Enrique José Varona
Paul Verlaine ha muerto, donde había reposado
tantas veces: en un hospital. Su vida extraña, voluntariamente errante, ha
terminado. ¿Voluntariamente errante? ¡Cómo nos engañan las palabras! ¿Quién
podrá decir lo que habría de voluntario en el perpetuo vagar del viejo bohemio,
inconforme con todo yugo social y hasta con los cánones de la vieja poética?
Cuando nos encontramos en presencia de uno de
estos individuos que parecen amasados de contradicciones, hechos de la pasta
más heterogénea, es cuando comprendemos de veras lo hueco de todo nuestro
laborioso saber. ¿Qué era Verlaine? Max Nordau contestaría, sin disputa: “un
degenerado casi superior”. (Él casi es de mi cosecha). Lombroso diría en el
acto: “un criminal latente”. (Permítaseme completar la clasificación de los
criminales con esta especie o subespecie, o variedad). El primer inspector de Policía
a quien interrogáramos, nos replicaría, encogiéndose de hombros: “un
vagabundo”. Y si dábamos con un crítico de folletín, nos espetaría, desde lo
alto de su pericia superior: “un poseur”.
Mas con todas estas admirables explicaciones,
el problema quedaría en pie. Porque desequilibrado, tocado de la manía
ambulatoria, metido en su hospital, como Diógenes en su tonel, dejando
traslucir a través de su ropa raída la vanidad engreída en su pobreza, Verlaine
fue un gran poeta. Grande y desgraciado, como Baudelaire y Edgar Poe, sus
contemporáneos; como Sheridan, el atolondrado; como el vagabundo Villon, su
remoto antecesor.
Verlaine parnasiano, Verlaine decadente,
Verlaine místico, Verlaine sugestivo, Verlaine simbólico, fue siempre Verlaine
poeta. Desigual, a veces amanerado, a veces oscuro, trivial en ocasiones,
presuntuoso y fanfarrón, casi siempre, con todo y a pesar de todo, hay en sus
versos la huella del toque misterioso de la Musa. El don supremo del verdadero
poeta, el don de ver y sentir, a su manera, el mundo, y de presentárnoslo, sin
embargo, o de sugerírnoslo, como si así lo viéramos y sintiéramos nosotros, fue
suyo.
Cuando un autor, mientras estamos bajo el
influjo de sus versos, nos coloca a su diapasón, es poeta. Y mientras más
original sea su manera de concebir y presentar las imágenes o emociones que lo
poseen, si logra al mismo tiempo que nos parezcan naturales, más alta es la
categoría de su genio. Revela así la afinidad de su alma superior con la
nuestra inferior, sacándonos sin esfuerzo de nosotros mismos, elevándonos sin
que lo sintamos, y llevándonos al mundo luminoso por donde se
espacía su fantasía y por el cual palpita su corazón.
Cuando Verlaine escribía:
A nous
qui ciselons les mots comme des coupes
et qui
faisons des vers émus très froidement,
quizás era sincero; pero se
engañaba a sí mismo si creía que su pluma era un mero cincel que se entretiene
en perfilar hojas de acanto o flores de loto en el borde de la copa de puro
ornato, o que la honda vibración que corre por muchos de sus versos le había
sido transmitida por una mano sin calor. Cuando Verlaine burila versos, o
engarza palabras para buscar nuevos efectos musicales, según su propia fórmula:
De la musique avant tout chose,
nada hay menos artístico que
sus composiciones. Sus cuadros se embrollan, se esfuman hasta desvanecerse, no
con el claroscuro misterioso, pero verdaderamente sugestivo, de un Rembrandt,
sino con la vaguedad sin tono y completamente vacía de un prerrafaelista
moderno. Su lenguaje pierde toda transparencia, toda significación, y degenera
en macarronismo con aire de seriedad y a veces en ridícula ecolalia.
En cambio, cuando Verlaine deja
hablar su corazón, y nos dice las melancolías de las cosas que parecen alegres,
la tristeza profunda que transparenta bajo las máscaras del carnaval humano,
los desfallecimientos del espíritu que ha visto volar las horas sin fruto, las
angustias desgarradoras del que se siente flaco contra los embates del mal, que
por todas partes lo asedia, entonces su voz es clara, melodiosa y penetrante. Y
ya se arrodille para cubrir su cabeza pecadora de polvo y ceniza; ya se yerga
para levantar la frente soberbia en son de desafío contra lo invisible
implacable, sabe siempre encontrar la fibra simpática en nuestro pecho, y nos
hace gemir o blasfemar al compás de la música íntima y no buscada de sus
versos.
El alma conturbada de Verlaine representa a
maravilla el alma de su sociedad en su época. Pero eso no bastaría para
asignarle un puesto entre los grandes artistas franceses de la palabra rítmica.
Lo que se lo ha dado es que ha sabido hacernos interesantes los movimientos
desiguales de su espíritu, nos ha hecho entrar en comunicación con él, y nos ha
hecho vivir así una vida que no es completamente la nuestra, pareciéndose, sin
embargo, a la nuestra. Su mal es una forma del mal del siglo, de nuestro mal; y
todos, más o menos, podremos sorprendernos alguna vez rimando variaciones sobre
este tema suyo, doliente y profundo:
Qu’as fait, o toi que
voilà,
pleurant sans cesse,
dis, qui’as tu fait, toi
que voilà
de ta jeunesse?
Enero, 1896
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