Alfonso Reyes
Reír
es propio del hombre. Y, sobre todo, reírse de sí mismo. La sátira del «disfraz
animal», desde Bilpay, Bercebuey o Esopo —hasta el Chantecler, de penosa memoria
(confieso que a mí me divierte mucho a ratos)— disfraza nuestros pecados de
ardillas y zorros, de urracas, de cigarras y hormigas, sin que los pobres
animalitos de Dios se llamen a ofensa, porque la burla no va contra ellos, sino
contra el Rey de la Creación.
Cuando
«Segismundo» se enfrenta con los animales y las plantas, sinceramente se
declara inferior a ellos en todos los órdenes físicos y metafísicos que
recorre. Parece, en efecto, que, teniendo yo más alma, tengo menos libertad
que las aves.
Poco
a poco, nos aficionamos al animal en sí. Las costumbres hieráticas del
escarabajo sagrado —descritas por el dulce viejo de Aviñón—, la danza nupcial
de los alacranes, nos van cautivando por sí mismas, y ya no buscamos aquí un
simple pretexto para censurar los vicios del hombre.
Cansado
de bucear en los siete pecados de los hijos de Adán, el novelista Alfonso
Hernández Catá empuja hoy la reja, y entra, decididamente, en la casa de
fieras. ¿Quién, entre mis amigos de Cuba, no conoce a Hernández Catá? Se acerca
a los animales con un ánimo mezclado de observador y de satírico. Muchas cosas
que no había querido decir en los otros libros va a decirlas ahora. Hay aquí,
por estas páginas, muchas sonrisas dispersas. Sonreír es lo propio de algunos
hombres...
Leyendo sus amenas páginas, amigo y tocayo, me he acordado muchas veces de la revelación más plena que he tenido de Ud., de su carácter y su trato, de su experiencia de novelista y de hombre, de las cosas que le ha enseñado la vida o, mejor dicho, que le han enseñado los sufrimientos: rodeado por sus criaturas, Ud. les improvisaba un día cuentecillos, fábulas, explicaciones concisas e ingeniosas de las cosas del mundo. Y una atención sería, sagrada, dilataba los lindos ojos de sus dos niñas.
Ahora tiene Ud. un auditorio menos inteligente, es cierto. «Contigo hablo, bestia fiera», clamaba nuestro Ruiz de Alarcón enfrentándose, desde un prólogo, con el público de sus comedias. Y Ud. entra en la casa de fieras bajo el signo, por la señal de los nombres que Ud. mismo invoca: Michelet, Anatole France, Fabre, Kipling, Abel Bonard, Jules Renard, Maeterlinck, Colette (¡oh, Colette! Esa perra de su última novelita, llena de perfecciones, pero que tenía el defecto de no gustar de los animales, al grado de abandonar a sus crías para cumplir con el deber domestico de acudir al teléfono, esa perra, Colette —digámoslo a la antigua— vale un Potosí). También recuerda Ud. a Lugones, al mexicano Tablada, a Apollinaire, a Moreno Villa y a Charles Derennes. Y añade Ud., con gracioso tino: «Además, no se trata de enfrentarse inexorablemente con la verdad, sino de hacerle un guiño al paso.» ¿Ha escrito Ud. mismo una línea más sugestiva? ¿Se puede definir mejor la obra del poeta?
Porque aquí ya no sé si trato con novelista, con fabulista, con satírico o con poeta. Acaso porque trato con el hombre todo, con el hombre en su oficio más exquisito —y no generalizado en la especie—, en su oficio de son reír. A los animales —dice Chesterton— hay que tratarlos en forma que no se jacten de que el hombre los toma en serio. Hay que pensarlo bien desde el nombre que se les pone. Yo creo firmemente que el largo cuello de la jirafa se debe al orgullo con que se vio traída y llevada en las discusiones de Lamarckianos y Darwinistas, sobre aquello de la función y el órgano, de la selección natural, del carácter adquirido y del hábito hereditario.
Y ahora que le hemos torcido el cuello al cisne, yo propondría que le torzamos el cuello a la jirafa. De esta nueva estética, toda una literatura nacería armada, como los guerreros de Cadmo, hijos de los colmillos del Dragón mitológico. Aniquilaríamos a los vegetarianos que tienen piedad de las reses, y a los filántropos que creen que una mala vida humana vale más que una alta idea. Tomaríamos nuestras precauciones con el Hermano Lobo, y haríamos lo del cuáquero que —por si estaba escrito que muriera, no él, sino su enemigo— salía siempre como el cazador que se echa al monte: con el arma en la mano.
Bienvenido
el nuevo libro de Hernández Catá, lleno de motivos y mensajes. ¡Dichosa miel
madura! Él también —como el personaje que tenía a diario una cita con el
elefante del Zoológico— ha salvado, sin que se le entremezcla el alma, esa
media muerte que está en la mitad del camino de la vida.
Social, La Habana, noviembre de 1923. Tomado Alfonso Reyes: Entre libros: 1912-1923. El Colegio de México, 1948, pp. 221-22.
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