martes, 19 de abril de 2011

El matadero




 Cansado de recorrer la población, buscando algo nuevo que admirar; de sentir la nostalgia de un museo en el que los espíritus contemplativos pueden tomar largos baños de antigüedad; de no conocer un pintor que tenga un estudio suntuoso, sugestivo, alocador; de viajar por los países floridos de las quimeras, adonde nadie me quiera seguir; y de presenciar el contagioso e incesante descontento de la humanidad, descontento que se manifiesta generalmente en los niños por majaderías, en los jóvenes por insolencia y en los viejos por intolerancias; resolví marcharme ayer a uno de los sitios más repugnantes de la capital, al Matadero, donde la contemplación del sangriento espectáculo de las bestias incesantemente degolladas, a la par que una sensación inexperimentada, pudiera proporcionarme asunto para una de esas crónicas que me reclaman algunos de mis lectores.

 Embutido en el tranvía que conduce, en pocos minutos, al lugar mencionado, pero que, como sucede en tales casos, tardó más del tiempo calculado por mi impaciencia, ya para dejar libre el paso a innumerables vehículos, ya para recoger o vaciar pasajeros; llegué algo tarde al término de la excursión, es decir, una hora después de comenzada la matanza, pero sin que la demora me privara de algún rasgo característico de ese espectáculo diario, repugnante, feroz.

 Atravesando un callejón anchuroso, quemado por los rayos de un sol de fuego, con los pies hundidos en blanda alfombra de polvo, pude contemplar varias cosas. A la derecha, una cuadrilla de presidiarios, con la pica en movimiento y el grillete a lo largo de la pierna, aprendían el oficio de picapedreros, triturando enormes bloques, que al partirse, disparaban una granizada alrededor. A la izquierda, bajo portales mugrientos, agujereados y apestosos, varios hombres robustos, cuchillo en mano y ensangrentadas las ropas, abrían, vaciaban y sumergían miembros de animales en altas latas de metal, de las que emanaba ese olor salado de la carne fresca, que atraía ruidoso enjambre de moscas. Un poco más lejos a la orilla del río, se alineaban las barracas habitadas por las gentes del lugar, semejantes a islotes negruzcos en que han venido a refugiarse los supervivientes del naufragio social.

 Frente al callejón está el Matadero. Visto desde el exterior, presenta el aspecto de una plaza de toros, de forma cuadrangular, donde pueden cobijarse unas mil almas. Está dividido en tres partes. Las de los extremos son iguales. Ambas están separadas por gruesos troncos de madera humedecida, jaspeados de placas verdosas y salpicados de sangre, de los cuales penden las ropas manchadas de los matadores. Por el centro se desliza la corriente de la zanja, amarillenta por un lado y enrojecida por el otro, refrenando su impulso el dique formado por los cuerpos amontonados de las bestias agonizantes. Alrededor del anfiteatro, se levantan las gradas superpuestas, donde se sitúan las gentes que, ya por gusto, ya por ociosidad, acuden a presenciar la matanza, extasiándose con el espectáculo, trabando amistad con los sacrificadores y enardeciéndolos con sus gritos de entusiasmo.

 Arrastradas por medio de larga cuerda, salen las bestias del corral inmediato, siendo luego atadas a los postes de tal manera que no pueden defenderse con los cuernos, ni descargar un golpe con las patas. Entonces, los matadores medio desnudos y enardecidos por el olor de la sangre, hunden acertadamente los cuchillos puntiagudos en el cuello del animal, con tal destreza que éste se desploma al suelo inmediatamente sin lanzar un gemido, ni revelar sus sufrimientos. Tan pronto como la víctima empieza a desangrar, se abalanza sobre ella, blandiendo el hacha en la diestra, una turba de hombres que la dividen en innumerables fragmentos, esparciéndolos por diversos puntos.

  Durante las horas de matanza, allí no se respira más que el olor de la sangre, mezclado al de los excrementos de los animales y al del agua del río, los cuales forman una atmósfera extraña, donde resuenan los golpes de las hachas, el rumor de las ondas y los gritos de los matadores.

  Y es tal la sensación que produce el espectáculo, que todavía, al escribir estas líneas, me parece hacerlo con sangre, entre sangre y con manos sanguinarias.

                                    
   Hernani

                                                                                                
 La Discusión, jueves 12 de junio de 1890, año II, No 297.

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