Os he hablado más de lo que quería del curso homérico
de la insurrección. Soy, como ya sabéis, un pacífico tristón a quien sus
apellidos trajeron a la guerra para ver menudos detalles poéticos, para hacer
poco daño al enemigo.
Habéis de saber, según eso, que vegetamos sin
contratiempos en la vieja hacienda. Adscritos como hospital de sangre a una
brigada, fuimos visitados frecuentemente. Se nos envió un médico, un viejo
silencioso, antiguo farmacéutico, que pasaba los ratos perdidos en un rincón
atestado de brebajes extraños, defendido por letreros terribles.
Una vez descendieron frente a nuestro portal,
dos jinetes en rumbo al gobierno, instalado ahora en la sierra de Cubitas.
—¡Ricardo, Cheo!,
grité al reconocerlos.
Nos abrazamos con cariño. Ante mi confusión no
exenta de agradecimiento, me palpaban buscando si no tenía alguna herida.
Llevaban largas barbas manchadas de fango, y el rostro de Molina parecía más
sombrío, bajo el amplio sombrero tamaño como un quitasol. Habían venido a una
comisión del Segundo Cuerpo. Pero al sorber conmigo, poco después, una taza de
café cerrero, no pudieron tener las lenguas quietas y declararon muy
simplemente que había venido a majasear un poco. Se batía el cobre por allá
abajo.
—Mira —dijo Ricardo enseñándome una cicatriz
en el brazo, blanco y delicado sobre los codos.—Esta fue en Bejucal!…
El mediodía pesaba sobre nosotros. Y al
prolongar una pausa, viendo que Molina tomaba rumbo al batey, se me acercó
Ricardo confidencial.
—¿Y Esperanza? ¿Con quién está ahora?
Sonreí. ¡Cualquiera adivinaba con quién estaría
aquella hada propicia de los ejércitos! Unos venían a la guerra a matar, otros
a curar heridos; ella vino a consolar a los tristes con la panacea incomparable
del amor. Santa risueña, ¡qué más dulce limosna que aquella que niveló a jefes,
oficiales y clases y de cuyos misterios sabían las cálidas maniguas
camagüeyanas!
—Ahora —respondí— te estará esperando. No hace
mucho se fue con un comisionado que pasó por aquí… Dicen que estuvo en un
pueblo… Después volvió como si tal cosa… Y ahí está, más apetitosa que nunca…
¡Ah, si no estuviera aquí Juanilla!
—Luján abrió los ojos:
—Juan, ¿qué es eso? ¿Te has aburrido ya de tu
mujer?
Diríase que aquella exclamación me cogió
infraganti en mi pensamiento. Maquinalmente extendí la mano para tapar la boca
a mi amigo. ¡Pobre Juanilla! Lo cierto era que sin dejar de amarla, la visión
ondulante de su hermana me ponía a veces un haz de candelas en los ojos,
haciéndome odiar cuanto se interpusiera entre su carne y mi deseo. Esperanza lo
sabía, lo había olido, para expresarlo en una forma de animalidad. Y cuando
junto a mí cruzaba, aún delante de Juanilla, sus pupilas tenían más cambiantes
de luz, su cintura se anchaba más al andar, sus manos se hacían más temblorosas
al resbalar sobre su pelo bronceado y tomaban, en suma, una aguda exaltación
todos sus potentes órganos de sembradora. ¿Por qué ese efecto? ¿Acaso porque
era yo la fruta difícil?…
—Y no sabes lo mejor —continué. —La pobre
Juanilla…
Mi amigo comprendió mi seña.
—Vamos ¿también sucesión?… Qué apuro, en estas
soledades!…
—¡Qué vamos a hacer, chico! Los camagüeyanos
tenemos siempre algún hijo en la manigua… Eso viste mucho en la historia…
Concluí con un gran suspiro:
—Bueno; has llegado en hora oportuna.
Adjudícate otra vez a Esperanza. Así tendré yo que estar quieto a la fuerza.
Luego salimos a visitar los ranchos. Del fondo
de un conuco miserable salió un
oficial sin más traje que un pantalón viejo. Después surgió de un haz de
guayabales que respiraba con un humo blanquecino, un grupo de soldados que, con
el largo paraguayo, colgando hasta
los pies, rodeaba a Cheo Molina
escuchando sus noticias de los amigos.
—¿Quién, la Tenienta? ¡Una fiera! En Cacarajícara la hicieron capitana… Ahora
quería venirse conmigo para acá…
Y así de los demás, de Joaquín el machetero
dominicano, de Perico mi antiguo asistente, de un hijo del prefecto que se fue
con el general Maceo… Casi todos muertos, macheteados en sorpresas de
campamentos.
Tres tardes después siguieron viaje al
Gobierno con la promesa de volver. Una sonrisa de Esperanza, que lavaba con
otras mujeres bajo un tinglado, había caldeado a un tiempo mismo la sangre de
los dos hombres. Y, amistosos rivales, desaparecieron agitando los sombreros.
Entonces... Tenía que suceder... Entonces y en
los días que siguieron, un deseo loco de fundirme en aquellos brazos de
Esperanza, tentáculos mortíferos de pulpo, me quitó el sueño, haciéndome
codiciar las horas que huían…
Ahora... Sí… Antes que volviese el otro; antes que
Juanilla pudiese evitarlo!
Aquello fue sin ceremonias. Una noche me lancé
sobre ella como un tigre que ha acechado largo tiempo a su presa. Ella
reconociéndome, después del primer susto, murmuró en la media luz:
—Bueno; pero no se lo dices a nadie… Por ti y
por mí… ¿Sabes?
Yo sentía latir sus sienes...
Y todo tan sencillo, tan fácil... ¿Cómo pude
vacilar tanto tiempo?
Fue un áspero idilio con el sol irritado por
testigo de nuestra sed satisfecha. Y como tales satisfechos, nuestra actitud ante
Juanilla era de calma, de una calma llena y fuerte. El médico palpaba algunas
veces el vientre a Juanilla, y ella y yo hablábamos con entusiasmo del pequeño
mambí que venía... Y así nos encontraron Ricardo y Cheo Molina a su vuelta, alegres, como si en aquella jornada de
vuelta hubieran pactado la paz… Y así los vi compartir ávidos aquel sabroso
tesoro... ¡Ah, si yo pudiese escaparme con ella!… ¡Quién sabe!
Nuestro campamento no era en realidad cosa de guerra. Lleno de domésticos rumores tenía más bien trazas de aduar gitano donde se protestaba pacíficamente del alcalde, del juez y del cura, del orden establecido de las cosas. Su situación aislada, lejos de todo camino hacía que por él suspiraran los heridos y los palúdicos, los que en las venas traían el morboso recuerdo de las costas de Turiguanó a Sabinal.
En la somnolencia de la tarde se escuchaba en
tono de mansa sitiería, algún punto audaz de la guerra:
¡Alto!
¿Quién va? ¡La guerrilla!
¡Muchachos, machete en mano
que esos son nuestros hermanos
pero de mala semilla.
Contábamos entonces unos treinta enfermos. El
doctor me había aceptado como interno, y entre ambos rellenábamos lentamente un
pequeño cementerio dormido bajo los brazos protectores de cuatro mangos
amarillentos, venerables. Sólo algunas salidas imprudentes de Molina con media
docena de amigos para tirotear a los convoyes que cada veinte días se
arrastraban trabajosamente por el camino central, habían interrumpido con una
sensación de vaga alarma aquella grata paz que una nutrida piara de toros y el
verdear de una tabla de viandas aseguraban.
Una madrugada tierna, tibia, hecha para amar,
para dormir, para soñar, para todo, menos para morir, nos despertó en nuestro
caserón el galopar ansioso de los avanzadas, y casi en seguida un pavoroso
griterío que brotaba de los ranchos alejados donde se podrían los tísicos y los
leprosos.
—¡Pa adelante…! ¡Arriba con los mambises!, —se escuchó
culminando los aullidos.
¡La guerrilla, la guerrilla que se nos echaba
encima, la banda de mercenarios que conocían bien las veredas de su propia
tierra y para cuya moral de presidio no había, miseria respetable. Algunos
tiros aislados sonaban mientras hacía su obra silenciosa el machete.
Recogí a los míos, todavía sin partido
adoptado. El viejo Fundora apareció entonces, soltando ternos terribles,
increpándome por la infamia de haberlo traído a estos apuros.
—¿Y ahora? ¿Y ahora? —decía casi llorando.
Echándolo a un lado salí con Juanilla al
portal, voceando por Esperanza que no aparecía, dormida quién sabe en qué
bohío. Aventurándome al otro lado del batey la encontré junto a las trincheras,
mirando fascinada a la distancia humeante, un revólver en la mano caída y
temblorosa.
—¡Ah!, —dijo como si despertara al sacudirla
yo... Toma, toma esto… Se lo quité a un herido. Quise probar… y tiré al bulto… ¡Ah,
creo, sí, lo he visto… ¡Creo que he matado a uno!…
De pronto nos envolvió la ola de gente que
huía. Los enfermos arrastraban por los guijarros los largos camisolines.
—Son un burujón, se gritaba. ¡Lo menos
quinientos!... ¡Asesinos!
Corrimos al caserón fortificado, que se tragó
compasivo la muchedumbre convulsa. Dentro de aquellas paredes seculares, todos
se creyeron momentáneamente seguros, y ya nadie pensó en huir. Reconocí junto a
mí vivos, ilesos, a Molina, a Mendoza el médico, a Luján, a los nietos del
negro Pánfilo. El sombrío salón, dominado por altas llaves, se colmó de
murmullos. Por entre los resquicios del humo aparecieron algunas figuras azules
a caballo, que avanzaban con precaución.
Fue un momento de prueba. ¿Por qué misteriosa
fuerza se alejaron en ese momento de mi retina aquellos hombres valerosos,
aquellas mujeres que se estrechaban contra mis hombros, y surgió, solo, claro,
distinto, como no lo había rememorado nunca, mi alegre cuartito de estudiante,
mi lecho desordenado con pelos rubios en la almohada, mi sombrero colgado en la
percha, propicio a llevarme a los innúmeros refugios del capricho urbano?...
Fue uno de esos relámpagos de lucidez que trae
el soplo helado de la muerte. Y todo me fue allí extraño, y hubiera deseado
volar más por repugnancia que por miedo...
Me despertó de mis divagaciones la voz de
Luján:
—Anda, saca el revólver… Ahora sí hay que
batir el cobre...
Molina, tomando la dirección del grupo, daba
órdenes breves. Una línea de fuego se había establecido por las aspilleras en
silencio, cuidando no desperdiciar las municiones. Entonces el enemigo imaginó
una fuga y animoso, dando gritos de júbilo, se lanzó en desorden al batey, los
rojos machetes al aire.
—¡Ahora!… —gritó Molina.
Y la casa, incendiada, diabólica, vomitó por
todo su frente una racha de balas, doblando las patas a los caballos y
volteando algunos cuerpos hacia atrás. Fue sólo un minuto de vacilación; porque
feroces, ávidos de matar, se lanzaron a la casa, enviándole desde lejos una
granizada de plomo. Un muchacho que curioseaba por un ventanillo cayó desde lo
alto, con un ruido de fardo, tiñendo un grupo con su sangre.
Las mujeres se taparon la cara.
—¡En el nombre del Padre!…
Había que salvar a las mujeres. Recordé de
pronto un refugio mediano, precioso, en aquellos instantes. Y así, sin ruido,
con feroz egoísmo, llevé a las mujeres, al viejo, al negro Pánfilo, hacia un
recinto amurallado del sótano, encierro antaño de los negros cimarrones desgarrados
por los perros. Olía a maíz y a moho. Subí otra vez, sin embargo, por un
impulso irresistible. Por las puertas golpeaban los guerrilleros con las
culatas. Cheo Molina, con una pierna
fracturada se movía pálido en un taburete, enseñando la hinchazón monstruosa.
Por la escalera, al mirador, ascendían, aterrados, los enfermos, buscando el
escape por donde quiera, en las nubes, en el cielo. Tenía que surgir el héroe.
Y surgió.
Matías Mendoza, el boticario taciturno, se
adelantó hacia la puerta. Llevaba algo, un bulto pequeño, escondido en un
pañuelo. Un negrazo trató de detenerlo, pero el viejo lo miró con siniestra
frialdad, y todos le dejaron paso.
Lo recuerdo como una pesadilla...
La puerta libre de sus cierres, dejó ver un golpe
de luz y una invasión de hombres endiablados. Mendoza se echó dos pasos atrás y
arrojó al suelo el bulto... Una detonación abierta, con algo de desgarradura,
lo llenó todo. Luego gritos, resoplidos; astillas que saltaban al techo... Los
ojos alocados de Mendoza se esfumaron en el humo. Ya no vi más que a Molina
tinto en sangre huyendo hacia el fondo, a Luján subiendo al mirador seguido por
la turba de enemigos confundidos.
Pronto salíamos por el portón del sótano hacia
el campo, libre por allí. Una mirada de despedida a la casa nos hizo contemplar
el último episodio. El cuartito alto desgranaba la gente fugitiva sobre los
tejados. Todavía surgió un hombre en su azotea eminente, donde rompía los
cielos la bandera tricolor.
—¡Ricardo! —gritó Esperanza:
Un pelotón de soldados brotó a la luz en su
busca. Pero él saltó sobre el muro y allí gesticuló un momento con su revólver
descargado. Cercado al fin, volvió el rostro; rompió el asta... Y con el trapo
flamante se lanzó al abismo, golpeando en cada tejado.
Ya no quedaba más que el palmar sombrío.
Descalzos, misérrimos, corrimos al manigual. Juanilla se desmayaba...
Echándomela sobre el hombro anduve con pasos torpes un gran trecho. Al fin, uno
que pasaba a caballo se detuvo un instante para atravesarla en su albarda. De
pronto dejé de ver al viejo; después fuimos media docena. Los bejucos airados
nos desgarraban las carnes. Y he aquí que al echarme al suelo rendido, oyendo a
lo lejos los disparos, dispuesto ya a todo, me encontré solo con Esperanza, sangrientos
los pies, medio desnuda, agónico el ancho rostro.
Estábamos en la linde del bosque... Un paisaje dulce de cañas, en que hundían los pies, desperdigadas, algunas palmas, nos sonreía por entre el calado de ramas secas. Espiamos convulsos los ruidos lejanos. Nada. Sólo una banda de totíes sobre un arroyo de sombríos moarés.
Echados sobre las hojas, pudimos reposar de la
inmensa fatiga en silencio. Y sin proceso de transición, aliviado
paulatinamente, vine a considerar la belleza áspera y cruel de aquella mujer,
mía ahora, mía o de nadie…
—¿Y ahora, qué hacemos? —preguntó ella
inquieta.
La tranquilicé un tanto afirmándola que los
otros estaban seguros, que ya se habrían reunido con alguna fuerza y en breve
tornarían al campamento. Pero ante su busto amplio, ante la frescura de sus
dientes, mi pensamiento se alejaba del batey de "La Caoba" y rondaba
iluso por la blancura lejana de un pueblo que ahora mirábamos hundido a lo
lejos en la hierba, más allá del trazo plata de la laguna. Las circunstancias
nos traían de la mano a aquella fuga suspirada tanto tiempo, como un corte
necesario a una situación inhumana. Ella debía leer en mi pensamiento, mientras
echada sobre la grama húmeda acentuaba la curva pomposa de su cadera.
—Oye —la dije de cerca— ¿te gustaría morir
junto conmigo, así, en pareja sabrosa?
No contestó de pronto; luego irguiéndose y
mirando al pueblo cuyos fuertes albeaban al sol, murmuró con malicia:
—¿Dónde hemos de morir?
—Allí; esta noche...
Luego esquivando mi gesto rapaz, saltó y fue
hasta las bajas ramas de un mango cercano, bruno y gigantesco sobre la tarde
dorada. Los frutos cárdenos, gruesos, perfumaron sus manos.
Y con el gesto prístino del Paraíso, dio la
fruta a su Adán semidesnudo, aquella Eva cuya carne morena estremecía a las
bestias a su paso...
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