lunes, 19 de febrero de 2018

El rebelde de siempre. Entrevista con Vargas Vila


 Alfonso Camín

 Suelo encontrarme con Vargas Vila bajo todos los climas. En todas las zonas tórridas. Lo mismo en Méjico, en Madrid, en Cuba, en la Patagonia o en los arenales del desierto donde Vargas Vila suele hacer un paréntesis en su existencia de volcán errante para hablar con los leones. Con los leones libres. Porque Vargas Vila siente tanto horror por los jardines zoológicos como por las tertulias literarias. No encontraréis nunca a Vargas Vila en la casa de fieras. Siente un gran desprecio por los leones parlamentarios. El autor de «Los divinos y los humanos» es una gran incógnita para muchos intelectuales: jamás se encuentran con Vargas Vila. Hace unas semanas el periodismo policíaco buscaba en vano su nombre en las listas de los hoteles. En una de esas tardes tropecé con Vargas Vila en la Gran Vía. Iba solo, como una sombra entre otras sombras, con un fino espinazo de tiburón en la diestra. Un bastón raro que parecía una flauta de nieve en las manos de un músico egregio:
 —¡Es el espinazo de algún poeta de postguerra!
 —No —contestó el panfletario—; esos no tienen espinazo. Si acaso, protuberancias. Y llagas en ciertas partes, como las monas de circo. Estas generaciones de escritores, acerebrados y creyentes, topos místicos, escapados de las trincheras con el espanto de la muerte en las pupilas y el miedo de Dios en los corazones, son generaciones rebeldes a toda idealidad, porque son generaciones rebeldes al amor de la libertad. Sus gestos de renacimiento literario son gestos de larvas ciegas arrastrándose sobre las hogueras medio extintas que quemaron los cuerpos de los héroes, que al morir por su patria creyeron morir también por la libertad. Vuelo de mariposas sepulcrales escapadas de las tumbas mal cerradas y empeñadas en volar sobre la veste de un crepúsculo mórbido, con unas alas incoloras y tan frágiles, que el solo hálito de la hora enfermiza y precaria que les dio vida basta para romperlas.
 Vargas Vila había estado en La Habana a pique de vérselas con el caballero Carente. Pero la enfermedad no ha dejado en él huella. Le encuentro retoñado. Más arrogante. Solo. Enhiesto. Su palabra da la apariencia de una resurrección de rosas Vargas Vila es una fiel estampa de las cuatro estaciones. Pero con un doble milagro de potencialidad física y literaria. Descoyunta el calendario. Desconoce la cuesta de enero. Salta de los primeros fríos de diciembre a los áureos parques primaverales.
 Me cuenta cómo venció al caballero de la barca de ébano:
 —Caronte, con su padrejón de furias en el estómago, no es más que un «clown» grotesco que ha sufrido todos los sarampiones del misticismo. Un místico y un ateo suelen entenderse mal hasta en el borde de la tumba.
 Nos escondemos en el rincón trasero que asoma el café Kutz por la calle del Caballero de Gracia. Como siempre, unos «bocks» de cerveza. Y la palabra de Vargas Vila que fluye como un río en que claman violadas, atropelladas, desgajadas, todas las puestas de sol. En seguida descarga unos golpes de marrazo sobre Leopoldo Lugones. Me anuncia su «Odisea romántica», se le endurece la nariz corvina y vuelve a desaparecer, solo entre la muchedumbre, elegante como un príncipe inglés, con su bastón de luna en la mano, moviendo la blanca espina de tiburón llena de ojos de flauta, en la que parecen cantar las notas de los Atlánticos recorridos en su odisea de soledad, de romanticismo, de orgullo literario, de lucha contra todo lo grande y deforme. Es cosa sabida que la piqueta del gran colombiano goza en convertir en escombreras los ampulosos rascacielos literarios. Rascacielos que él llama rastacueros. Antes de partir lo ha dicho, comentando su odisea romántica:
 —Yo he sido el único escritor de nuestra raza que no ha ido a la Argentina en busca de reputación ni de dinero. Reputación, yo la tenía de antaño. Tanta, como para darla a todos los escritores argentinos; dinero, sino para comprar su elogio y hacer enmudecer la turba de rateros del renombre, a soldada contra mí, sí para permanecer erguido y de pie ante ellos, arrojándoles mi desprecio, como un sustento a su venalidad. Con el libro de mi odisea, producto justo de mi viaje, hago una obra de caridad, porque desde el día de su aparición no faltaron en España y en América cronista menesteroso, saltimbanqui literario y aspirante a folletista innocuo que dejaran de atacarlo. Mi libro es un libro de verdad y de independencia. Los únicos que podrían dolerse de él son los argentinos. Y los argentinos no existen. Han sido barridos por la ola de la invasión. Han desaparecido bajo la conquista blanca y silenciosa. A ese cadáver, medio sepulto, a los escasos sobrevivientes de esa raza, a la gloria de la Argentina muerta, por sobre la insolencia de la Argentina viva, por sobre los arcos de sus conquistadores sin victoria, arrojé mi puñado de rosas tintas en sangre de juventud y de independencia. Las echo sobre la tumba de una nacionalidad y de una raza muertas sin combatir. 
    

 El director del HERALDO me dice por la noche, alerta las antenas de mastín perdiguero que aprisiona la pieza en el aire:
 —¿Pero está aquí Vargas Vila?
  —Está….
 —¿Quiere usted hacerle una entrevista?
 —Hecha.
 Fontdevila conoce al autor de «Ibis» desde hace algún tiempo: cuando Vargas Vila y Pompeyo Gener ambulaban del brazo por las calles de Barcelona. El águila de los Andes se posaba en las ramblas, aparentemente amaestrada. En seguida daba el picotazo selvático. En cuanto se acercaba un reportero o un cronista de salón a acicalarse en el espejo de sus botines.
 Recordé el rastro de Vargas Vila. Le busqué en casa. No estaba. Había salido con Antonio Viso, sobrino y secretario desde que Vargas Vila rompió las primeras lanzas literarias. No podemos decir desde la juventud. Tendríamos un duelo con Vargas Vila. Porque la juventud la lleva él siempre del brazo, en sus libros llenos de velámenes nuevos y en la palabra exuberante y joven.
 Escudriño los objetos que hay en su flamante nido de soledad. Merceditas, una dulce cubana, la señora de Antonio Viso, ha subido al despacho de Vargas Vila. Lleva en las manos el último libro del panfletario, acariciándolo con sus manos de seda: «Polen lírico». Observo el rincón en que trabaja Vargas Vila. Enraman las paredes las banderas del Uruguay, de Cuba y de Venezuela. El resto de los muros se ve ametrallado de libros y de retratos: una magnífica caricatura que le ha hecho en Méjico García Cabral. Es estupenda. Primero nos hace pensar en una enorme cobra en acecho. Por fin descubrimos que este dibujo simbólico del escritor tiene la apariencia de un águila de piedra que reposa tranquilamente; con la garra puesta en la cima de las Pirámides. Otra fotografía: en Méjico, Vargas Vila y Obregón del brazo. Otra en la que al desembarcar en Veracruz, rodeado de sus amigos y de la Comisión oficiosa, empuña el telegrama en el que el presidente de la República le da la bienvenida en nombre de su Gobierno. Otras fotos de Vargas Vila en distintas épocas. La cabeza de Valle Inclán brotando de entre la hiedra de sus barbas. Pompeyo Gener, bajo su chambergo del barrio Latino posado como un cuervo sobre el cemento de Barcelona. En otro retrato, Vargas Vila, Rubén Darío y Santiago Arguello. Todo denuncia bienestar, riqueza y ornato. Con todo, Vargas Vila está de viaje. Me lo dice la novia blanca de Antonio Viso, que ha dejado el «Polen lírico» sobre la mesa y ahora acaricia un niño que tiene rizos de flor. Vargas Vila parte mañana hacia París:
 —Todo ha de embalarse esta noche— dice la dama de Antonio Viso.
 Efectivamente, la casa desaparece como por encanto, lo mismo que esos palacios provisionales de tramoya cinematográfica en los grandes estudios de Hollywood.
 La mañana es de sol dorado. Arrastra algunos velos matinales, llenos de fastuosidad, el Manzanares, en la pobreza de su cauce. Vargas Vila llega una hora antes de partir el tren que le llevará hacia Hendaya. Gusta de madrugar como los gallos y ponerse gorgueras de amanecer. Trae del brazo a Antonio Viso. Su secretario está ciego desde hace unos meses. Merceditas en el coche-salón acaricia el infante de rosa. Vargas Vila mira de vez en cuando fijamente las pupilas quietas de Antonio Viso. Durante muchos años Vargas Vila viajaba cómodamente con su secretario. Ahora ha de llevarle del brazo. Manantial inédito en Vargas Vila: la ternura. Yo comento:
 —Al león le ha nacido una flor en los dientes.
 Por el paseo de la Florida se desliza la entrevista, mientras que el Manzanares va arrastrando hilos de sol. Las copas profundas y verdes de los árboles se empolvan como petimetres, pasando la mota del sol por la polvareda del cielo. Los oficios árboles del paseo de San Antonio se calientan y se despulgan, entecos y deslavazados, como en los aguafuertes de Goya.
 Se cumplen cuarenta años de la publicación de su «Aura o las violetas». Casi los mismos en que Vargas Vila hace sus «Siluetas políticas», traspasa las fronteras de su tierra y el Gobierno venezolano le interna, a instancia del Gobierno clerical de Colombia. Pero Vargas Vila no cambia. Me dice:
 —Yo no soy un escritor político que hace literatura. La literatura pasa. La política es eterna, aquellas pocas veces que se pone al servicio de la libertad. Obregón, hombre político, es una gran avanzada de la generación de hombres libres. Antes no pude hablar. Estaba ese hombre en el Poder. Aparecería como una adulación mi grito de justicia. Pero ahora sería una cobardía en mí, hombre el verbo rojo y amante excesivo de la libertad, no decir y no hacer constar que esos avances, esas conquistas, esas glorias, se deben a esos partidos avanzados, n la falange roja, a la falange demoledora, a la que ha coronado con un fulgor de sol y de sangre los horizontes todos de la Historia. Ha sido esa falange la que ha redimido al pueblo de Méjico, al verdadero pueblo de Méjico, y ha llevado al Poder, la raza oprimida, la raza esclava, que llegó resurrecta, libertada y vencedora al Capitolio Nacional, llevada por la mano de aquel Lohengrin Azteca, violador de leyendas seculares, que se acercó a su Ergástulo para libertarla; rompió sus cadenas, sacudió su manto imperial, ultrajado por los siglos, y la llevó amorosamente hacia las más altas cimas de la libertad. La parcelación de tierras, antes en manos de unos cuantos terratenientes extranjeros espacio de pretores rurales del fenecido imperio porfirista, los liberta ahora, por medio de la ley Agraria, de sus grandes opresores, y crea un pueblo de agricultores donde había una tribu de parias.


 —¿Y su impresión do Cuba?
 —Para mí fue un peñón hospitalario donde dejé un semillero de afectos. Me detuve en La Habana como en un remanso, de espaldas a la política. Méjico es otra cosa. Méjico ha tomado mi ideología política. El resto de los Gobiernos de América no merecen ni siquiera mi misericordia. En Cuba estuve dos años, y en mis libros no hay una frase de loor para su Gobierno. Una cosa es la Cuba sentimental y otra la Cuba oficial. El presidente Machado significa la invasión de la selva en la urbe. Quiero también hacer constar que después de treinta años de vida civilizada en Europa y ocho en los Estados Unidos, mucha parte de América fue para mí una revelación. No conocía más que la frontera de mi patria que termina en la selva de Venezuela, y el trozo de selva de Venezuela unido a los bosques yanquis. Pero yo no reflejo una política. Me reflejo en la política como el sol sobre el pantano. Los batracios tienen derecho a indignarse contra mi luz. A lo que no tienen derecho ni fuerza es para evitar mi luz y para seguirme en el vuelo. Tengo el desdén de la literatura. Y a fuerza de huir de ella ha creado la literatura del desdén. ¿Los iconoclastas dice usted? Yo no he sufrido nada con los iconoclastas.
 No se queman los ídolos, sino aquellos que son de cartón. El fuego no devora el mármol. Hay iconoclastas destructores a causa de su impotencia para ser constructores. Esos iconoclastas son la protesta de Onán contra a fecundidad de los patriarcas de la Biblia. ¿Dice usted que el pasado? El pasado no muere. En ciertos hombres, se suicida, porque no tuvieron razón de existir. El olvido los cobijó antes de nacer.
 La hoscatura de Vargas Vila no es de un escritor. Es la del terrible panfletario. En la que pudo tener imitadores en su apoca. Pero no émulos. Acaba de publicar su «Polen lírico» este hombre, fecundo y luminoso como la Vía Láctea, y ya la Casa Sopeña se apresta a imprimir «El imperio romano». Después vendrá «Dietario crepuscular». Más tarde, «Del joyel mirovolante», «La sonrisa del beduario». Sigue en pie su revista Némesis, papel hecho una hoguera con el que tantos años mantiene su barricada lírica contra todo lo respetable desde su redacción de París.
 -A las fieras de mayor concepto individual —me dice— se les mellan los dientes al entrar en la urbe, que es una selva sin prestigio. En cambio, a mí me han crecido. Todavía ando solo por esta selva de hombres en grupo. Lo que quiere decir que la selva no puede luchar conmigo.
 —¿Cree usted que se le conoce bien en España?
 —En España conocen mis obras. No conocen mi obra. Hay muchos hombres que me han leído y no me han comprendido. Acaso sea porque
no soy un escritor al servicio o en contra de una política. Menos a ras de una política. Yo he dado alas a la política. He hecho de una libélula de charca un águila caudal remontada a las nubes. En una palabra: he vivido por encima de la política. Es muy distinto decir muchedumbres de orientadores a ser un orientador de muchedumbres. Por lo demás, tanto en América como en España, no me interesa el insulto. Que me recuerden de esa manera está bien. Siempre el insulto ha sido el mejor homenaje de los héroes.
 —¿Qué me dice de los radicalismos?
 —¿Pero es que existen otros radicalismos que los míos? En materia de ideas no he pasado nunca del radicalismo. Soy el último jacobino. He señalado a las muchedumbres el camino de loa libertad, como Moisés, el paso del mar Rojo. Pero, como Moisés, no he cruzado las aguas en compañía de los judíos. Traté de hacerlos libres sin lograr que los libertados me pusieran el grillete el pago a la libertad. Los partidos y los pueblos. Los aman en el fondo de la Historia, no olvidan nunca a sus opresores. En cambio odian profundamente a sus libertadores. Cuando no les pueden dar otra muerte los degüellan, entregándolos en manos del olvido. Por eso el libertador, de lo primero que se liberta es de toda ilusión con los libertados. Para ser perfectamente libres lo mejor es no dejar ninguna cadena, ni siquiera la de la gratitud. 
 —¿Qué me dice de la sexta Conferencia panamericana?
—De antemano esperaba su contenido. No ha sido para, mí ninguna sorpresa. La ilusión, el único pecado de los apóstoles, no ha enraizado nunca en mí. En esa Conferencia están representados los Gobiernos. No los pueblos. Los Gobiernos no hacen nunca gestos de libertad. Leguía y Machado, manufactureros de las esclavitudes de América, no hacen más que vender las nacionalidades a cambio de que a ellos los dejen en libertad. En América no hay más que un pueblo de pie: Méjico. Para ser grande no necesitaba que el resto de las naciones hispanoamericanas se pusieran de rodillas. Bien es verdad que los pueblos, en ciertos momentos, no pueden manifestarme más que en el silencio y la tumba. A veces se refugian en el silencio para no caer en la tumba, que es el silencio más respetuoso. Los muertos son los únicos que no adulan.
 —¿Qué opina de Blasco Ibáñez? — —Tuvo ocasión de acabar de rodillas y prefirió morir de pie con la frente hacia el azul. Su vida pudo ser vituperable, pero su muerte es admirable.  No estamos tan ricos de hombres de libertad para que la muerte de un hombre libre no nos entristezca. Lo que sus enemigos camaradas de letras le envidian no es su talento. Es su dinero. Haber sido rico, ése es su crimen. Era un vencedor. Y los vencedores nunca serán perdonados por los vencidos.

 Leyendo la obra de Vargas Vila se nota en él una cultura formidable y nueva. Esto que llaman los vanguardistas cultura actual es un plagio a Vargas Vila. Un despojo que se le ha hecho al autor de «Odisea romántica», que desde el año ochenta tiene esa cultura de que presumen los gesticuladores de todo advenimiento literario.
 —¿Qué impresión lo dio Buenos Aires?
 —Ya lo he dicho. En Buenos Aires se han dado cita, no los más grandes edificios, sino los más grandes adefesios qué la insolencia sin arte haya podido levantar sobre un suelo bastante sumiso para soportar su peso deshonroso sin hundirse de vergüenza o sin temblar de horror. Lo pretencioso y lo cursi son los distintivos de aquella arquitectura en que se ensayan todos los órdenes sin culminar en ninguno y se deforman todos los estilos, sin ahorrar uno solo, de la salvaje profanación. La carencia absoluta de originalidad es la distintiva de Buenos Aires, en todo, desde sus escritores hasta sus escultores, de sus pintores hasta sus arquitectos y de sus revolucionarios hasta sus limpiabotas. Nada original, nada nuevo, nada suyo. Todo importado, todo imitado. La imitación es la musa de aquella ciudad, desprovista de genio creador y con una enorme cantidad de alma simiesca para imitar los gestos europeos. Es la patria del plagio. Y es, sin duda, a causa de eso, que es la patria de Lugones. La copia es la norme imperante allí, y por eso aquella ciudad sin genio, hogar de artistas trashumantes, incapaz de crear nada, lo copia todo, y no es, desde sus letras hasta sus artes, sino un vasto «Museo de Reproducciones».
 Por último, comentando la claudicación de otros varones sesudos al entrar en la senectud, Vargas Vila contesta encrespado:
 —Yo he llegado a los sesenta años y conozco ese orgullo de no claudicar ni con la eternidad. Todos, o casi todos, capitulan con la vejez. Yo no he capitulado. Lo primero que hacen los viejos es capitular con Dios. En cambio, yo acabo de decir: «Muchas veces me inclino sobre mi tumba con la repugnancia de encontrarme con la imagen del Supremo Chimpancé sobre mi losa. Me sería un encuentro muy desagradable hallar el dolor más allá del sepulcro. Una de las tristezas de mi vida es no tener ya nada que negar. Desde mi adolescencia vengo negando. Agoté la negación. Sin embargo, amo mis sueños de hoy. No creo que me encuentre mal en el sepulcro. Lo siento, porque las cenizas no tienen voz. La tristeza de morir en mí es en esta hora en que todos han hecho apostasía. Quedaría huérfana la libertad. Sin un grito do protesta. Sin una voz defensiva. Pero, después de todo, me consuela la tumba, porque irá a ella a refugiarse conmigo la libertad. En consecuencia: mientras yo tenga un corazón, la libertad tendrá un altar; mientras tenga un cerebro, la libertad tendrá un refugio, y mientras tenga aliento, la libertad tendrá una voz sobre la tierra, ¡Qué me importa morir, si la libertad callará conmigo! Será mejor morir, para no seguir oyendo el himno de los esclavos que insultan a la libertad.
 —¿Cree usted qué Francia sigue siendo el meridiano de Europa?
 —El genio de Francia era el genio de la libertad, y Francia, al decapitar la libertad, decapitó su genio con el hacha de la reacción. Por eso, Francia no es ya el faro intelectual del mundo, sino la roca aislada y desnuda en la cual hubo un faro que la tempestad volcó. Roca oscura, madre de tinieblas, al pie de la cual aúllan y se lamentan todos los náufragos. Francia no ha sabido hacer uso de su victoria sino para estrangular la libertad, y al matar la libertad apagó la antorcha que fulgía en sus manos. Y el genio de Francia ha dejado de ser el símbolo de la Libertad que iluminaba el mundo.
 Al subir al vagón me abraza. Vuelve a mirar los ojos ciegos de Antonio Viso. Me dice que dulcifique las palabras en torno de Cuba. Se podría entristecer Merceditas. Lo dicho: al león le ha nacido una flor en los dientes. Entre el humo del tren, que parte, Vargas Vila se asoma a la ventanilla y sonríe. Me dice adiós su cabeza de cobra.

 El Heraldo de Madrid, 6 de julio de 1928, pp. 8 y 9.



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