Pedro Marqués de Armas
En las últimas semanas ha podido verse en
Madrid una exposición
extraordinaria: la
retrospectiva que el Victoria and Albert Museum dedica a la
fotógrafa inglesa Julia Margaret Cameron por el bicentenario de su nacimiento
(Calcuta, 1815) y los 150 años de su única exposición en vida (en el mismo
Victoria and Albert, antes South Kensington Museum, en 1865). Acogida por la
Fundación Mapfre llega a España desde Londres después de pasar por el
Metropolitan de Nueva York y estará abierta al público hasta el 15 de mayo.
Supera con creces la idea que pudimos hacernos de
esta fotógrafa quienes apenas conocíamos algunas fotos suyas, los comentarios
de Sontag, y poca cosa más.
Cameron fue una dama segura de sí y de lo que hizo con esa cámara que una de sus hijas le regaló cuando tenía 48 años. En su casa de Freshwater, en
la isla de Wight, convertida en estudio y laboratorio, retrató a familiares,
amigas, criadas y vecinas, así como a artistas y científicos que pasaran por
allí entre 1860 y 1875.
Sus ansias de reconocimiento y justa apreciación se
vieron poco compensadas en un entorno dominado por los clichés de la crítica
–dictados desde la Sociedad Fotográfica de Londres- y los prejuicios
masculinos. Entre implacables e indulgentes, sus comentaristas señalaron una y
otra vez los “errores técnicos”, su condición femenina y el carácter de eterna
aficionada.
Pero Cameron nunca desmayó en su fatigosa labor, ardua tramoya para conseguir sus tableaux vivans, lo que implicaba además largos períodos de exposición. Quiso hacer, y lo
logró, fotografías que "ennoblecieran el oficio y lo erigieran en Arte."
Sus imágenes desenfocadas, con manchas y
rasguños, con “errores” que incorpora como una suerte de experimento, o por lo
menos, de sello, sorprenden en tanto concreción de un estilo inigualable.
En
sus maneras se topan dos conceptos de fondo: el carácter escénico de la
fotografía (en Cameron doblemente), y su inherente vocación imperial como
reflejo -en su caso- de la interioridad de una clase cuyos gustos, mitos e
intenciones transparenta mejor que nadie.
Cameron desafía la rigidez victoriana al retratar a sus modelos
semidesnudas, despeinadas, con aire de actrices trágicas. Escenificó, las
más de las veces, obras literarias (King
Lear, Quijote, etc.) y pasajes
orientales y helénicos cuyas puestas confunden justo por esa mezcla de
teatralidad y espectralidad donde miradas, gestos y seños próximos consiguen sobrevivir.
Su sirvienta en el papel de Safo y de Santa Inés es impactante. Mary Hillier
fue su modelo más socorrido. Hay una cabeza de San Juan con figura de andrógino
escenificada por su sobrina May Prinsep, igual de intensa. Tuvo también de
modelo a Alice Pleasance Liddell, la Alicia de Lewis Carroll. En otra sobrina suya, Julia Jackson, madre de Virginia Woolf, a quien
retrata a lo largo de años, capta –dicho sin exagerar- el latido de la locura.
La exaltación de lo andrógino, del travestismo y el amor infantil se
amparan ciertamente en el pasado, en las normas del Renacimiento y el clasicismo, en el canon de belleza de los prerrafaelitas, pero entran en tensión, en alguna medida, con los valores de una década empeñada en el
conocimiento positivo. Justo cuando se imponen las tesis evolucionistas que
señalan a dichas figuras como objetos de vigilancia, Cameron insinúa sus
poderes dentro del universo femenino.
Fotografió a Tennyson, y no solo a él: también algunos de sus poemas,
cuyo ambiente recreó. Entre los personajes masculinos se cuentan, además,
Darwin, Herschel, Carlyle, Taylor, y Henry John Stedham. Este último se llevó a
la sirvienta después que les retratara juntos en diferentes representaciones,
pérdida de la cual se lamentaría amargamente.
Con todas estas figuras se codeó
y por medio de ellas refinó aún más su cultura pero alcanzó a percibir, también, sus
rutinas y limitaciones.
Cameron califica como una de las más grandes retratistas, con
conceptos propios sobre la iluminación y el enfoque, opuesta al realismo y la
nitidez, ajena al retoque comercial –no al dinero que pudo haber ganado- y consciente,
en fin, de que el suyo era un arte que trascendía la mera habilidad. Algo de
ello asoma en esa suerte de más allá visual, como de sondeo interior, de
radiografía de temperamentos, que expresan sus modelos.
La muestra concluye con un retrato del príncipe negro Déjatch Alámayou,
hijo de Teodoro II, quien se suicidó al término de la guerra de Abisinia.
Todavía niño, el príncipe fue adquirido por la Reina Victoria que lo encomendó
al capitán Speedy, costeando su educación. Frágil, de una languidez mortuoria,
con una muñeca blanca entre los brazos, en este retrato se entrecruzan el
estupor de Alámayou y las miradas extraviadas de sus tutores. Todo encubierto
en melancólica trapería, como una emanación de los tiempos.
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