Rogelio Saunders
No sé si esto sucedió antes o después de su encuentro con un esquivo animálculo literario llamado Ror Wolf (cuyo nombre ya de por sí es sospechoso), pero lo cierto es que este Klomm era un hombrecito tranquilo que solía detenerse a conversar casi cada día con el hombre del supermercado (ya saben, ése que lleva una bata blanca y rosa y un lápiz detrás de la oreja, y que siempre está caminando por los pasillos, cambiando cosas de lugar y hurgando en esto y aquello, como si la caja fuera el último lugar en el que le gustaría que lo vieran). En fin, como decía, este Klomm era un hombrecito tranquilo que siempre llevaba puesto un sombrero, amable con todos los vecinos y digno en todo de que se saludase: hola, señor Klomm, hola, señorita Rosenbaum.
Esto, el sombrero, resultó clave en el caso de nuestro Klomm. Fue en un agradable día de otoño (uno de esos días únicos en que el calor y el frío concluyen un milagroso pacto), y justamente cuando el hombrecito regresaba de su visita al supermercado. Iba Klomm, como siempre, sobrecargado de peso, encorvado hacia delante y con ambas manos ocupadas, cuesta arriba, mientras los faldones de su americana raída se abrían hacia los lados y los bultos, redondos y translúcidos como gigantescos guantes de boxeo, se balanceaban rítmicamente hacia delante y hacia atrás.
Entonces, al llegar a la esquina, Klomm se detuvo, no se sabe bien por qué, y miró durante un segundo hacia delante. Eso fue lo que decidió su suerte. (¿Cuántas veces no nos hemos detenido así, al llegar a una esquina, y hemos mirado hacia delante durante un segundo brevísimo, con la mente en blanco y una media sonrisa inexplicable en los labios?
Alguien debería gritarnos en esos momentos: «¡Cuidado!».) Una racha de viento repentina (no trágica ni absurda: simplemente repentina) bajó como un ala del camino empinado (Klomm estaba exactamente en la esquina, a unos cien pasos de su casa) y le arrancó de un golpe el sombrero.
Klomm, inmediatamente, puso los bultos en la acera, giró sobre sí mismo y se dispuso a recogerlo. (Ese sombrero era muy importante para él; más aún: era esencial, desde que un amigo se lo puso en la cabeza bajo las luces centelleantes de Trafalgar Square, una noche de fin de año de la que, salvo eso, no recordaba nada.) Pero el sombrero se alejó rápidamente (no de un modo juguetón o extraño, sino de un modo claro y anodino), y eso fue todo. Klomm nunca pudo volver a alcanzar su sombrero, y es de suponer que sus insoslayables bultos fueron a parar al fondo de algún estómago indiferente y mal provisto. Ahora Klomm es un hombre atado a un sombrero (pero, al mismo tiempo, infinitamente separado de él), y se pasea ya sin alegría calle arriba y calle abajo, sin pausa, tratando de alcanzar su sombrero que siempre parece estar a unos milímetros de sus dedos (largos y de uñas muy cortas), para deslizarse luego rápidamente en dirección opuesta, dejando al pobre Klomm sin esperanza (bajo el ardiente sol o bajo la lluvia implacable: ¡no hay término medio!).
La verdad es que Klomm daría cualquier cosa en este mundo (o casi) por volver a ponerse en la cabeza su indetenible sombrero. Siempre lo veo ahora, sombra de lo que fue, yendo de una acera a la otra y dando grotescos saltos en pos de un objeto achatado y borroso, mientras una tenue sonrisa permanece fija en su rostro de adolescente, coronado ya por una impresionante calvicie.
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