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miércoles, 20 de abril de 2016

Piezas




  Georges Perec  


 El colegio Geoffroy Saint-Hilaire reclutaba a sus alumnos entre siete grupos diferentes. El primero, formado por la clase de los externos o de las externas vigiladas, reunía a los etampeses y etampesas de origen o residencia: la hija del panadero (por la que más tarde creí morir de amor), la hija del estanquero, los cinco hijos del doctor Chamier, el hijo del sastre, la hija del señor Bomber, vendedor de franelas y gorros de algodón cuya tienda se llamaba «Al modo de París», etc.; el segundo, que agrupaba a casi todos los mediopensionistas, era la de los «paletos»: los mocetones de manos fuertes que venían de las grandes granjas de los alrededores, de poblachos perdidos cuyos nombres me resultaban exóticos: Sermaises, Verriéres, Méréville, Angerville, Saclas, Maisse, Chalo-Saint-Mars... Los otros cinco, que se repartían más o menos equitativamente la mitad del alumnado total del colegio, agrupaban a todos los internos que, por diversos motivos, habían ido a parar a Étampes.

 Estaban, para empezar, los parisinos («parisinos, cabezas de cochinos, parisienses, cabezas de reses»), malos estudiantes expulsados de los liceos nobles de la capital o de la periferia cercana (Lakanal, en Sceaux; Hoche en Versalles) y a quienes sus padres, desesperados, se habían resignado a meter allí para que al menos terminaran el bachillerato. Luego estaban los corsos, que no eran, en realidad, un grupo, sino más bien una banda; eran todos, más o menos, primos o parientes, y sin duda se debió a que uno de ellos apareció por casualidad un día en Étampes por lo que todos los demás fueron siguiéndole, año tras año. Eran corsos de París, pero no se mezclaban en absoluto con los parisinos: me acuerdo de uno de ellos que decía haber sido barman en el Crillon y que lo mantenía una mujer; se llamaba Dominique Salviati y andaba siempre con una navaja automática encima; había también otros dos, que se llamaban Pedrotti y Pedrocchi, y a quienes los profesores confundían siempre.

 África y Asia abastecían los tres últimos grupos. Procedentes de no sé qué colonia del África Occidental Francesa (de Senegal o Camerún, creo) aterrizaban cada año quince o veinte desgraciados que estábamos seguros que eran todos «hijos de jefes». Eran grandes y fuertes, de edad muchas veces indeterminada (uno de ellos pasaba por tener veinticinco años) y terriblemente melancólicos; soportaban con resignación estoica los rigores del invierno etampés y la indigencia de la calefacción central, confiando desesperadamente en que el tiempo mejorase, y sólo recuperaban un poco la alegría de vivir a la llegada del verano y las vacaciones estivales.

 Otros quince internos provenían del norte de África, más concretamente de Túnez; era de ellos de quienes nos sentíamos más próximos; tenían aún menos dinero que nosotros, pero en cuanto alguno de ellos recibía un giro, nos cebaba a cigarrillos y chicle o nos invitaba al Royal, un cine mugriento de la calle de los Vieux Jésuites en el que echaban películas del oeste y de gángsteres.

 El último grupo era el de los indochinos. Iban por su lado y a nadie le gustaban; solamente uno conoció cierta popularidad debido a su talento como dibujante: se dedicaba a copiar con ayuda de un pantógrafo el rostro ampliado de una cover-girl de Cinémonde o de una vamp de Paris-Flirt (una revista en la que «se veía todo» y que ocultábamos bajo los colchones) y, durante semanas, dedicaba todas las horas de estudio de la tarde a retocar los rasgos y las sombras hasta conseguir un resultado de un verismo que cortaba el aliento. Tenía un material extraordinario, en particular una enorme caja de compases y una especie de pequeño vaporizador de acero cromado con el cual aplicaba a sus dibujos terminados un barniz protector brillante. Casi todos aquellos indochinos (sólo hacia el final de mis años etampeses empezó a llamárseles vietnamitas) eran escandalosamente ricos y vivían de un modo que ni podíamos imaginar.

 Tenían una ropa estupenda que les confeccionaba, a medida, un sastre del bulevar SaintMichel. Iban todas las semanas a París, comían en restaurantes, frecuentaban las salas de fiestas y no era infrecuente que si perdían el último tren del domingo por la noche, cogieran un taxi para volver a Étampes.



 Traducciónde José Antonio Torres Almodóvar


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