Georges Perec
El colegio Geoffroy Saint-Hilaire reclutaba a sus alumnos entre
siete grupos diferentes. El primero, formado por la clase de los externos o de
las externas vigiladas, reunía a los etampeses y etampesas de origen o
residencia: la hija del panadero (por la que más tarde creí morir de amor), la
hija del estanquero, los cinco hijos del doctor Chamier, el hijo del sastre, la
hija del señor Bomber, vendedor de franelas y gorros de algodón cuya tienda se
llamaba «Al modo de París», etc.; el segundo, que agrupaba a casi todos los
mediopensionistas, era la de los «paletos»: los mocetones de manos fuertes que
venían de las grandes granjas de los alrededores, de poblachos perdidos cuyos
nombres me resultaban exóticos: Sermaises, Verriéres, Méréville, Angerville,
Saclas, Maisse, Chalo-Saint-Mars... Los otros cinco, que se repartían más o
menos equitativamente la mitad del alumnado total del colegio, agrupaban a todos
los internos que, por diversos motivos, habían ido a parar a Étampes.
Estaban, para
empezar, los parisinos («parisinos, cabezas de cochinos, parisienses, cabezas
de reses»), malos estudiantes expulsados de los liceos nobles de la
capital o de la periferia cercana (Lakanal, en Sceaux; Hoche en Versalles) y a
quienes sus padres, desesperados, se habían resignado a meter allí para que al
menos terminaran el bachillerato. Luego estaban los corsos, que no eran, en
realidad, un grupo, sino más bien una banda; eran todos, más o menos, primos o
parientes, y sin duda se debió a que uno de ellos apareció por casualidad un
día en Étampes por lo que todos los demás fueron siguiéndole, año tras año. Eran
corsos de París, pero no se mezclaban en absoluto con los parisinos: me acuerdo
de uno de ellos que decía haber sido barman en el Crillon y que lo mantenía una
mujer; se llamaba Dominique Salviati y andaba siempre con una navaja automática
encima; había también otros dos, que se llamaban Pedrotti y Pedrocchi, y a
quienes los profesores confundían siempre.
África y Asia
abastecían los tres últimos grupos. Procedentes de no sé qué colonia del África
Occidental Francesa (de Senegal o Camerún, creo) aterrizaban cada año quince o
veinte desgraciados que estábamos seguros que eran todos «hijos de jefes». Eran
grandes y fuertes, de edad muchas veces indeterminada (uno de ellos pasaba por
tener veinticinco años) y terriblemente melancólicos; soportaban con
resignación estoica los rigores del invierno etampés y la indigencia de la
calefacción central, confiando desesperadamente en que el tiempo mejorase, y
sólo recuperaban un poco la alegría de vivir a la llegada del verano y las
vacaciones estivales.
Otros quince internos
provenían del norte de África, más concretamente de Túnez; era de ellos de
quienes nos sentíamos más próximos; tenían aún menos dinero que nosotros, pero
en cuanto alguno de ellos recibía un giro, nos cebaba a cigarrillos y chicle o
nos invitaba al Royal, un cine mugriento de la calle de los Vieux Jésuites en
el que echaban películas del oeste y de gángsteres.
El último grupo era el de los indochinos. Iban por su lado y
a nadie le gustaban; solamente uno conoció cierta popularidad debido a su
talento como dibujante: se dedicaba a copiar con ayuda de un pantógrafo el
rostro ampliado de una cover-girl de Cinémonde o de una vamp de
Paris-Flirt (una revista en la que «se veía todo» y que ocultábamos bajo
los colchones) y, durante semanas, dedicaba todas las horas de estudio de la
tarde a retocar los rasgos y las sombras hasta conseguir un resultado de un
verismo que cortaba el aliento. Tenía un material extraordinario, en particular
una enorme caja de compases y una especie de pequeño vaporizador de acero cromado
con el cual aplicaba a sus dibujos terminados un barniz protector brillante.
Casi todos aquellos indochinos (sólo hacia el final de mis años etampeses
empezó a llamárseles vietnamitas) eran escandalosamente ricos y vivían de un
modo que ni podíamos imaginar.
Tenían una ropa
estupenda que les confeccionaba, a medida, un sastre del bulevar SaintMichel.
Iban todas las semanas a París, comían en restaurantes, frecuentaban las salas
de fiestas y no era infrecuente que si perdían el último tren del domingo por
la noche, cogieran un taxi para volver a Étampes.
Traducciónde José Antonio Torres Almodóvar
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