Esta excelente -por rara, por fruitiva- y antigua versión de “El Reloj” de Baudelaire apareció, sin referencias al traductor, en el Diario de la Marina, el 16 de febrero de 1899. Cierto que hasta ese momento (justo hasta 1899), la inmensa mayoría de las traducciones de poetas franceses -no solo las de Baudelaire y no solamente las de periódicos, sino también las de revistas literarias- aparecían sin la firma del traductor, estando las realizadas por Julián del Casal y Manuel Reina entre las pocas excepciones.
Me pareció que una versión como la aparecida ese año en La Habana bien valía, por su calidad, un rastreo. Y el resultado ha sido el siguiente: se publicó originalmente en La vida galante (núm. 2, 13 de noviembre de 1898), la extraordinaria revista que el escritor hispano-cubano Eduardo Zamacois acababa de fundar en Barcelona, revista de un embrujo gráfico y erótico sin precedentes en el orbe hispánico que, ya para su primer número, había traducido a Baudelaire.
Es muy probable que Zamacois mismo fuese el traductor, tanto más si en un breve paseo por sus memorias encontramos estas precisiones: “Yo, diariamente –inventados o traducidos– escribía cuentos, crónicas, biografías, artículos de crítica, informaciones… […] De tantos desvelos, de tan calenturiento bregar con tipógrafos malos, con grabadores que no entregaban su trabajo a su tiempo, con fabricantes de papel que no servían puntualmente las resmas que necesitábamos, de todo nos compensaba el creciente auge de la revista”.
En efecto, parece que en los comienzos de la publicación todo el trabajo recayó en Zamacois y en su amigo, el gran editor y pornógrafo, Ramón Sopena.
Hay una frase que quizás solo podía traducirla así Zamacois: “el granujilla del Celeste Imperio”. De entonces acá hemos topado con “el chavalito”, “el muchacho”, “el chico”, “el chiquillo”, “el chicuelo”, y seguramente habrá otras tantas…, pero ninguna que le haga sombra. Sea válido para el resto del poema, como en esta línea insuperable: “En cuanto a mí, si me acerco a la hermosa Felina, honra de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu…”, etc., lo que va a dar a esa hora inmóvil de la carne, hora abismal, que ninguna aguja marca.
Pedro Marqués de Armas
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