Pedro Henríquez Ureña
Cartas recientes me anuncian que Salomón de la
Selva ha sobrevivido a la Gran Guerra. Son tantos, aun para quienes hemos
nacido en países que no tomaron parte en el conflicto, los amigos y los
conocidos que han muerto, o de quienes no se tienen noticias aún, que cabía
abrigar temores sobre la suerte del poeta.
Salomón de la Selva se había alistado en el
ejército de Inglaterra a mediados de 1918, cuando acababa de publicar su primer
libro de versos en inglés. Desde mediados de 1917, estaba pronto a entrar en
filas, a pelear en la guerra justa: en el training
camp había conquistado el derecho a ser teniente; pero el ejército de los
Estados Unidos se mostraba reacio a admitirlo si no adoptaba la ciudadanía
norteamericana, y el poeta declaró que no abandonaría la de Nicaragua. Al fin,
hastiado de gestiones inútiles, se alistó como soldado en el ejército de
Inglaterra, patria de una de sus abuelas. Después del aviso de su llegada a
Europa, las noticias faltaron durante meses; ahora sabemos que se halla cerca
de Londres, y que de cuando en cuando visita los centros de reuniones
literarias, donde se le acoge con interés.
Salomón de la Selva nació en León de
Nicaragua, hace poco más de veinticuatro años. Cuando contaba doce, llegó a los
Estados Unidos, y bien pronto, con rapidez infantil, adoptó el inglés en lugar
del castellano, como lengua para sus incipientes ejercicios literarios. Durante
unos cuatro años, leyó a los poetas ingleses. Y escribió, escribió
torrencialmente. Regresó a Nicaragua; recobró el terreno perdido en su idioma
natal; pero el ajeno le era ya más familiar, irrevocablemente, en el orden
literario. En 1912 se halla de nuevo en los Estados Unidos, y no los abandona
hasta que la pasión de la justicia lo lleva al ejército de los aliados.
Le conocí en 1915, cuando la revista The Forum, de Nueva York, acababa de
aceptarle para la publicación de su Cuento
del país de las Hadas. Por primera vez una composición suya aparecía en una
revista de importancia.
Poco después no unimos para realizar pequeñas
reuniones a que asistían hombre de letras de las dos Américas. Allí, si no me
equivoco, comenzaron los del Norte a poner atención en la poesía rotunda y
pintoresca de Chocano, cuya visión externa del Nuevo Mundo es la más rica que
hoy existe, en verso castellano o en verso inglés. Entre los poetas
norteamericanos, amigos de Selva, se contaban ya Thomas Walsh, pulcro y
cultísimo, ameno conversador, lleno de anécdotas sabrosas: William Rose Benét,
el místico del Halconero de Dios, con
su moderación de modales y su elevación de ideas; el sencillo y sonriente Joyce
Kilmer, caído luego en tierra de Francia….
Después, Selva tuvo muchos amigos literarios,
desde los pontífices cuya opinión consagra
hasta los principiantes que admira; estuvo de moda en los cenáculos; el decano de las letras norteamericanas, Howells, le
dedicó caluroso elogio, sin conocerle personalmente, desde la tribuna del Harsper’s Magazine. En fin, hasta causó
extraña conmoción, en una solemnidad panamericana, atreviéndose a decir
verdades duras en presencia de Roosevelt. (….)
El primer libro de versos de Salomón de la
Selva, Tropical Town and Other Poems,
sorprende por su variedad de temas y de formas. Hay quienes se sienten
desorientados entre tanta riqueza, y no saben dónde hallar el hilo de Ariadna
para el laberinto. A esos podría atormentárseles diciéndoles que aún hay más,
mucho más, en la obra de Salomón de la Selva –otros temas y otras formas que
no hallan cabida en el volumen-, y que, desde luego, hay más, mucho más, en su personalidad.
Para mí, la fuerza de unidad que anima su obra
está en el delirio juvenil que se apodera del mundo por intuiciones rítmicas,
intuiciones de color, de forma, de sonido, de fuerza, de espíritu: todo se
inflama bajo su toque.
Pero no es exclusivamente intuitivo, sino que
posee cultura poética, honda y gran caudal de recursos artísticos. Según el consejo
de Stevenson –incomparable maestro de técnica literaria-, se ejercitó en todos
los estilos: le he visto ensayar desde la lengua arcaica y los endecasílabos pareados
de Chaucer, hasta el free verse de
nuestros días.
No en vano dije que hay en su obra más de lo
que revela su primer libro, cuya mayor parte puede encerrarse dentro de las
normas del siglo XIX. Hasta ahora, en verdad, cabe decir que Selva no se ha
decidido a romper con el siglo XIX: el marco de sus inspiraciones comienza
generalmente en Keats y Shelley y llega hasta Francis Thompson y Alice Meynell.
Diríase que espera dominar su forma antes de lanzarse de lleno a las
innovaciones: su buen gusto así nos lo haría esperar (…).
Su poesía se distingue ya, en el país donde
comenzó a escribir, porque posee elementos que no abundan en los Estados
Unidos: imágenes delicadas y música verbal. La imaginación norteamericana propende
al realismo, a las concepciones claras y sin ornamentación: cuando se exalta,
tiende a lo vasto sin contornos, como en Emerson, como en Whitman, como ahora
en Sandburg o Lindsay. Fuera de Poe, apenas hay imaginativos, sino de grandes
magos del ritmo. En cambio, Inglaterra es patria, no sólo de grandes poetas
imaginativos. En Inglaterra, pues, mucho más próxima que Norteamérica a la
cultura y a los gustos latinos, encontrará Selva el campo propio para su
desarrollo ulterior.
He discurrido ya tan largamente en torno de su
obra, que apenas me queda espacio para dar idea de sus temas. Desde luego me
aventuro a afirmar que el primer deber literario de todo hispanoamericano que
sepa inglés es leerle; el segundo deber será traducirle: lo cual no sería
favor, sino gratitud, porque Selva ha vertido al inglés a no pocos de nuestros
poetas.
La parte más interesante del libro es, para
nosotros, la sección Mi Nicaragua, colección de acuarelas sorprendentes por lo
delicadas y justas (…). Las otras secciones tienen menos cohesión: hay paisajes
de la Nueva Inglaterra, madre espiritual de los Estados Unidos; hay versos de
ira y de amor para la tierra en que escribía sus versos ingleses (¡oh Rubén
Darío, autor a un tiempo mismo de la Oda a Roosevelt y de la Salutación al Águila!); hay canciones inspiradas en canciones populares o en las rimas infantiles de su
hermana; hay poemas inspirados por obras de arte –Bach, Giorgione, Cellini-;
hay creaciones de fantasía que se agita “en danzas etéreas”, como el encantador
Cuento del País de las Hadas; hay salmos de amor ideal y hay gritos crueles
sobre el hambre y el odio. Y todo lo ha vivido el poeta. Él lo dice: “He de
vivir las canciones que canto para salvarlas de la muerte” Si, aunque “el decir
las cosas bien” aparezca como signo de artificialidad a los ojos de los
superficiales. Es verdad. Todo lo ha vivido el poeta.
El Fígaro, Año XXXVII, Número
12, 6 de abril de 1919. Recogido en La
Utopía de América, 1989, pp. 390-93.
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