La
redacción de El Triunfo, con toda su
gente reunida, esperaba la visita de dos bichos raros: el poeta guatemalteco
Julián de Mendoza, rimador en ágata de versos azules, y el prosista uruguayo
Manrique de la Cruz, cincelador en ónix de párrafos índigos. Ya eran muy conocidos
de todos ambos artistas. Las revoluciones de sus países respectivos los había
vomitado sobre Cuba. Astrosos, melenudos y ridículos, iban por calles y plazas
alardeando su sucia bohemia. Aquí recitaban sus desatinos, allá pegaban la
gorra y donde quiera movían la hilaridad y la befa del público.
—¿Cuándo vendrán las cebras? —preguntó un
redactor bajito, de mostachos canosos y mirar avieso.
—Verdad que tardan los caníbales rosáceos
—agregó un repórter intranquilo y gracioso.
Por fin llegaron con Luis las esclarecidas
lumbreras.
El periodista hizo solemnemente la presentación.
—Nosotros —dijo el poeta guatemalteco— saludamos
con cariño a la chusma luminosa de este periódico. Somos almas blancas que
peregrinamos por el mundo en nostálgica romería. Ansiamos la victoria aurea del
ideal, la derrota negra de la burguesía y la muerte oscura del cretinismo.
Cierto que el hambre venablea nuestros
estómagos y que el hastío de la vulgaridad ensombrece nuestros corazones; pero,
sitibundos de gloria, sobrellevamos estoicos la miseria, con tal de vivir mañana
entre mirras aromosas. ¡Salve, hermanos en poesía!
El prosista uruguayo añadió a su vez en tono
cantarín:
—¡Yo os saludo como un beduino que va silente
por el desierto polvoroso y encuentra la caravana fraterna! Hierofonte del
nuevo rito, guardo en el corazón odio superabundantísimo contra el arte viejo y
apolillado, contra los pedantescos dómines del latín y la gramática. Vivo para la
emoción pálida, en las coruscantes regiones de los sueños orientales, misteriosos,
verdinegros. Yo soy semilla fragante de inmortalidad. Yo soy un iniciado
triunforoso. Yo llegaré a entender hasta el lenguaje místico de los osos y las focas
polares que se acarician felinamente en la llanura gélida. ¡Ave, hermanos videntes!
—¿Y qué se hacen ustedes ahora? —les interrogó
el director de El Triunfo.
—Nosotros peregrinamos, señor, peregrinamos en
artística caravana — contestóle el poeta. Ayer estuvimos en el circo «Pubillones»
donde se exhibe un camello simbólico. Fuimos a besarle la sagrada giba. Nos
apedreó el vulgo ignaro. Cobardías de la canalla! En breve partiremos para el
remoto Egipto, a bañarnos en las aguas perfumosas del Nilo, a ver los cocodrilos
soñadores, a aspirar el aroma de los lotos edificantes, a confesarnos con las
giganteas pirámides, a evocar el espíritu flébil de Cleopatra.
Trabajo costaba domeñar la risa. Brindóseles dulce,
cerveza y tabacos. Comieron y bebieron en grande. Mas rechazaron con desprecio
los puros. Ellos no fumaban sino opio.
Luis, que estaba de vena, alzó su copa y
habló así:
—Brindo por el famoso poeta guatemalteco
Julián de Mendoza y por el eximio prosista uruguayo Manrique de la Cruz, magos
sublimes que nos han honrado con su presencia en esta casa. Imponíase que dos
geniazos como nuestros huéspedes pasaran por este país estulto, para que lo
purificasen y redimiesen. Almas gemelas, almas de aurora, almas superiores,
Mendoza y Cruz realizan una obra de santo amor al difundir por el mapa sus
elevadísimas ideas sobre el Egipto, el Nilo, los cocodrilos, los lotos, las
pirámides y Cleopatra. En la tierra del choteo
se comprenderá algún día cuánto bien nos hicieron con la iniciación del
nuevo culto entre nosotros. Empero, la emoción, por ser muy fuerte, me embarga,
y no puedo seguir usando de la palabra. Eureka, artistas inmortales.
Por las mejillas de Cruz y de Mendoza corrieron
sendos lagrimones.
El uno y el otro besaron en la frente a Luis.
¡Y se armó la gorda!
—Ese no
es Oscar Wilde —vociferó el revistero teatral, ahogado de risa.
—¿Escarnecéis á Wilde? —replicóle descompuesto
el vate Mendoza. Wilde, polilla de bastidores, fue un evocador exquisito. Por
despertar magníficas memorias del pasado, practicó nuevamente las sabias costumbres
gomorranas. Verlaine, el padre Verlaine, ese mágico pastor del rebaño poético,
tenía también la atrayente afición de Wilde, y la llamaba, en soberbia forma,
su pecado radioso. ¿Y Julio César, y
Nerón, y Miguel Ángel, y Leonardo de Vinci? Cruz y yo mismo no nos desdeñamos
de oficiar en el templo socrático.
—¡Fuera, maricas! —chilló alguien.
—¡Fuera! ¡Fuera! —rugieron escandalizadas
otras voces. El cotarro se había revuelto. Cruz y Mendoza, temerosos de que los
mantearan, huyeron a escape entre la rechifla imposible. En la fuga abandonaron
un bultico. Abierto el paquete, resultó que contenía lana del camello simbólico...
El Pantano, cap. VIII, La Habana, El avisador Comercial, 1905.
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