Miguel de Marcos
El cubano es triste. Los espíritus ligeros,
los que no gustan de hacer el viaje desde lo superficial a lo profundo, le han
formado, bajo el aguacero de las maracas, una reputación falsa. Le han
ensanchado la boca para la carcajada. Le han fundido la pierna en los julepes
de la danza. Le han puesto festones caprinos para los impulsos del son. Nadie quiere
ver su tristeza, más desgarradora aún porque en muchos casos está hecha de
humillación y de impotencia. Un pueblo que no puede crear su destino con sus
propias manos, no es alegre, a pesar del cielo azul, de la benignidad de las
cosas y de la gracia del paisaje.
Hay un drama en el mundo. El cubano quisiera penetrarlo, comprenderlo. Este drama es actual, tajante, brutal como un ultimátum o una boleta de desahucio. Pero el cubano se esfuerza vanamente en fijar los contornos de ese orbe vertiginoso, porque aplica a la tragedia de hoy, flatulentas declamaciones de ayer. Comprende confusamente que las palabras que pronuncia no son voces sinceras, simples, enjutas, sino que repite consignas de papagayo. Exprime en su carne magra la contradicción. Advierte sin mucha claridad que su espíritu está alejado de lo real, de lo circundante. La conciencia, aun desvaída, de este alejamiento, lo ulcera. Y he ahí el primer motivo de su tristeza. Sentirse inactual en un mundo que anticipa el futuro, en un mundo que es la constante derogación del presente, en un mundo tumultuoso transido de porvenirismo, es una inclemencia, es el dolor del tullido ante el atleta, del valetudinario ante el mozo robusto y sólido, del ciego ante las lumbres del horizonte.
Hay un drama en el mundo. El cubano quisiera penetrarlo, comprenderlo. Este drama es actual, tajante, brutal como un ultimátum o una boleta de desahucio. Pero el cubano se esfuerza vanamente en fijar los contornos de ese orbe vertiginoso, porque aplica a la tragedia de hoy, flatulentas declamaciones de ayer. Comprende confusamente que las palabras que pronuncia no son voces sinceras, simples, enjutas, sino que repite consignas de papagayo. Exprime en su carne magra la contradicción. Advierte sin mucha claridad que su espíritu está alejado de lo real, de lo circundante. La conciencia, aun desvaída, de este alejamiento, lo ulcera. Y he ahí el primer motivo de su tristeza. Sentirse inactual en un mundo que anticipa el futuro, en un mundo que es la constante derogación del presente, en un mundo tumultuoso transido de porvenirismo, es una inclemencia, es el dolor del tullido ante el atleta, del valetudinario ante el mozo robusto y sólido, del ciego ante las lumbres del horizonte.
El indígena –cuyo ancestro nutritivo es la
torta de casabe quisiera ejercitar su acción sobre la realidad. Es todo lo
contrario. La realidad es quien pesa sobre él, tirándole su fardo agobiador sobre
los hombros abrumados. Esa humillación le intercala todos los corrosivos en el alma.
Esa impotencia es un zumo negro, una inferioridad, una disminución. Los
espíritus sin cautela, los que no ven el trecho trágico entre un mundo móvil y
un mundo arraigado, creen que el cubano se evade fácilmente de esa tragedia. Es
posible; se evade con una canción, con una risa hueca, con una palabra resignada
que encubre su amargura con un chiste. No se evade por la virilidad, por el
impulso, por la tenaz y ruda creación de su destino. En todo caso se trata de
una retórica, de la debilidad que deja ver inmediatamente el fondo oscuro de la
tristeza.
Debilidad: vocablo muerto, chato, necrosado,
de raza podrida, vestido de ceniza para divertir el ocio atónito de un eunuco.
Debilidad: ficha antropométrica, calimba bestial sobre el pellejo flueto de un
buey enfermo. De ella brotan todas las deformidades. Por ella, por esa
debilidad consustancial, el cubano tiene convulsiones, transportes, cóleras frenéticas,
delirios, estupores, canciones y burlas, risas cascadas y programas ideológicos.
Ella, esa debilidad que lo pervierte y lo crucifica, aporta su tristeza. Le
falta, en cambio, la fuerza tranquila y sosegada, la fuerza que es acción real,
el carácter que es solitario y no teme al grito hostil, a la incomprensión, a la
impopularidad. Y, sin embargo, el cubano, -descendiente del indio que guardaba la
choza con un perro mudo- pretende escapar a esa debilidad que lo macera en tristeza
mediante una operación fútil. No tiene ideas. No tiene carácter. Pero posee las
palabras, y agita su sonajero o las trama en falso fervor oratorio. Una canción
más en su boca anchurosa de carcajadas ficticias; el canto que esparce entre
las frondas el niño miedoso cuando atraviesa un bosque, en la paz nocturna
sembrada de presagios. Es entonces el descenso en el abismo. Arte oratorio: he
ahí una forma lateral de abdicación, de facilidad. Convite de imágenes, de guirnaldas.
Bavardage sin calcio, sin cepa, sin terrón fecundo. Vino difunto de un
alambique sin racimos fragantes. Expresionismo de los charlatanes. Tema de los
falsos líderes. Bajo ese palique de las horas vacías, la democracia suelta la
piel comida por la lepra inexorable. Y el cubano acentúa aún más su tristeza, hasta
hacerla lúgubre, cuando tiende el oído hacia esos arrullos, hacia esa
logomaquia. Después de eso, ¿cómo queréis que sea alegre? Los frívolos quieren
que lo sea. Pero saben que el cubano es triste, porque resume una parcela opaca
en su universo angustiado. No le ofrecen el carácter, la firmeza, la resolución.
No le indagan la responsabilidad como un tesoro oculto. Le adoban la tristeza con
palabras. Es el narcótico de los condenados a muerte. Y el cubano la acepta con
una larga fatiga. A veces con una larga risa en su boca torcida por la
carcajada y por el dolor.
Un día el cubano –dos siglos de fuete sobre el
lomo tundido- ya en República, quiso romper el asedio hosco de su tristeza
congénita, esa tristeza que está en su guitarra taciturna y en su facecia
postiza. Se entregó a los excesos del espíritu crítico. Quemó con sus ácidos
las ideas sagradas: patria, religión, moral, familia. La epopeya, en sus
labios, fue una baratija, una quincallería trivial. Acaso en la demolición
estéril le ayudaron los propios guerreros, los propios patriotas con sus platitudes
y sus rebajamientos. El espíritu crítico en manos del indígena tomó todas las
modalidades. Fue pedante y fue chocarrero. Se cubrió con aires de mistificación
intelectual y envolvió las palabras con el parche bronco del bongó. El juicio
brotó del café ruidoso, entre un estruendo de zambra, de pereza y de tazas
turbias. Ese espíritu crítico se injertó en la murmuración, y ésta, para su
dictamen, guiñó el ojo pícaro. Era una manera de gozar los encantos de la
libertad: el vituperio con los codos sobre un velador. En el fondo todo eso –en
el falso intelectual, en el político, en el hombre de negocios y en el
vociferante vendedor de mangos- era la caída en el denigramiento. Después de
ese ejercicio liviano, después de ese bojeo en una jofaina, el cubano se sintió
más triste. El denigramiento macizo, compacto, era una herida más en su flanco
sangriento y palpitante. En su hora lúcida, frente a la grosera deformación de
su fingido sentido crítico, comprendió toda la extensión y toda la profundidad
de su gangrena, de su debilidad, de su humillación, de su impotencia. Y he aquí
cómo un ser que debía poseer la divina infancia del corazón es una criatura de
tristeza. No erijo un tratado de psicología.
No pretendo materializar la explicación del cubano. Sitúo una realidad porque es hora de acabar con una leyenda que, en todo caso, sirve para el fomento de los intereses ilegítimos. Un pueblo que no logra actualizarse, no puede ser apto para una creación y la actualidad no es solamente el automóvil aerodinámico, el frigidaire, la radiotelefonía y el aire acondicionado. El cubano –el del batey, el de la fragua, el de la calle- tiene una inteligencia aguda, perforante. Es capaz de desentrañar lo sutil, lo nebuloso, lo equívoco. Pero no ve lo inmediato, lo tangible, lo que toca con sus dedos, lo que es una parte de sus propia voz, de su propia sangre. No percibe lo inmediato y se le escapa lo real. Sospecho lo que vais a objetarme: el cubano no se coordina con la realidad, porque es un poeta. Exactamente: un poeta triste, un hombre que modula cantos desesperados, desgarradores, que siempre parecen ser el último canto. La diferencia no es un mero juego de palabras. Dijérase una parte de esta tragedia, de esta tristeza del indígena, de este desconsuelo que no llega a ser dramático, ni patético, ni dimensional, porque en rigor es el desaliento de un espíritu trunco, el desánimo de unas glándulas incorrectas, crepusculares y que no se redimen con la opoterapia. Un poeta verdadero, un poeta de júbilos, es un hombre que penetra el infinito y regresa de ese viaje con pensamientos enriquecidos –salobre piratería de las horas alargadas por las sensaciones plenas. Un poeta verdadero, un poeta de la serenidad, es un hombre que se profundiza, se excava, se busca y se encuentra, sin nieblas, sin metafísica, infantil y simple, y que sabe hacer del reposo un instante límpido por la inserción de su ofrenda en el universo. Un poeta verdadero, un poeta aséptico, es un hombre que construye su canto con músculos, con nervios, con fuerza sana, y que recoge en el tema tenso, la máquina poderosa, el dinamo sin vejez, el hierro sin decadencia y que prescinde de los caracteres momentáneos del individuo para escudriñarle una conciencia que no se consume en los vanos delirios. Pero un poeta triste, un poeta mentiroso, es un acordeón con alma pública, un acordeón sin alma.
No pretendo materializar la explicación del cubano. Sitúo una realidad porque es hora de acabar con una leyenda que, en todo caso, sirve para el fomento de los intereses ilegítimos. Un pueblo que no logra actualizarse, no puede ser apto para una creación y la actualidad no es solamente el automóvil aerodinámico, el frigidaire, la radiotelefonía y el aire acondicionado. El cubano –el del batey, el de la fragua, el de la calle- tiene una inteligencia aguda, perforante. Es capaz de desentrañar lo sutil, lo nebuloso, lo equívoco. Pero no ve lo inmediato, lo tangible, lo que toca con sus dedos, lo que es una parte de sus propia voz, de su propia sangre. No percibe lo inmediato y se le escapa lo real. Sospecho lo que vais a objetarme: el cubano no se coordina con la realidad, porque es un poeta. Exactamente: un poeta triste, un hombre que modula cantos desesperados, desgarradores, que siempre parecen ser el último canto. La diferencia no es un mero juego de palabras. Dijérase una parte de esta tragedia, de esta tristeza del indígena, de este desconsuelo que no llega a ser dramático, ni patético, ni dimensional, porque en rigor es el desaliento de un espíritu trunco, el desánimo de unas glándulas incorrectas, crepusculares y que no se redimen con la opoterapia. Un poeta verdadero, un poeta de júbilos, es un hombre que penetra el infinito y regresa de ese viaje con pensamientos enriquecidos –salobre piratería de las horas alargadas por las sensaciones plenas. Un poeta verdadero, un poeta de la serenidad, es un hombre que se profundiza, se excava, se busca y se encuentra, sin nieblas, sin metafísica, infantil y simple, y que sabe hacer del reposo un instante límpido por la inserción de su ofrenda en el universo. Un poeta verdadero, un poeta aséptico, es un hombre que construye su canto con músculos, con nervios, con fuerza sana, y que recoge en el tema tenso, la máquina poderosa, el dinamo sin vejez, el hierro sin decadencia y que prescinde de los caracteres momentáneos del individuo para escudriñarle una conciencia que no se consume en los vanos delirios. Pero un poeta triste, un poeta mentiroso, es un acordeón con alma pública, un acordeón sin alma.
No estoy construyendo una tesis reveche –con
minucia, con ensañamiento- para uso de los amargados. Convenid, sin esfuerzo,
que el indígena ha sido instalado en una temperatura artificial. Son los
lagoteros, los arquitectos de la zalema, los que estiman absurdamente que a Demos
se le alimenta con banales confites, los que colgaron la etiqueta de la alegría
en el alma del cubano. Son ellos lo que, por cálculo o por bajo halago, persisten
deliberadamente en el error. Un cómitre sórdido de la colonia –capataz de
cloaca y de infierno- afirmó que al cubano se le gobernaba con un tiple y un
gallo: rumor de charanga y estruendo grosero y alucinado de la valla. No vio la
tristeza de Cuba, esa tristeza que entonces fue viril y pasó, sin abatir su
dolor ni su cólera, por los cadalsos siniestros.
Y son hoy los falsos psicólogos –juglares de
los beatos superficialismos cómodos- los que, repitiendo a su manera la bellaquería
del reitre espeso del coloniaje, pretenden ver en el cubano un sujeto ligero,
despreocupado, personaje equívoco de rigoladas, de tragos y de maracas, como si
el alma de un pueblo pudiera encerrarse en la eclampsia bestial y lasciva de la
rumba.
Porque la ligereza, la despreocupación, la
jácara –y aún la agudeza y el ingenio- no son la alegría, la alegría que
excluye las prisas y los retardos, la alegría que es siempre un poco de primavera
guardada en el corazón, en el corazón que ha de ser un tesoro, un granero, una
infancia.
El cubano es triste y hay, por eso mismo, una
tristeza de Cuba. Para extraerla de ese sudario, antes que nada, hay que proceder
a una tarea de revisión: reconocer esa verdad y destruir la leyenda. Entonces
llegará la hora de la reconstrucción, porque en esa tristeza, que es una
ciénaga lúgubre, el cubano se inferioriza, se diluye, se extravía. Tristeza de
Cuba, que no es ni siquiera una ruta hacia la dulce y pequeña melancolía de esa
yerba tácita que crece junto a las tumbas abandonadas. Tristeza de Cuba que se
engarfia a una vana agitación, sin escudriñar la genuina poesía secreta que
duerme en los descansos, en los ensueños, en los silencios. Tristeza de Cuba que
precisa romper, que es necesario exorcizar, para instalar en el lugar de ese
fantasma abolido, la alegría veraz, la que ríe y la que razona, la que hace de
su carcajada una fuerza, una firmeza y una sensatez, una creación inapelable y
una serenidad, la alegría robusta –la de hoy, sin palabras de ayer-, la que infunde
un coraje a las horas, la que no inserta en lo actual, en lo presente,
pretéritas declamaciones de doliente caducidad.
Tomado de Diario de la Marina, 24 de febrero de 1939. El artículo, rescatado por
Jorge Domingo Cuadriello, fue reproducido en la revista Espacio Laical (2/2010, pp. 14 y 15). Apareció originalmente en el periódico habanero Avance, el 17 de noviembre de 1938, p.
6. Por el mismo le fue concedido a su autor el premio Justo de
Lara.
1 comentario:
HE estado leyendo un poco acerca de la opoterapia y realmente es muy interesante, me parecio curioso que se menciona dentro de la lectura. Saludos!
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