Virgilio Piñera
El secreto de Kafka –el de su arte-
consiste exclusivamente en que él no es otra cosa que un literato. El mundo se
divide en dos grandes mitades si lo miramos desde el ángulo de la personalidad:
el de los que tienen fe y el de los “que dan fe”. Los primeros, por su
condición de creyentes, no pueden dar fe de esta fe (la limitación para esto es
su fe misma), que sería dar cuenta de la marcha del mundo; los segundos no podrían tenerla porque precisamente sólo sirven para dar fe de esa marcha del mundo. Los primeros reciben
el nombre de seres humanos; los segundos el de artistas. Por eso los primeros
gozan tantos cuando se ven transformados por el artista en entes imaginarios,
en personas imaginadas.
Es por esto que importa concluir sobremanera
que Kafka no es otra cosa que un literato que da fe de la marcha del mundo.
Ahora bien, este dar fe no se verifica a base de teología alguna, ética o
filosofía. Se verifica estrictamente por medios puramente literarios, es decir,
mediante enormes arquitecturas de imágenes. De ahí que deba tenerse sumo
cuidado, al practicar una disección de la obra kafkiana, de no caer en
lamentables tautologías. Todo el mundo reconoce que uno de los pilares
esenciales del arte de Kafka es su lúcido olvido del individuo (aisladamente
considerado) y su énfasis absoluto sobre lo objetivo del mundo. Pero con la
virtud erigen el error: al practicar la disección de su obra le atribuyen todos
los supuestos subjetivos imaginables y olvidan su única razón objetiva, esto
es, la razón literaria, la invención literaria.
Por este método queda automáticamente falseada
su concepción del mundo literario y ocultos sus resortes funcionales, que aparecen
ante los ojos del crítico como simple envoltura que recubriría fundamentos
extraliterarios. Y no se trata aquí de exponer una vez más esa ofensiva teoría
del “arte por el arte” ni tampoco aquella verdad perogrullesca de que si la
forma no es artística la obra no vale como tal. Se trata, por el contrario, de
demostrar que en el campo de lo estrictamente literario el único móvil del
artista es producir, a través de una expresión
nueva, ese imponderable que espera todo lector y que se llama la “sorpresa
literaria”; la sorpresa por invención, lo mismo que un asesino que conseguiría
su objetivo mediante la muerte por envenenamiento, o del espía por traición.
Ofrecer a alguien que no la haya leído la Divina
Comedia. Le sucederá lo mismo que le ocurriera al primero de los lectores
de Dante: se sentirá colmado, inundado mediante el extraño método de la
sorpresa por invención (en este caso literaria). Y no será por cierto esta
sorpresa: ni el fondo ético de la Commedia
o el platonismo que alienta en ella o la asombrosa erudición que la recorre. Se
verá, sí, sorprendido por la invención de Dante de un infierno que se proyecta
en embudos, de un purgatorio en rampas y un paraíso movido por esferas. Se
llenará de estupor con sus invenciones de los tormentos infernales o aquélla de
la rosa de ángeles girando eternamente, y no se detendrá ni un momento en las
ideas que dichas metáforas sustentan –o que dice, ¡ay! sustentar sus hermeneutas
de seis siglos- de pecado o salvación. Ésta será la prueba más correcta de que
el móvil último que moviera a su autor fue el de una invención estrictamente
literaria, producto de una enfermedad que se llama literatura, como la de la
seda del gusano o de la perla de la ostra.
Sería interesante si pudiera ser escuchada la
reacción de un lector de Kafka para el año 2045. De cierto que a este lector no
se le vería aplastado por las ineludibles cargas
de actualidad, es decir, por los conflictos del siglo, que toda obra sobrelleva
como “obra muerta”, como “peso muerto”, y que nosotros, personas del siglo, tenemos
que comprobar y sufrir al leerla. Ese
lector de dentro de un siglo estará en mejores condiciones estéticas que
nosotros para la recepción de la obra, como que recibirá íntegra su médula,
esto es, la invención literaria, y tendrá oportunidad de comprobar –placer supremo-
que Kafka es solo un literato, un creador de imágenes, de juguetes de
imaginación; y todavía más, se verá acometido del mismo delicioso temblor de
que se viera el pobre Kafka acometido cuando “dio en el clavo” al crear –recrear-
a Gregorio Samsa bajo especie de enorme insecto (nada más que de enorme
insecto, sin trascenderlo, como harían los críticos, a una alegoría de la crisis
de la juventud alemana de la primera guerra mundial o a un anhelo feroz de
salvar las contradicciones de la personalidad) o al encontrar esos juguetes metafóricos que son, o los corredores
interminables y cambiantes de la mansión
de Klara (América) o las “chiquillas
guardianes” del cuarto del pintor (El
proceso).
¿Comprobación infalible de esta hipótesis? Por
ejemplo, nuestra reacción de lectores del siglo XX ante el Gulliver’s Travels de Swift. Todo el mundo está de acuerdo que
dicha obra es una amarga sátira contra el Estado inglés de esa época, pero no
es menos cierto que esta sátira no funciona hoy, que todas las implicaciones
políticas del Gulliver son peso muerto que nada podría levantar. ¿Qué
permanece, pues? Nada menos que la invención genial de Swift, que nosotros,
alejados por tres siglos de su carga de actualidad, podemos gustar por ella
misma, nada más que como invención. Sólo entonces podremos apreciar la obra
desde las patéticas nadas con que fuera elaborada; es decir, que aquella dulce
giganta del país de Brondignag, protectora de Gulliver, no será otra que eso:
una dulce giganta o si se prefiere una expresión más aséptica: una invención. No
podemos reducirla a nuestra escala humana, vestirla con nuestras ropas o
hacerla tomar agua en una de nuestras copas. No, ella no sería una hipertrofía
cruel e innecesaria de la Reina Isabel y el gigantismo del Estado inglés; al
leerla sentiremos el mismo terror o la misma risa del niño que lee estos
Viajes, sin la menor necesidad de una lectura entre líneas.
Dos versos de Mallarmé podrían ser como la
clave de este secreto: “Ne crois pas qu´au magique espoir du corridor -/J´offre
ma coupe vide oú suoffre un monstre d´or”-. No hay otra cosa que invención: el “monstruo
de oro” ha sido posible gracias a la invención e inmediatamente va a
desaparecer. Ha surtido su efecto. Un efecto: he ahí el quid de la cuestión.
Bien claro lo vio Novalis (quizá si el espíritu poético más poético con
Holderlin de toda la Alemania) en su novela Heinrich
von Ofterdingen. A mi modo de ver es
una de las pocas veces que se utilizado la tosca realidad cotidiana como un
fondo, como unas bambalinas para que sobre él sucedan esas cosas de la
verdadera realidad que se oculta tan celosamente. Es el mismo método de Kafka,
su mismo secreto, pero obstinadamente vuelto de espalda a las contracciones de
la personalidad.
Es en este punto donde cabe hacerse la
tremenda pregunta ¿Era Kafka más literario todavía que Novalis, que recubrió
sus patéticas nadas con las apariencias? ¿Contrariamente al método de Novalis,
él no las utilizó como un fondo sino que verificó la operación inversa de
presentar a sus nadas como ese fondo, como esas bambalinas? De ser así,
podríamos leer ahora mismo –como ese lector para 2045, como se leería el mismo
Kafka- sus crípticas salidas, que nos hacen perdernos por interminables y
cambiantes corredores, bien sea aquélla de “una jaula fue en busca de un pájaro”
o aquella otra más interminable que se desliza al sesgo en “El Cazador”, “ahora
soy una mariposa”, sin que sus cargas de actualidad vengan a turbar la pura ficción
que arma el edificio de estas salidas kafkianas.
Pero igualmente no olvidemos que estas cargas
de actualidad forman uno de los pilares de estas novelas y esos relatos que
venimos comentando. También el lector de ahora es tan importante como el lector
para 2045. Jean Paul Sartre ha dicho muy acertadamente que la perspectiva de
futuro para el hombre no puede ser en modo alguno la de los mil años por venir
sino los que integran la época que le ha tocado vivir. Así para este lector
será muy importante esta carga de actualidad que la obra conlleva; para este
lector la obra no puede ser exclusivamente ficción o sorpresa literaria. Entre
la numerosa bibliografía acerca de Kafka nada más revelador para el que lea sus
novelas y relatos que la interpretación de la ensayista alemana Hannah Arendt.
Ella precisamente quita a la obra su parte de invención, su deus ex machina y la presenta en su
realidad social: “la burocracia como el Leviatán de la época”; como lo fuera el
Papado o los sacerdotes caldeos en otras. Sobre esta burocracia puso Kafka su
mirada genial y advirtió de sus peligros. Hannah Arendt desentraña todo ello
cuando dice: “Para el público del 20 la burocracia no parecía un mal suficiente
para explicar el horror y terror expresado en la novela. La gente se atemorizó
más con el cuento que con la cosa real. El lector moderno o al menos el lector
del 20, fascinado por las paradojas como tales paradojas y atraído por meros
contrastes no estaba mucho más dispuesto a entrar en razón”.
Pero precisamente esta reacción del público
era una prueba concluyente de la capital importancia que en la obra de Kafka
tiene el elemento ficción e invención. Gravita, planea por modo tal en su obra
que arrastra al lector al delirio de la ensoñación, del sueño a ojos abiertos,
de la pesadilla despierto; y por otra parte es tan saludable que tiene el poder
de apartar ese “horror de la actualidad” y transmutarlo en “horror delicioso
de lo intemporal”. He ahí precisamente el error o la falla de un Dostoievsky,
por ejemplo. En la obra de éste la invención está por debajo de cero y la
complicación psicológica alcanza cifras astronómicas. Ello explica muy bien esa
fatiga que nos invade cuando queremos recorrer de principio a fin Los hermanos Karamazov. No nos ofrece la
novela para este viaje ningún “tapiz volador” y debemos vernos la piel durante
todo el recorrido. Kafka, en cambio, nos lo ofrece ampliamente. En él ficción e
invención adquieren proporciones infinitas, de modo tal que las cargas de
actualidad se hacen también ficción e invención. He ahí todo su secreto.
1945
Publicado en Orígenes
2 (8): 42-45; invierno, 1945. Frank
Kafka: “A Revaluation”, Partisan Review.
Fall, 1944.
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