Jesús Castellanos
De los cuatro "grandes convertidos"
que estudió en su libro Jules Sageret, acaso fue Huysmans el único que con honda
sinceridad adoptara el dogma cristiano. En los otros, Brunetiére, Paul Bourget
y Coppée, había más de snobismo presuntuoso, ávido de vestir el ropaje ideológico
de la aristocracia, que de fervor ideal, humildemente sentido. Su madera no era
de santos.
Huysmans fue de ellos el único que, místico
por temperamento
—aunque de sus rectificaciones y de su doble personalidad hable la crítica
superficial—, entró fácil y blandamente en la religión, como en un albergue
esperado al final de un camino, que por muchas vueltas que revele, llega
siempre a su término prefijo. Por eso fue su religión la buenaza y absurda de
la gente del pueblo. Por eso no pensó jamás en constituir Ligas Católicas para
deslumbrar a las duquesas desnudables, conformándose con practicar arcaicos y
casi satánicos ritos en su Tebaida triste.
Huysmans afiliado al naturalismo y leyendo en Medán
su Soeurs Vatard, y Huysmans vagando
en nubes de idealismo en su Ohlat,
son un mismo y firme artista, acaso con diversa dirección, pero mostrando la
misma potencialidad artística, la misma sensibilidad mórbida, el mismo arrebato
en la expresión; todo lo que, en fin, puede considerarse condición intrínseca
del individuo.
Quien hubiese estudiado detenidamente su
personalidad en los tiempos de triunfos de la novela experimental, cuando "el
blondo holandés" recibía con Maupassant, Paul Alexis y otros pocos, las
paternales felicitaciones del Pontífice Zola, forzoso es que esperase un
extraño desenlace sentimental, de aquel estado perpetuo de exaltación,
estimulado por la más desenfrenada imaginación que presenta el moderno Areópago
de intelectualidades francesas. Naturalista convencido, su filiación a la
fórmula de "un hombre para quien el mundo exterior existe", era muy
relativa, porque entre el mundo y su cerebro se interponía una sensibilidad de
hiperestésico; las cosas aparecían con un barniz de tono chillón, los caracteres
se amasaban en barro mitológico como para hacer demonios o superhombres; se
hablaba del sol con adoración de salvaje derviche.
Max Nordau al disertar en su Dégénérescence sobre el misticismo, lo
ha destacado bien de esa mezquina acepción vulgar que sólo lo admite como
sinónimo de fervor religioso. El místico es el desequilibrado mental que no se
conforma a ver la vida apacible, y la quiere violenta e hinchada; el místico no
precisa nada; su sensibilidad se encanta con las formas vagas que permiten
interpretaciones diversas. Un síntoma le distingue: la exaltación perenne,
sobre todo ante los caracteres externos de las cosas.
En este sentido fue Huysmans un místico, un enfermo
de la imaginación, lo mismo en su primera que en su segunda época. En sus
libros primeros, En ménage, Croquis Parisiennes, se encuentra esta exorbitancia
de la observación externa y chillona sobre la interna y característica. A veces
era burlón, pero en todo caso sangriento: su impulsividad ardorosa se lo
imponía.
¿Puede extrañarse que un cerebral de tal marca
fuese a parar rectamente a la religión como un arroyo a su concha de piedra? La
religión —la católica especialmente— es el más fecundo pasto que pueden encontrar
las sensibilidades exaltadas. La entraña sensual de los misterios, la poesía
cálida de los salmos hebreos, la liturgia estallante que pone a contribución los
maravillosos lujos del color y el sonido, todo lo que es savia y corteza de
árbol añoso de la religión está dirigido a apoderarse de esos temperamentos mórbidos
y ¿por qué no decirlo? orgánicamente degenerados. De Jean Lorrain, que por su
fortuna murió joven, nadie hubiese extrañado un final piadoso con hábito de
mercenario o dominico. El mismo Octave Mirbeau, cruel, demoniaco, enfermizo, es
a mi ver un candidato muy probable a la conversión. Son maniacos de la
sensación que van de un refinamiento a otro hasta parar en el gran refugio de
todos los neurópatas, el fanatismo religioso. El caso de Santa Teresa se repite
hasta lo infinito.
Huysmans no entró, pues, en la gran familia
cristiana como un convencido, sino como un hipnotizado. Sus investigaciones fueron
siempre las de un artista refinado, arpa sensible para la menor onda de aire; nunca
las de un filósofo que cerrara lo incognoscible de los positivistas con la
fórmula definitiva y cómoda de Dios. No fue de lo más a lo menos: del dogma a
la liturgia, sino de lo menos a lo más: de lo exterior a lo interior. De ahí su
cumplimiento devoto y fiel de las más absurdas ceremonias católicas; de ahí sus
rodillas clavadas como las de un sacristán de pueblo en las baldosas de una
capillita conventual.
Para que se consumen estas conversiones basta
una circunstancia: la pérdida de la verdadera energía intelectual. Cuando la
facultad de razonar se debilita y quedan dominando las potencias de
sensibilidad, el desplome y la transfiguración se producen. Queda sin freno una
red de nervios enfermos, y surgen enfrente a lo lejos las puertas de Sodoma o
de Jerusalem. Por ambas pasó sucesivamente antes que Huysmans, un tan grande
Emperador como Verlaine.
Gocemos con que el arte de Huysmans haya sido sólo
de ropaje, de arquitectura. Porque con la mengua de su pensamiento quedaron intactos
su visión poderosa, su gusto impecable y la punta brilladora de su buril de
orfebre. Durtal y Des Eseintes, los
héroes de Croquis Parisiennes y los
de esas arrebatadas Foules de Lourdes
no reconocen desniveles en cuanto a la concepción artística, en cuanto a la
nitidez de las páginas por donde se pasean. ¡Bendito este mundo defectuoso en
que florecen tan divinos enfermos!
Junio 10, 1907.
Crítica de arte. Ensayos,
Colección póstuma publicada por la academia de arte y letras, La Habana,
Improvisador Comercial, 1914, pp. 351-54.
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