lunes, 6 de diciembre de 2021

Pequeña historia de un gran libro

 

 Claude Couffon


 Fue, yo creo, en 1955. Yo trabajaba en un despacho del Instituto Hispánico, en París, cuando ella entró, seguida de su compañero de entonces el poeta cubano Fayad Jamís. Era extrañamente bella: los ojos de terciopelo negro, un mazo de cabellos rizados, negros también, la piel blanca y mate, suave corno un delicado fruto. Yo creí volver a ver a Colette, o más bien imaginé a Colette a esa edad. Pero ella se llamaba Nivaria. Nivaria Tejera. Llevaba bajo el brazo un manuscrito que me tendió pidiéndome leerlo. Y partió; pero su voz -una voz insólita, a la vez satinada y áspera- se negaba abandonar mi oído.

 El manuscrito llevaba un título simple e inquietante: El Barranco. Lo abrí y comencé a leer: «Hoy empezó la guerra. Tal vez hace muchos días. Yo no entiendo bien cuando empiezan a suceder las cosas. De pronto se mueven a mi alrededor y parecen personas que conocía desde hace tiempo. Para mí que no sé pensar, la guerra empezó hoy frente a casa de abuelo.»

 De entrada, el tono estaba ahí. Un tono inimitable que creaba el embrujo. Una niña hablaba. Ella hablaba de la guerra que en una pequeña ciudad de Canarias -La Laguna- agredía bruscamente a un niño en su universo de seguridad y de ternura. Cuando los soldados aparecían y volcaban a golpes de botas las plantas de helechos, el mundo frágil que rodeaba una niña de cinco o seis años de edad se desmoronaba: el de una familia modesta, unida, que formaban una tía costurera, una madre celosamente unida al hermano menor, un abuelo albardero dispuesto siempre a contarle la historia de los pájaros y a tocar en la guitarra sus aires preferidos, y un padre con el que uno gusta pasearse y del cual se admira la fuerza de espíritu y la fuerza sin más, y también el ser admirado por él. Pero ¡ay! ese padre ideal era periodista republicano, y cuando la rebelión franquista estalló fue perseguido y al final encarcelado, obligado a vivir, según las propias palabras del abuelo, «en una isla que se llama prisión». Para el niño es el surgimiento de un horrible vocablo de adulto, del que se ignora el sentido, pero del que se sufre sus efectos inmediatos: la angustia. «Sin papá estoy siempre sola.» Desgarradora confesión, mientras que otros vocablos no menos nuevos, inquietantes se transformaban en experiencias: proceso, tribunal, veredicto, liberación, y pronto, otra vez: arresto, internamiento, campo de concentración. Sí, la experiencia, las experiencias, eran los interminables viajes en autobús hasta la prisión, el padre apenas apercibido al fondo de las rejas, la espera de las mujeres, cargadas de fiambreras, en las puertas de la prisión. Y por la noche, cuando se está solo y lleno de temores en la cama, la atroz visión de un padre que estaría ya acaso tendido, muerto, fusilado, en el barranco, como esos hombres que había visto pasar en los camiones conducidos por soldados. Y cuando el lacónico telegrama llegaba «Exiliado -Isla del Hierro- Cuarenta años. Stop», se sabía que el golpe final había sido asestado. No, nunca más, nunca más esta niña volvería a ser una niña.

 La guerra de España no era ya aquí el heroísmo colectivo del que habían hecho un mito, y al que nos habían habituado, l'Espoir, de André Malraux o Por quién doblan las campanas, de Ernest Hemingway. Era un desastre otro que traumatizaba lo más puro de cada uno de nosotros: la infancia.

 

   Caía la noche cuando cerré el manuscrito de este libro bello como un diamante negro. Sus palabras heridas y temblorosas avanzaban aún en mi memoria. En aquella época yo tenía el placer y la responsabilidad de una crónica consagrada a los libros españoles y suramericanos en la revista Les Lettres Nouvelles, dirigida por Maurice Nadeau. Este descubridor excepcional de jóvenes talentos había fundado, paralelamente a la revista, una colección literaria del mismo nombre en la cual se editaban libros españoles y suramericanos en la revista «Les Lettres Nouvelles», dirigida por Maurice Nadeau. Este «Tradúzcalo, me dijo él. Yo lo publicaré.» Lo cual hicimos.

  El Barranco vio la luz en el otoño de 1958 en su primera edición. El libro fue una revelación que los más eminentes críticos -el difunto Max Pol Fouchet a la cabeza- saludaron con entusiasmo. Robert Sabatier, que no era aún el autor de éxito de Allumettes Suédoises, y para quien lo maravilloso infantil constituía ya su tema novelesco privilegiado, escribió en la revista «Le Temps del Hommes»: «Ignoro cuál será la suerte en Francia de este maravilloso relato. Considero que es el libro más sutil, más delicado, más verdadero que me haya sido dado a leer desde hace mucho tiempo. El me aporta la más terrible de las acusaciones contra la guerra: la de un niño solo entre las ruinas. Inseparable de los años 1936, documento más real que tal o cual historia que pretenda contarla, yo sé que este libro no abandonará ya mi biblioteca.»

 Habría que reproducir aquí las innumerables líneas fervientes del voluminoso archivo de prensa que saludó el nacimiento de Le Ravin. Las de Elena de la Souchre en «Les Temps Modernes» y en «Franee Observateur» quien proclamaba «la revelación al público francés de un autor de la más rara especie en nuestra época: una novelista de estilo o más bien un poeta de la novela. En Le Ravin, proseguía, la soledad, la angustia, el miedo, la fatiga precoz de un alma cansada de esperanza, de la rebelión y de la espera, esos sentimientos, esos matices que forman toda la materia del relato, son transcriptos en signos visibles: gestos, impresiones visuales, colores, detalles de atmósferas seleccionadas con una segura intuición del hecho «significante» y de la concordancia entre el paisaje interior y el paisaje exterior. «Desde que la guerra ha empezado los niños no existen más.» Esta frase de Nivaria Tejera encierra una acusación terrible contra los autores responsables de la guerra, ese escándalo del que comenzamos a comprender los efectos gracias a testimonios como los de Juan Goytisolo, Michel del Castillo y Nivaria Tejera.» André Wurmser en «Les Lettres Frangaises» afirmaba: «Es un libro admirable y desgarrador, que no conviene leer si la paz de la conciencia ahogada se prefiere a la luz, si el lector tiene miedo del ojo bien abierto en las tinieblas que le mira fijamente desde la sombra. Todo el tiempo que he leído, el corazón crispado, Le Ravin, me acordaba del niño de Badajoz a quien los falangistas y los curas adoctrinaban después que los franquistas habían fusilado a su padre, y que murmuraba en voz baja a un extranjero: «dicen que él era malo, pero a mí me quería mucho». Igualmente la revista Europe señalaba el logro literario de Nivaria, en ese libro, como extraordinario. «Ciertas páginas son relatos-poemas de una belleza desgarradora, y todo ello obtenido sin violencia, al contrario, con un sentido excepcional de la medida, lo que nos hace vivir el drama en el corazón, en el pensamiento mismo del niño.» Y André Dalmas en «Arts»: «una obra seductora por la frescura del tono y el movimiento oatético del relato». Y Henry Chapier: «la psicología de esta niña salvaje, la espontaneidad de sus movimientos, he ahí la originalidad de la novela, que no es un documento más sobre la guerra, sino que ofrece una imagen más atroz que cualquier otro relato circunstancial».

 Y, para concluir estas citas, la rotunda acogida de Genéviéve Bonnefoi en la propia revista «Les Lettres Nouvelles», cuyo análisis de Le Ravin anuncia ya el singular estilo de sus futuros libros, la originalidad que caracteriza su escritura: «Nivaria Tejera nos cuenta en poeta, sin retórica y sin énfasis, esta dolorosa experiencia infantil, logrando ese milagro de restituirnos los seres y las cosas tal como pueden ser percibidos por una sensibilidad infantil: atmósfera más que descripción; cortos diálogos, pequeños cuadros netamente perfilados, personajes fragmentarios o episódicos cuyos rasgos se afirman mientras que otros permanecen ocultos en la sombra. Su prosa densa está sembrada de imágenes asombrosas, nunca gratuitas, evocando una Colette ibérica: es la máquina de coser de la tía la que, durante la noche le recuerda «una locomotora deteniéndose en cada pueblo; es el perro el que 'desplaza el miedo´ rascando el suelo; es la tortuga 'ese pequeño animal tan duro que tiene uno ganas de sembrarlo como un grano', o los gatos, quienes 'se precipitan al fondo de la noche'. Este pequeño libro está en la línea de los grandes libros».

  

  Una amistad delicada, apasionada -tempestuosa a veces- debía unirme a Nivaria. Supe poco a poco cómo ella vivía (sin holgura), criaba a su hija, había encontrado al pintor español Hanton, su futuro compañero, dibujaba, pintaba, escribía, escribía.

  En el otoño de 1970 Maurice Nadeau publica su segunda novela en «Les Lettres Nouvelles»: Sonámbulo del Sol, en una traducción de Adelaide Blásquez. El cuadro había cambiado, ya que Nivaria, entretanto, había vuelto a Cuba, el país de su juventud, con la revolución cubana, y contaba, en una tentativa de escritura total, la aventura de un mulato de treinta y tres años, Sidelfiro, deambulando sin trabajo bajo el clima de la dictadura anterior, destruido por la no comunicación y también por el sol, ese dios castrador «que transforma el mundo en cloaca y el hombre en sonámbulo». Con ese libro brillante Nivaria obtiene el premio Biblioteca Breve, otorgado por Seix Barral en Barcelona, quien lo edita con una categórica publicidad de contraportada: «la audacia y originalidad de Nivaria Tejera sitúan a Sonámbulo del Sol entre las muestras más logradamente renovadoras de la actual novela en lengua española».

 Hoy, un manuscrito de cubiertas negras llega a mi mesa con el título provisorio de Huir la Espiral o El ojo exilado. Es la tercera novela de Nivaria. Todo este libro, me escribe ella con su fina escritura recta y como dibujada, todo él es la historia de un errar sin fin, el de Claudio Tiresias Blecher, un personaje a la búsqueda de su identidad. El propone un pensamiento fresco, aunque de apariencia laberíntica, que lleve a meditar desde otros ángulos y con otra perspectiva el destino del hombre dentro de una sociedad que sólo tiende a excluirlo racialmente. Y añade: «no siempre ha de ser la literatura con ojos de cubitos de madera, que asienta únicamente la consabida y fina estética de los ciegos dando vueltas al mismo ovillo enredado, la que ponga en evidencia nuestra realidad».

  ¿Cómo mejor definir la continuidad literaria de Nivaria Tejera?

 

                                         París, 1982.

 

 “Prólogo”, tomado de El Barranco, Edirca S. L., Las Palmas de Gran Canarias, 1982, pp. 9-15.

 

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