Alberto Insúa
Muchos de los
dolores que afligen a la humanidad son
previsibles y quizás evitables, pero otros hay, y son los más dramáticos, que
no pueden preverse y sobrecogen a los hombres en una lucha desigual con los elementos.
Son esas catástrofes que se originan en las entrañas ardientes del planeta o se
fraguan en las alturas de la atmósfera. A nosotros, los profanos —con la pequeñez
de nuestro ángulo visual, que se detiene en las lindes del misterio—esas mutaciones
del planeta nos parecen subitáneas, bruscas, azarosas, cuando, según los zahoríes
de la Ciencia, son grado o remate de una evolución geológica y están sometidas
a leyes que conocen los meteorólogos y los sismógrafos. Perfectamente.
Pero... he
aquí el aspecto trágico del asunto. ¿De qué sirve que un sabio japonés o
italiano profetice un terremoto, o que un meteorólogo de las Antillas anuncie,
varias horas antes la proximidad de un ciclón? De muy poco. La violencia del
meteoro y la resistencia de las cosas frente a su empuje continuarán siendo
inconmensurables, imposibles de medir por anticipado. Una demostración práctica
de este aserto nos la ofrece el recientísimo ciclón de Cuba. Desde el observatorio
del colegio de Nuestra Señora de Belén, de La Habana, el padre Gutiérrez Lanza,
de la Compañía de Jesús, estableció las posibles direcciones del ciclón, y el
día 19 de octubre, a las ocho de la noche, anunció la proximidad del meteoro
cuyo vórtice pasaría por La Habana, o muy cerca. Equivalía este anuncio a una
ruptura de hostilidades entre la Naturaleza y los hombres.
Como su
ilustre predecesor el padre Viñes, en otras ocasiones, el padre Gutiérrez Lanza
dio el alerta. Las Autoridades, la milicia, la marinería, la sanidad y la población
integra de la Habana se aprestaron a la lucha. Apuntaláronse algunos edificios,
buscaron los buques en el puerto los mejores refugios, desembarcaron en su mayoría
las tripulaciones, los anuncios lumínicos —muy numerosos y monumentales en la
Habana— descendieron de las azoteas, los comerciantes protegieron las lunas de
sus escaparates y los bomberos tomaron medidas contra la inundación. Todo
resultó inútil, o, por lo menos, de una insuficiencia irremediable.
El ciclón
devastó, hundió, derrumbó cuanto quiso. Vándalo terrible, homicida implacable,
barrió pueblos enteros y sepultó familias en los escombros de sus casas. Lo
mismo abatió la vivienda lujosa de la ciudad que el frágil bohío de los campos.
"Acostó" los cañaverales y los árboles transformando en lugar de desolación
al "central" azucarero, a la "quinta" señorial y a los
paseos de la urbe.
Con el viento
apareció la lluvia diluvial y la procela de la costa: cada calle un torrente,
cada plaza un lago de aguas furibundas, y el puerto convertido en una vorágine
que se tragaba a los yates, las goletas y demás embarcaciones menores, y
producía choques espantosos entre las grandes.
¿Pudo, si no
evitarse, disminuirse la proporción de la desgracia? No. El más sabio, el más
estudioso y genial de los meteorólogos no pasará nunca de sorprender en la
barra de nubes cárdenas que se va formando en el horizonte la formación del
ciclón. Luego, sus aparatos admirables le permitirán predecir, casi exactamente,
la trayectoria del fenómeno y la velocidad del viento. En ese punto concluirá
su poder. Desatado el ciclón, el meteorólogo es impotente. Porque no es un
taumaturgo que pueda habérselas con los elementos, sino un hombre tan débil,
aunque más sapa, que los demás.
Precisamente,
los mejores tratadistas de los ciclones de las Antillas son los padres Viñes.
Faura y Algué, que han dejado obras de consulta inapreciables y convertido el
observatorio del Colegio de Nuestra Señora de Belén, de la Habana, en uno de
los más ilustres, y no obstante esas obras extraordinarias y ese observatorio magnifico, el
padre Gutiérrez Lanza sólo pudo exhalar el grito de alarma, como quien, desde
lo alto de la torre, volteando las campanas, anuncia las desgracias y los
riesgos de la ciudad.
En resumen:
el hombre no ha aprendido todavía a defenderse de los ataques de la Naturaleza.
Pero si a repararlos con rapidez. Así,
en el caso de Cuba, la victoria final no es de Gea, la diosa fecunda e iracunda,
sino de los cubanos, que, tras la inmolación forzosa, han sabido erguirse y sacudir
el llanto, y la sangre y la tristeza, para comenzar en seguida la obra de
reconstrucción.
Permítase a
un hijo natal de Cuba enorgullecerse de la conducta de sus compatriotas y
rendir un homenaje de agradecimiento a España, maternalmente solícita y generosa,
en estos días de dolor y esfuerzo, con la joven república.
Muy pronto,
como Miami, en la Florida —que también fue tierra española- La Habana habrá
borrado las huellas del terrible ciclón y recuperado su júbilo, su gracia y su
ritmo voluptuoso: cuanto hace de ella la ciudad más seductora de la otra oriIla
del Atlántico.
Fotografía: Cadáveres encontrados en el puerto de La Habana al día siguiente de la tragedia. Diario de la Marina.
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