viernes, 20 de mayo de 2016

El médico ante el estaño del espejo





  Pedro Marqués de Armas


 Las fotografías presentadas por el Dr. Luis Montané para ilustrar su conferencia “La pederastia en Cuba”, leída en la última sesión del Primer Congreso Médico, la noche del 22 de enero de 1890, son parte de un archivo más vasto que ya había hecho gala de otros cuerpos anómalos: esclavos (Dumont, 1865-66), enfermos mentales (Plasencia, 1878), criminales comunes (Trujillo, 1866-1881), casos médicos y teratológicos, etc.

 Aunque la inmensa mayoría de esas imágenes -tanto sus soportes como reproducciones- se han perdido, no por ello dejan de requerir un lugar en ese incompleto, pero a vez siempre agujereado, y fantasmático, archivo. Podemos lamentar su pérdida, no menos que los espejuelos de Varela, la levita de Martí o el pañuelo ensangrentado de Casal.

 Cuando Montané visitó la cárcel de La Habana, a finales de 1889, no existía un registro fotográfico en el penal. Sería establecido seis meses más tarde por Joaquín Calvetó, quien ordenó tomar “tres fotografías de frente con la barba y el pelo que usaban al ingreso, otra de frente sin pelo ni barba, y otra de perfil”, no siendo hasta 1894 que Federico Mora perfecciona este medio, al introducir el sistema de Bertillon.

 No fueron, pues, las fotos expuestas por Montané en el curso de su conferencia sino objetos personales, incautados a los sujetos de estudio.

 Se desconoce el número de imágenes que presentara, pero podrían haber sido más de dos, es decir, de las aludidas en el propio texto. En la nota al pie que lo encabeza, no en la edición del El Progreso Médico, sino en la de las memorias del evento, se expresa: “Leído en francés y traducido por su autor que presentó al Congreso varios retratos en fotografías de algunos de los pederastas a que se refería”.

 Sean las que fueran, y dándolas por definitivamente perdidas, no queda sino apelar a lo expuesto por el galeno: “La misma monomanía por los retratos –escribe al caracterizar sus gustos- en los que se hacen representar como personajes de teatro, o más a menudo con vestidos de mujer, como podréis convenceros a la vista de dos ejemplares que hago pasar a vuestras manos”.

 Si esas fotografías hubieran sido reproducidas, trucadas o no, logradas o no en sus resultados –los fotograbados de criminales que conocemos producen un efecto cómico, a veces antojadizamente siniestro- hoy podríamos apreciar mejor las relaciones, o más bien, las tensiones entre los resortes discursivos y visuales. 

 En ausencia de ellas, conformémonos con esa alusión que las señala en tanto “memoria” de unos sujetos travestidos, cuyos rastros perduran en el interior de una escritura que pretendió fijarlos taxonómicamente, a costa de una ilusión retórica: la de ser objetiva y transparente como un retrato.

 Esa pretensión se resquebraja, sin embargo, al tener el médico que apelar, no al empleo de fotografías médicas o judiciales, sino a retratos privados que indican, además, la existencia, dentro de la retratística de la época, dominada por el retrato de familia –y, en extensión, por el comedimiento de caballeros, soldados e inmigrantes-, de un mercado menos conocido: el de la representación de travestis.

 ¿Existía en La Habana de finales del XIX, como en París y Londres, o luego en Buenos Aires, una moda del género? Es muy probable que tal “monomanía” se hubiera extendido, siguiendo la moda parisina, en la ciudad que contaba con el mayor número de estudios fotográficos en América Latina. Incluso, es de sospecharse un mercado subterráneo de pornografía masculina.

 Algunas fotos de prostitutas han sobrevivido, convertidas en marquillas y postales, y se conoce alguna escena de humor pornográfico, en fotograbado, de Landaluze.   

 Preguntas pertinentes, ¿remiten a un fantasma? En la década de 1880, algunos desnudos masculinos salieron del Templo del Arte, la famosa galería de Fredricks & Daries. 

 Siempre he pensado que las fotos mostradas por Montané, son apenas la punta de iceberg de una práctica más variada, de representaciones más comprometedoras. Forzosamente burgués, el canon que estas escenas colonizan y, en cierto modo, cuestionan, nos lleva a una casa de la calle Aguiar, a un interior, en el que aparecen Julián del Casal y su amigo Manolo Moré vestidos a la usanza oriental.


 Casal, hoy lo sabemos, no estuvo presente en la última sesión del Congreso. Asistió a la inauguración por encargo de La Discusión, y escribió, no propiamente una crónica, sino un retablo. También el retrato es su recurso, o, si se prefiere, el “referente sensible”, pero a diferencia de su función en el discurso y la escritura médicas, lo anima aquí una fuerte carga especular, a la vez pictórica y cinética

 Al final del salón, bajo un dosel de damasco rojo orlado de negro, topa con un retrato de Alfonso XII, para volverse hacia unas paredes “ornadas de retratos de muertos gloriosos que, desde el fondo de sus marcos dorados sonríen a sus sucesores y parecen aprobar el acto meritorio que realizan”. Solo entonces repara en algunos de esos “rostros de hombres célebres” allí presentes, “acostumbrados a luchar con la muerte” y a los que la muerte parece “haber comunicado su imborrable palidez”. Casal los encumbra, para advertir, acto seguido, sus cabellos blancos, frentes arrugadas y mejillas lívidas, igualándolos a los retratos que ornan el recinto. Llega a decir, con desdeñosa ironía, que ha sentido renacer en él su fe perdida en la ciencia.

 Pero el más apuesto, el más elegante de los médicos (según los contemporáneos), y entonces en la plenitud de su carrera, no aparece en la crónica casaliana.

 Veamos dos retratos suyos de esos años.

 El primero, de su colega Vicente Escobar, expresa:

 “Hizo su educación en Francia, pero no estérilmente. Agrego que tiene modales franceses, cultura parisién, estilo parisién y... hasta ciencia francesa. Y perdonen sus envidiosos, lo que envidian en Montané su gallardía, su facilidad en hablar de asuntos no médicos, sus conocimientos generales, su cultura de hombre enciclopédico. Nada más fácil que un Médico entienda de cosas de medicina y un ingeniero de ingeniería; lo difícil, lo que tiene mérito, es hablar y entender, como habla y entiende Montané, de cosas ajenas al arte médico. En eso ningún Médico de la Habana le supera. Montané sabe de ciencias morales y políticas, de literatura, de pintura. Es el Médico de la colonia francesa y el Médico oficial del Consulado Francés. Cultiva con fruto la especialidad de enfermedades de las fosas nasales, garganta y nariz. Posee extensos y profundos conocimientos de Antropología. Y, recientemente, ha hecho bueno a Benjamín de Céspedes. Su estudio sobre el afeminamiento, leído en francés en el último Congreso Médico Cubano, le ha acreditado como observador sagaz y hábil. En él se muestra el Zola de la literatura médica cubana; dicho sea sans ceremonie; sans facón et sans cumpliments.

 El segundo, del director de los Anales, lo capta así:

 "Tiene toda la distinción, pulcritud e ingenio que caracterizan a la nación de que procede y de la cual, entre nosotros, es el más bello ornamento. Médico y antropólogo, caseuer infatigable y sugestivo, su pluma tiene toda la flexibilidad y elegancia y frescura de los maestros clínicos y literatos franceses. Es de los que creen que se puede escribir claramente y asistir a sus enfermos con todas las exigencias de la práctica y el arte."


 Es, en fin, el médico ideal, ad honorem, toda presencia, al frente de aquella sociedad nacida del azúcar, con sus reconcomios y complejos. Y, para ponernos sobre aviso, esa alusión a Benjamín de Céspedes, sobre cuyo estudio La Pederastia en la ciudad de la Habana, el autor franco-cubano ha sacado ventaja.

 Gustaba Montané de ilustrar sus conferencias con retratos. Tres meses antes del Congreso había mostrado el de un niño negro microcéfalo, y lo mismo hizo años más tarde con descendientes de aborígenes. 

 Montané vivía entonces en la calle Obispo, a pocas cuadras de la redacción de El País, donde Casal solía dormir. Se oponen, entre ellos, el francés de la sangre y docto, y el francés cacharrero y largamente idealizado que permite, no obstante, traducir a Baudelaire en más de un sentido. Es el casi encuentro, el cruce tangencial, en medio de la muchedumbre, del flâneur y el científico, del artista desarrapado al que el deseo tienta con máscaras y del médico snob que no duda en mostrar sus dotes, en entrecomillar, en acotar en latín.    

 ¿Qué habría pensado Casal de asistir a aquella última sesión del 22 de enero, y qué habría visto en esas fotografías? María Cay, no debió llamarse así ninguno de los sujetos. Ni María Bashkirtseff. Pero sí Princesa de Asturias.

 De los sujetos examinados este individuo, dijo Montané, era el más digno de estudio. Como el resto de pederastas, uranistas y travestis que describe, la Princesa de Asturias se encuentra en las antípodas del médico, pero solo él atrapa su atención de manera especial, al punto de cederle la palabra y convertirlo en protagonista de un reparto que, anuncia, tendrá "el honor de hacer desfilar ante vosotros”.

 No se trata acá de una “autobiografía” solicitada, como la introducida por el Dr. De Veiga en el cuerpo de su estudio sobre “La Bella Otero” (1903), sino de una transcripción. No operan las mismas libertades, ni de contexto –la cárcel–, ni de deseo de figurar en una revista científica. Pero la transcripción de esta voz, aunque corregida en parte, distorsiona comoquiera el discurso del médico, al desarmar sus presupuestos y revelar de paso imágenes no alcanzadas en testimonios y ficciones de época.  

 He aquí esa voz, tras un preludio de acotaciones:  

 “J. S. P., de origen español, es un joven de 24 años; en el mundo especial donde se le busca y acaricia, se le designa con el sobrenombre de “Princesa de Asturias.” Su aspecto general está lejos de ser repugnante, gracias a cierto cuidado en el vestir y a su relativa limpieza, bastante desconocida entre sus camaradas. La cara, francamente empolvada, es imberbe, salvo los extremos del labio superior, provistos de ligera sombra. Los ojos negros, tienen expresión de languidez completamente femenina. Sus cabellos perfumados, cuidadosamente atendidos. La mano fina, lleva en el meñique una gran sortija de muy mal gusto.

 Con mimos de ninfa enternecida y con timidez de gacela, nos hace la historia de su vida.

 Es él quien habla (énfasis nuestro):

 «Tengo vivos a mi padre, mi madre, mis hermanos, mis hermanas ¡A Dios gracias, ninguno se me parece!  ¡Y es que he nacido con el vicio que me domina! Jamás he tenido deseos sino por las personas de mi sexo, y desde pequeño me agradaba vestirme de niña y dedicarme a los quehaceres de la casa.

 A los 13 años hice mi travesía a América, y fue a bordo donde por primera vez conocí los contactos del hombre. Mi aprendizaje en esta materia se continuó en los distintos establecimientos donde me colocaba mi tío. En ellos, no tardaba en experimentar las caricias íntimas, ya del principal, o más a menudo de los dependientes; porque en casi todos los establecimientos, donde viven muchos empleados, hay matrimonios.

 Al volver mi pariente a España, quedé completamente libre.

 Abandoné las tiendas para entrar en diferentes fábricas de tabaco. Pero en ellas era tratado sin piedad desde que dejaba adivinar mi vicio.

  He vivido en Cienfuegos, Cárdenas y otras ciudades principales del interior. Algunas veces me hacía violencia, pero en el mismo instante en que no pensaba en nada, encontré siempre algún camarada que me ponía en excitación y me hacía volver a la mala vida.

 De vuelta a la Habana, tuve que sufrir un encierro de 14 meses en el Asilo de San José: aún ahí mi mala estrella me hacía entrar en un verdadero centro de pederastia.

 Al fin salí, y, ante el desprecio que me hacían en todas partes, porque era muy comprometedor, me decidí a poner cuarto

 Desde entonces, he podido recibir con completa seguridad a mis amigos y protectores, que son en su mayor parte militares o gentes del comercio, haciendo todos, o casi todos, en mi casa el papel pasivo, aunque también yo me presto a la misma fantasía, según el deseo de los aficionados.

 ¿Por qué me han arrancado violentamente de aquella existencia tranquila para encerrarme en esta prisión?

 Yo estaba tranquilamente en mi cuarto con algunos compañeros, cuando llegó la policía y nos prendió brutalmente.

 ¿Por qué únicamente nos han cogido a nosotros? ¡Hay tantos individuos que hacen lo que nosotros y que se pasean libremente por las calles!, y, permítame usted una pregunta: ¿qué han ganado al encerrarnos?

 Fuera, nuestro vicio es facultativo; aquí es obligatorio y raro es el día en que no tenemos que pasar por las horcas caudinas de algún presidario.

 Todo esto, señores –concluye Montané- es la traducción exacta de lo narrado por la «Princesa»".

 Aunque el médico escribió y expuso su texto en la lengua de Voltaire, la narración que acabo de citar en totalidad, para no perdernos un ápice de potencia, debió aparecer –y por tanto sonar en aquel auditorio- en castellano. Ese sería, pues, el primer efecto: el de sonar con toda claridad, sin necesidad de traducción -más bien disonar- contra otra lengua que se la supone, en principio, más apropiada para abordar el tema. Segundo efecto: resonar con toda su exaltada obscenidad contra lo ampuloso de la ceremonia. 

 En su excelente ensayo sobre homoerotismo y marginalidad en el Buenos Aires de entre siglos, Jorge Salessi mostró cómo ciertas “fábulas y delirios” –concretamente las confesiones intercaladas en los textos de los médicos– se abrieron paso desde el mismo registro que intentaba contenerlos. A diferencia de la escritura de los reglamentos, cuyos artículos señalan sin “revelar” focos de conflicto, siempre envueltos en una opacidad impenetrable, las “historias de casos” desplazan e incluso desquician su instrumental: “La voz de La bella Otero –escribe  Salessi– se apropió de la escritura y, al mismo tiempo que hacía una parodia del discurso de los hombres de ciencia, utilizó ese mismo espacio para dejar los rastros y artefactos de su cultura”.

 Lo mismo puede decirse de la Princesa de Asturias, con el añadido de que no se trata, aquí, de un “delirio” que usurpa burlonamente la identidad de una actriz famosa, sino de un título nobiliario que encubre, juguetón, toda una historia ligada a la pobreza, la inmigración, la persecución y la cárcel.

 El fragmento intercalado por Montané amplifica, por tanto, una voz –mucho más amplia mientras más literal– que caza en su trampa al deseo médico, mientras libera las marcas de una cultura marginal.



 Montané pretende de algún modo exorcizar, bajo el calificativo “traducción exacta”, lo impúdico del relato; como si pudiera mantener asi la necesaria distancia, a fin de que no se confundan sus voces, recluyendo la del pederasta en un relatorio que, profusamente realista, suponga un conjunto de indicios y evidencias.
  
 Ocurre, sin embargo, todo lo contrario: el pedazo intercalado desgrana una voz que se traslada, en lo biográfico, desde la incontrovertible infancia del sujeto hasta su reclusión violenta; y, en lo social, de uno a otro estamento, delatando territorios de supuesta respetabilidad, a los que acusa desde lo conmovedor de sus aventuras.   

 Son las preguntas y declaraciones de la Princesa las que se tornan exigentes y dejan sin respuesta, sin palabras, al médico, al presentarse no como la confirmación de un "tipo", sino como ese fantasma "Urning” cuya existencia se niega a aceptar: el suyo –aclara el sujeto- es un vicio, pero lo es de nacimiento; sus inclinaciones lo dominan desde niño, por lo que serían innatas; y sus tendencias, constantes. 

 En cuanto al filón social que la narración abre, se trata -también- de algo más que un perfil en clave de "patología social." Es la devolución -la liberación-, en tanto contra-relato, de todo un estilo de vida, con sus artimañas, resistencias y fatalidades.
 
 Las relaciones de apego parodian matrimonios, sancionados en otros tantos rituales: partos, adopciones, etc. No hay manera de no someterse al más fuerte, en un entorno de dominación. Errancias por ciudades y pueblos del interior, tabaquerías y dependencias de comercio, penitenciarías, etc., que delantan una jerga, unas claves de vida, una abyección pública. 

 De vuelta a La Habana, cuenta la Princesa, su “mala estrella” lo llevó al Asilo de San José, “verdadero centro de la pederastia”, donde cumpliría una condena de catorce meses. Tiene luego que poner cuarto: y pasan por ahí curas, militares, comerciantes y, a veces, el principal. Todos o casi todos hacen el papel pasivo, aunque también él se presta. 

 J.S.P., iniciales que quizás nunca desentrañemos, pero a las que podemos aproximarnos. Cuando arribó a la isla tenía 13 años. Sería 1879. Habría cumplido prisión en el correccional de menores a principios de la década de 1880. Otras errancias, otras contravenciones… hasta que por fin irrumpen los gendarmes y lo conducen por la fuerza al presidio para que, entre cosas, Montané lo estudie.

 Concluyamos, pues, con la imagen de ese encuentro, cuando se ven las caras por primera vez.
  
 De entrada, le seduce al médico su aspecto, que “está lejos de ser repugnante”, al contrario del resto de los reclusos. Observa el rostro empolvado, las mejillas tersas, el cabello bien cuidado, la expresión lánguida de los ojos, la sortija barata en el meñique, el perfume que desprende, el tono mimoso y, por último, los movimientos gráciles -de gacela- cuando se dirige a ser examinado.  

 Pero antes (supongamos) se demora en su fotografía. La contempla una y otra vez, y confirma que se trata de un remedo, de una copia, vestido como aparece de mujer. Quizás el estaño del espejo lo traicione; no ha visto sino un simulacro: su propia fuente de inspiración.

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