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martes, 2 de diciembre de 2014

Genio y miseria



  Enrique José Varona


 Paul Verlaine ha muerto, donde había reposado tantas veces: en un hospital. Su vida extraña, voluntariamente errante, ha terminado. ¿Voluntariamente errante? ¡Cómo nos engañan las palabras! ¿Quién podrá decir lo que habría de voluntario en el perpetuo vagar del viejo bohemio, inconforme con todo yugo social y hasta con los cánones de la vieja poética?

 Cuando nos encontramos en presencia de uno de estos individuos que parecen amasados de contradicciones, hechos de la pasta más heterogénea, es cuando comprendemos de veras lo hueco de todo nuestro laborioso saber. ¿Qué era Verlaine? Max Nordau contestaría, sin disputa: “un degenerado casi superior”. (Él casi es de mi cosecha). Lombroso diría en el acto: “un criminal latente”. (Permítaseme completar la clasificación de los criminales con esta especie o subespecie, o variedad). El primer inspector de Policía a quien interrogáramos, nos replicaría, encogiéndose de hombros: “un vagabundo”. Y si dábamos con un crítico de folletín, nos espetaría, desde lo alto de su pericia superior: “un poseur”.

 Mas con todas estas admirables explicaciones, el problema quedaría en pie. Porque desequilibrado, tocado de la manía ambulatoria, metido en su hospital, como Diógenes en su tonel, dejando traslucir a través de su ropa raída la vanidad engreída en su pobreza, Verlaine fue un gran poeta. Grande y desgraciado, como Baudelaire y Edgar Poe, sus contemporáneos; como Sheridan, el atolondrado; como el vagabundo Villon, su remoto antecesor.

 Verlaine parnasiano, Verlaine decadente, Verlaine místico, Verlaine sugestivo, Verlaine simbólico, fue siempre Verlaine poeta. Desigual, a veces amanerado, a veces oscuro, trivial en ocasiones, presuntuoso y fanfarrón, casi siempre, con todo y a pesar de todo, hay en sus versos la huella del toque misterioso de la Musa. El don supremo del verdadero poeta, el don de ver y sentir, a su manera, el mundo, y de presentárnoslo, sin embargo, o de sugerírnoslo, como si así lo viéramos y sintiéramos nosotros, fue suyo.

 Cuando un autor, mientras estamos bajo el influjo de sus versos, nos coloca a su diapasón, es poeta. Y mientras más original sea su manera de concebir y presentar las imágenes o emociones que lo poseen, si logra al mismo tiempo que nos parezcan naturales, más alta es la categoría de su genio. Revela así la afinidad de su alma superior con la nuestra inferior, sacándonos sin esfuerzo de nosotros mismos, elevándonos sin que lo sintamos, y llevándonos al mundo luminoso por donde se espacía su fantasía y por el cual palpita su corazón.

 Cuando Verlaine escribía:

 A nous qui ciselons les mots comme des coupes
 et qui faisons des vers émus très froidement,

 quizás era sincero; pero se engañaba a sí mismo si creía que su pluma era un mero cincel que se entretiene en perfilar hojas de acanto o flores de loto en el borde de la copa de puro ornato, o que la honda vibración que corre por muchos de sus versos le había sido transmitida por una mano sin calor. Cuando Verlaine burila versos, o engarza palabras para buscar nuevos efectos musicales, según su propia fórmula:

 De la musique avant tout chose,

 nada hay menos artístico que sus composiciones. Sus cuadros se embrollan, se esfuman hasta desvanecerse, no con el claroscuro misterioso, pero verdaderamente sugestivo, de un Rembrandt, sino con la vaguedad sin tono y completamente vacía de un prerrafaelista moderno. Su lenguaje pierde toda transparencia, toda significación, y degenera en macarronismo con aire de seriedad y a veces en ridícula ecolalia.

 En cambio, cuando Verlaine deja hablar su corazón, y nos dice las melancolías de las cosas que parecen alegres, la tristeza profunda que transparenta bajo las máscaras del carnaval humano, los desfallecimientos del espíritu que ha visto volar las horas sin fruto, las angustias desgarradoras del que se siente flaco contra los embates del mal, que por todas partes lo asedia, entonces su voz es clara, melodiosa y penetrante. Y ya se arrodille para cubrir su cabeza pecadora de polvo y ceniza; ya se yerga para levantar la frente soberbia en son de desafío contra lo invisible implacable, sabe siempre encontrar la fibra simpática en nuestro pecho, y nos hace gemir o blasfemar al compás de la música íntima y no buscada de sus versos.

 El alma conturbada de Verlaine representa a maravilla el alma de su sociedad en su época. Pero eso no bastaría para asignarle un puesto entre los grandes artistas franceses de la palabra rítmica. Lo que se lo ha dado es que ha sabido hacernos interesantes los movimientos desiguales de su espíritu, nos ha hecho entrar en comunicación con él, y nos ha hecho vivir así una vida que no es completamente la nuestra, pareciéndose, sin embargo, a la nuestra. Su mal es una forma del mal del siglo, de nuestro mal; y todos, más o menos, podremos sorprendernos alguna vez rimando variaciones sobre este tema suyo, doliente y profundo:

Qu’as fait, o toi que voilà,
pleurant sans cesse,
dis, qui’as tu fait, toi que voilà
de ta jeunesse?

                        Enero, 1896

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