mismo nivel cotidiano que el vuestro. La verdadera grandeza os roza. No la conocéis y preferís su fingimiento. 
 Ahora bien, si hay niños que tienen la audacia de deciros que no, castigadlos. Sed duros, para que no se aprovechen de vosotros. Pero hace tiempo que hacéis trampa. En vuestros Tribunales, en vuestras Audiencias, no respetáis ya la ceremonia del ritual —no porque la hayáis reemplazado por una crueldad más íntima, una crueldad trajeada, si puedo decirlo así—, sino que, por un grave abandono, venís a la sala de audiencias con una toga remendada cuyo forro no es siquiera de seda, sino de rayón o de lustrina. Aplicaréis entonces todas las reglas del código; para empezar, las más formalistas. El niño criminal ya no cree en vuestra dignidad, porque se ha dado cuenta de que estaba hecha de un cordón desteñido, de un galón descosido, de un forro raído. El lucro, el polvo y la pobreza de vuestras sesiones le desconsuelan. Está a punto de ofreceros un poco de la majestuosidad que él sabe obtener de una sesión más solemne donde comparece en secreto, mientras que ante sus ojos continuáis vuestro infantil simulacro. La familiaridad casi os llevaría a golpearlo en la mejilla, a cogerle el mentón, si no temieseis que se os acusara, no de indulgencia paternal, sino de abominables sentimientos.
 Pero bromeo, ¿no?, y mi humor os resulta pesado. Estáis convencidos de que salvaréis a esos niños. Afortunadamente, a la belleza de los gamberros adultos que ellos admiran, a los orgullosos asesinos, no podréis oponer más que vigilantes ridículos, embutidos en un uniforme mal cortado y mal llevado. Ninguno de vuestros funcionarios podrá ganarse a los niños y hacer que triunfen en una aventura que ellos mismos han comenzado. Nada podrá reemplazar a la seducción de aquéllos que quebrantan la ley. Porque el acto criminal tiene más importancia que cualquier otro, pues es aquél por el cual alguien se opone a una fuerza tan grande, moral y física. 
 También vosotros creéis en la belleza de Vacher, en la de Weidmann, en la de Ange SoleiT. Me revelo contra la afirmación de que «...había en ellos posibilidades maravillosas de las que se hubiese podido sacar partido...». He aquí un lenguaje que sólo vosotros podéis proferir, es el de la Sociedad, pero os encontraríais en un apuro si os interrogase con rigor. Ellos han extraído de sí mismos las más maravillosas posibilidades. 
 Todavía podéis, si no los conquistáis con vuestras dulzuras, curar a estos niños, porque disponéis de psiquiatras. En relación a estos últimos, bastaría con plantear algunas preguntas sencillas y cien veces planteadas. Si su función consiste en modificar el comportamiento moral de los niños, ¿eso sería para conducirlos a qué moral? ¿Se trataría de aquélla que se enseña en los manuales escolares? Pero el hombre sabio no se atrevería a tomarla en serio. ¿Se trataría de una moral particular elaborada por cada médico? ¿De dónde saca éste su autoridad? De nada sirven estas preguntas, serán eludidas. Sé que se trata de la moral corriente, y que el psiquiatra se zafa dando a los niños el bello nombre de inadaptados. ¿Cómo podría responder?
 A vuestras artimañas siempre opondré mi astucia. Hoy, ya que le está permitido por no sé qué error, a un poeta que fue de los suyos hablar por este micrófono, quiero dedicar de nuevo mi ternura a esos chavales sin piedad. No me hago ilusiones. Hablo en la oscuridad y en el vacío, pero, aunque sea tan sólo para mí, quiero otra vez insultar a los que insultan.

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