Cirilo Villaverde
El
que no fue hallado escrito
en
el libro de la vida, fue
lanzado
en el… fuego.
LA
REVELACIÓN DE SAN JUAN
La luna melancólica, suspendida por la mano de
Dios, se balanceaba silenciosamente por la inmensidad del espacio, y al través
de las desmoronadas y oscurecidas tapias de la iglesia de San Nicolás, enviaba
sus trémulos rayos hasta lo interior del cuerpo de la nave principal. La
techumbre de ésta, altares, los muebles de las
innumerables familias que allí se refugiaron, creyéndose poder salvar
del incendio que el 25 de de Abril de
1802, casi redujo a cenizas la población de Jesús María, todo había
desaparecido porque el voraz elemento nada perdonó. Sólo algunas puntas de las vigas
hechas carbón quedaron fijas a las paredes, y el surco negro de la llama que
penetró la piedra, y las cenizas esparcidas aquí y allí era lo único que
restaba, como para dar testimonio de una lamentable desgracia. De la nave de la
iglesia, y por su costado, nacía una especie de corral o patio
cuadrilongo, aunque imperfecto que servía de cementerio, cerrando en un arco
grande sobre el cual se hallaba construida una torre cuadrada conteniendo el
campanario.
Hacia este punto dirige sus pasos un joven de
hasta veinte y cuatro años, alto, enjuto y de andar tardo: sobre su frente vese
pintada con huellas profundas el dolor, tristeza
y el infortunio. La amortecida lumbre de sus ojos, brilla por intervalos; pero necesita
del asalto de impresiones fuertes; de otro modo, los luengos párpados parece que la cubren con manto oscuro.
La negra cabellera vaga en desorden por el cuello; y en la tranquilidad
exterior que aparenta, en la languidez de sus facciones y todo su continente,
tomárasele por el genio de las tumbas, sin el destrozo y combate que en
aquellos momentos sufren todas sus potencias,
que le asemejan con Mario contemplando los despojos de la destruida Cartago.
Muchas veces lo asaltaron los rayos del sol
brillantísimo, que asomaba su frente de oro por las empinadas lomas de
Guanabacoa, en tranquilo sueño cabe el asilo de los muertos sin inmutarse, sin
que las reflexiones que al presente hace vinieran a ofrecerle una lucha
desigual y dudosa. La fortaleza de su espíritu en tanto, fruto de las
adversidades contra que ha combatido por algunos años, aun en tan temprana
edad, parece que le hacen dueño de los presentimientos horrorosos, que se
pintan en su imaginación, a pesar suyo, mientras vaga por aquellos escombros y
sepulcros. Andando silenciosamente algunas veces vuelve atrás el rostro, y su
propia sombra que se dibuja a lo largo, al pálido reflejo de la luna, semejante
a un hombre tendido en los sepulcros, le causa miedo.
Por do quiera que tiende su vista, no
encuentra más que ruinas. Una basta población se había convertido en polvo en
pocos instantes, sin que ningún poder humano bastase a contener la llama
devoradora, pues mientras tuvo cebo, burló las esperanzas del desolado pueblo
que contemplaba el incendio sobrecogido de pavor y espanto. La habitación de
Vicenta, sin embargo, ilesa en el destrozo común, aparecía en su aislamiento,
como el arca de Noé salvada del naufragio universal; y Leandro, como que
espera, con una ansia indecible, que la luz misteriosa de una lámpara alumbre
al través de la ventana del cuarto dormido de la que fue su adorada; pero esta
luz que tantas veces le anunció el aparecimiento de su ángel terrenal, cuando
en noches más felices le esperaba allí mismo para estrecharla en sus brazos
amantes, para abrasarla con su aliento volcánico, para jurarle que la amaba más
que a su vida: esa luz que en medio de la oscuridad más profunda, brillaba a
sus ojos como el lucero polar al contrastado navegante impelido a extraños
mares por furioso huracán; esa luz ¡ay! augurio de las mayores delicias que el
hombre puede gozar sobre la tierra, se había extinguido para siempre!! En vano
esperaría años y años: Vicenta ya no existe!!
El terralito
de la noche empezaba a soplar con alguna mayor fuerza, según que la luna
recorría las espléndidas llanuras del cielo, y Leandro con los brazos cruzados
sobre el pecho, embebecido en el tumulto de sus cavilaciones, lanzándose su
alma en el tiempo de los placeres pasados, ni siquiera comprende que la soledad
y los muertos era cuanto le rodeaba, porque él tiene a su Vicenta, oye su voz
en el gemir del viento, estrecha su cuerpo mágico en los fantasmas que le pinta
su imaginación exaltada. Pero este enajenamiento mental se destruyó bien pronto.
El terralito toma cuerpo de repente; y ora resonando en los huecos que
ha formado el fuego en las paredes, ora levantando el cenicero y encendiendo
los troncos de los horcones por el suelo, súbitamente derrama sobre la cabeza
de Leandro y a su alrededor un sin número de plumas blanquizcas que ha
soliviantado desde lo alto de la desmoronada torre, mientras fijaba la vista en
la suspirada ventana. Quedóse estático, sobrecogido; la sangre se paralizó en
sus venas, los cabellos se le enderezaron como leznas. Hubiérase dicho que se
había convertido en un busto inanimado, como la mujer de Lot herida por la
maldición del Señor. —"Vicenta, célica Vicenta, ángel de paz! exclama al
cabo; he aquí las plumas de un ave que ya no existe!! ¡he aquí cumplido el
agüero de tu nodriza!... Acaso…" —Su voz se anuda en la garganta y no dice
más, y no acaba la frase. Sin embargo, después de un largo rato, cuando su
sangre empezó a correr de nuevo, cuando puede respirar aunque trabajosamente y
con torpeza, el corazón queriendo salirse de su seno, latiendo con la mayor
violencia, envía a sus ojos algunas lágrimas que se deslizan por el rostro, y
su espíritu expandiéndose en tanto da entrada a la reflexión. Entonces, como
avergonzado de sí mismo por su pusilanimidad y sus preocupaciones, haciendo un
esfuerzo para dominarlas, llega a persuadirse que
lo ha conseguido, porque alzando algunas plumas del suelo, juega con ellas, como lo hiciera un niño sin la menor conmoción…
Pero una mano de hierro, una
fuerza oculta, invencible, le arrastraba; y bien así como una máquina brita,
que a pesar de su pesantez se mira impelida por otra fuerza más poderosa que
obra en sus propias entrañas, Leandro vuelve hacia la nave principal de la
iglesia, de donde salió una hora había, y entra por un boquerón practicado por el
fuego en la pared. —Desde el sitio del segundo altar, hasta la puerta del
vestíbulo, todo el piso se compone de losas de sepulcros de personas
distinguidas: recuerda que entre ellos estaba el de la madre de Vicenta, muerta
había unos dos años, y que esta hija incomparable acostumbraba venir a regarlo
con sus lágrimas. Ante él se detiene, porque a favor de la luna puede leer una
inscripción cincelada en piedra ordinaria:
ESTE ASIENTO O SEPULTURA
ES PARA EL
CAPITÁN ANTONIO DE SANDOVAL Y SU...
lo demás está cubierto por un montón de ceniza: dándole con el pie el
viento la esparce sobre los otros sepulcros… Quiere seguir leyendo; pero un
anillo que ve rodar por las losas despierta vivamente su curiosidad. Levántale
con tal insustancialidad que ni siquiera imagina de quién puede ser… Es de oro,
liso, de cuatro o cinco líneas de anchor, y aun permanecía en el dedo que lo llevó,
puesto que se conservaba dentro un huecesillo calcinado. Frotándole entre sus
manos, para quitarle la impresión del fuego, halla que tiene grabados dos
nombres con letras negras… —"Leandro,
Vicenta". —Vicenta, buen Dios!!
Borróse el mundo entero de sus
ojos y cae descoyuntado como la erguida palma, a quien súbito rayo hiende desde
el pomposo penacho hasta el rudo tronco, dividiéndola en menudos pedazos!
(Febrero de 1837)
Capítulo VI de "El Ave Muerta": Miscelánea
de Útil y Agradable Recreo, Tomo I. Agosto
1837.
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