domingo, 14 de septiembre de 2025

Lealtad y herejía de Venecia

 

  Jorge Mañach

 

 Sí, tienen razón los gondoleros. Venecia pertenece al pasado: las lanchas de motor en los canales son una herejía -casi tanto como estos turistas que hormiguean por la plaza de San Marcos un poco sonsos, un poco embriagados de la fragancia añeja.

 Sería muy deplorable que Venecia no se resignase a ese destino de cosa pretérita, detenida en el tiempo, como parece amagarlo cierto plan de expansión que vi, muy ilustrado, en un periódico de Roma. Si tales proyectos de corte americano se llevan a cabo, si la villa acuática se empeña en seguir echando estribaciones de cemento sobre la tierra firme, acabará por perder esta concentración y unidad maravillosas que hoy tiene. San Marcos dejará de ser su corazón trajinado de palomas; las calles aledañas, de tan aristocrática intimidad, se tornarán arrabaleras; los palacios de color de malva, de color de miel, que levantan del agua misma sus fachadas de esmalte y filigrana, ya no serían más estas reliquias vivas, habitadas, que hoy son, sino pura arqueología de mirar. La gracia actual de Venecia, su gracia eterna, consiste precisamente en esta compenetración orgánica de lo vital y lo estético, en este ser habitación museal, donde la gente sale, como si tal cosa, de su zaguán vetusto a unos peldaños de lamido musgo, y de los peldaños a la góndola, y de la góndola no se imagina uno a qué.

 ¿De qué vive, en efecto, esta ciudad, como no sea de los recuerdos hechos sustancia, o de su agua y aire propios, como una flor lacustre? ¿Qué significa en ella ser abogado, obrero, corredor de bolsa, periodista? Las únicas profesiones que aquí se conciben son esas que están a la vista: el guía, el vendedor de tarjetas postales, el mercader de cueros o de cristales y encajes opulentos, el pintor, el sacerdote… Claro que hay un hinterland de negocios y política; pero afortunadamente no está a la vista: la ciudad hasta ahora ha sabido disimular esas servidumbres modernas. Sabe que su encanto consiste en una suerte de primitivismo exquisito, en aquella conjunción de lo bello y lo espontáneo que le hacía decir a una turista americana, al contemplar los residuos sólidos que flotaban en el agua de un canal:

 -Oh, it’s so nice and dirty!

 Sí, tan linda y sucia a la vez; tan viva y decrépita; tan severa y risueña. Bien ha hecho en desplazar sus frivolidades más modernas al otro lado del lago, al Lido. Esos hoteles, esas playas, esos americanos en trusa, esos cocteles bajo los parasoles, también deben ser como una concesión lejana y discreta a la modernidad; aquí, en las isletas clásicas del Rialto, hubieran sido como pistolas a un Cristo. Esta ciudad -la de más placenteros lujos en Europa hace un siglo- ya no tiene derecho a divertirse, porque los nuevos estilos de frivolidad no se avienen con su tradición augustamente sensual. El nilón ha sustituido al terciopelo. Los caballeros son atléticos y nada sutiles; las damas de hoy, tan esquemáticas en su desnudez, hubieran repugnado al Ticiano.

 Mucho me desazonó ver, en la esquina de una iglesia fastuosamente barroca, un cartel de propaganda comunista, convidando a no sé qué arrebatos del camarada Togliatti. Pero se percibía que eso no era más que un episodio, como el de la huelga de los gondoleros. En cambio, toda el alma de Venecia parecía volcarse esos días en las grandes banderolas que señalaban, al otro lado del Gran Canal, una exposición retrospectiva de Tiépolo.

 Porque no es alma de agitación, sino de contemplación, de éxtasis sensual, el alma de Venecia. Sus pintores nunca nos convencen cuando pintan batallas o ceremonias, ni cuando se meten en aventuras celestiales. Todos sus grandes artistas -Giorgione, Ticiano, Sansovino, Tintoretto, Paolo Veronese, Palladio, Tiépolo mismo-, son plásticos de la luz, del color, del ritmo, sin más complicaciones. Aquí, en estos primeros templos renacentistas, se quebró definitivamente la fuga mística del gótico. Son templos, a la verdad, con más lujo que recogimiento. En las fachadas seculares, el gótico perdura, como se sabe, pero con la austeridad ya diluida en orgías de color. Y ni en San Marcos le costó trabajo a Venecia coquetear con las filigranas terrenales del bizantino. Ese interior embriaga, pero no anonada.

 Más ya veo que me estoy poniendo descriptivo -descubriendo el Mediterráneo. Librémonos de esa tentación barata y digámosle adiós a Venecia desde está góndola que nos lleva, con su lentitud de siglos, a la herejía de su estación moderna.


 Diario de la Marina, 14 de septiembre 1951.


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