Roland Barthes
Si se cuentan los asesinatos de los Anales,
el número es relativamente escaso (unos cincuenta en tres principados); pero
si los leemos, el efecto es apocalíptico: al pasar del elemento a la masa,
aparece una nueva cualidad, el mundo se ha transformado. (1) Quizá sea eso el
barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte
en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra,
el espesor de una aceleración: en Tácito, de año en año, la muerte cuaja; y cuanto más divididos están los
momentos de esta solidificación, más indiviso es el total: la muerte genérica es
masiva, no es conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino
de una repetición. Sin duda sabemos ya perfectamente que el Terror no es un fenómeno
cuantitativo; sabemos que durante nuestra Revolución, el número de suplicios
fue irrisorio; pero también que a Jo largo de todo el siglo siguiente, de
Büchner a Jouve (pienso en su prefacio a las páginas escogidas de Danton), se
ha visto en el terror un ser, no un volumen. Estoico, hombre del despotismo
ilustrado, hechura de los Flavios, escribiendo bajo Trajano la historia de la
tiranía julio-claudiana, Tácito está en la situación de un liberal que vive las
atrocidades del sans-culottisme: el
pasado es aquí algo fantasmal, teatro obsesivo, más que lección, escena: la
muerte es un protocolo.
Y, en primer lugar, para destruir el número
a partir del número, paradójicamente, lo que se necesita fundar es la unidad.
En Tácito, las grandes matanzas anónimas apenas alcanzan la categoría de
hechos, no son valores; se trata siempre de matanzas serviles: la muerte
colectiva no es humana; la muerte sólo empieza en el individuo, es decir, en el
patricio. La muerte en Tácito siempre arrebata un estado civil, la víctima es fundada,
es una, cerrada sobre su historia, su
carácter, su función, su nombre. La muerte, en sí, no es algebraica: siempre es
un morir; apenas un efecto; por rápidamente que se evoque, aparece como una
duración, un acto durativo, saboreado: ninguna víctima de la que no estemos
seguros, por una vibración íntima de la frase, de que sabía que moría; esta
conciencia última de la muerte, Tácito la otorga siempre a sus condenados, y
probablemente en eso es en lo que funda esas muertes en Terror: porque cita al
hombre en el momento más puro de su fin; es la contradicción del objeto y del
sujeto, de la cosa y de la conciencia, es este último suspenso estoico que hace
del morir un acto propiamente humano: se mata como fieras, se muere como hombres:
todas las muertes de Tácito son instantes, a un tiempo inmovilidad y
catástrofe, silencio y visión.
El acto brilla en detrimento de su causa: no
hay ninguna distinción entre el asesinato y el suicidio, es el mismo morir, tan
pronto administrado como prescrito: es el envío de la muerte el que la funda;
tanto si el centurión hiere con su espada como si da la orden, basta con que se
presente como un ángel para que lo irreversible se produzca: el instante está ahí, la solución se hace presente.
Todos estos asesinatos apenas tienen motivos: basta la delación, que es como un
rayo fatal, que mata a distancia: el delito queda absorbido inmediatamente por
su denominación mágica: basta con ser llamado culpable, por quien sea, para
estar ya condenado; la inocencia no es un problema, basta con ser señalado. Por
otra parte, dado que la muerte es un hecho bruto, y no el elemento de una Razón,
es contagiosa: la mujer sigue a su marido en el suicidio, sin estar obligada a
ello, los parientes mueren por racimos, cuando uno de ellos es condenado. Para
todos los que se precipitan a la muerte, como Gribouille al agua, la muerte es
una vida, porque hace cesar la ambigüedad de los signos, hace pasar de lo
innombrado a lo nombrado. El acto se doblega a su nombre: ¿no puede matarse a
una virgen? Bastará con violarla antes de estrangularla: el nombre es lo que es
rígido, él es el orden del mundo. Para llegar a la seguridad del nombre fatal,
el que es absuelto, el indultado, se suicida. No morir no es sólo un accidente,
sino incluso un estado negativo; casi irrisorio: ello sólo ocurre por olvido. Suprema razón de ese edificio
absurdo, Coceius Nerva enumera todas las razones que tiene para vivir (no es
pobre, ni está enfermo, ni es sospechoso), y a pesar de los reproches del
Emperador, se da la muerte. Finalmente, última confusión, la Ratio, desterrada
en el momento de lo irreparable, vuelve a ser invocada después: una vez muerta,
la víctima es paradójicamente extraída del universo fúnebre, introducida en el
de un proceso en el que la muerte no es segura: Nerón le hubiese perdonado,
dice, si hubiera vivido: o bien se le da a elegir la muerte; o bien se
estrangula el cadáver del suicida para poder confiscar sus bienes.
Puesto que morir es un protocolo, la víctima
siempre es arrebatada en el decorado de la vida: uno se hallaba sumido en sus
ensueños, junto a la orilla, otro, sentado a la mesa, otro en sus jardines,
otro en el baño. Una vez presentada,
la muerte se suspende por un momento: se acicalan, visitan su hoguera, recitan
versos, añaden un codicilo a su testamento: es el tiempo de gracia de la última
réplica, el tiempo en el que la muerte se arrolla, se habla. Llega el acto:
este acto siempre es absorbido en un objeto: es el objeto de la muerte que está
ahí, la muerte es praxis, techné, su modo es instrumental: puñal, espada, cordón, raspador
con el que se cortan las venas, pluma envenenada con la que se acaricia la
garganta, garfio o bastón con el que se golpea, borra que se hace tragar al que
muere de hambre, sábanas con las que se asfixia, peñasco desde el que se precipita,
techo de plomo que se derrumba (Agripina), carro de basuras en el que se huye en
vano (Mesalina), la muerte pasa siempre aquí por la dulce materia de la vida, la
madera, el metal, la tela, los utensilios inocentes. Para destruirse, el cuerpo
entra en contacto, se ofrece, va a buscar la función asesina del objeto, oculta
bajo su superficie instrumental: este mundo del Terror es un mundo que no
necesita patíbulo: es el objeto el que se desvía por un instante de su
vocación, se presta a la muerte, la sostiene.
Morir aquí es percibir la vida. De ahí, “el
sistema de moda”, como dice Tácito: abrir o abrirse las venas, hacer de la
muerte un líquido, es decir, convertirla en duración, y en purificación: se
salpican de sangre los dioses, los parientes próximos, la muerte es libación;
se suspende, se vuelve a tomar, se ejerce sobre ella una libertad caprichosa en
el seno mismo de su fatalidad final, como Petronio abriéndose las venas y volviéndolas
a cerrar a voluntad, como Paulina, la mujer de Séneca, salvada por orden de
Nerón, y conservando a partir de entonces durante años en la palidez de su
rostro exangüe, la señal misma de una comunicación con la nada. Porque ese mundo
del morir significa que la muerte es a la vez fácil y resistente; está en todas
partes y huye; nadie escapa a ella, y sin embargo hay que luchar con ella,
adicionar los medios, añadir al desangramiento la cicuta y la estufa, reemprender sin cesar el acto, como un
dibujo hecho de varias líneas y cuya belleza final depende al mismo tiempo de
la multiplicación y de la· firmeza del brazo esencial.
Porque quizá sea eso el barroco: como el
tormento de una finalidad en la profusión. En Tácito la muerte es un sistema
abierto, sometido a la vez a una estructura y a un proceso, a una repetición y
a una dirección: parece proliferar por todas partes, y sin embargo permanece cautiva
de un gran objetivo esencial y moral. También aquí es la imagen vegetal la que
prueba la presencia del barroco: las muertes se corresponden, pero su simetría es
falsa, escalonada en el tiempo, sometida a un movimiento, como la de los brotes
en un mismo tallo: la regularidad es engañosa, la vida dirige hasta el mismo
sistema fúnebre, el Terror no es contabilidad, sino vegetación: todo se
reproduce, y sin embargo nada se repite, tal es quizá el sentido de ese
universo de Tácito en el que la descripción brillante del Ave Fénix (VI, 34)
parece ordenar simbólicamente la muerte como el momento más puro de la vida.
(1) Tácito
dice (lV, 1) que, bajo Tiberio, la Fortuna entera se inclinó bruscamente hacia
la ferocidad.
(2) Vetus, su suegra y su hija. “Entonces los tres, en la misma estancia, con la misma arma, se abren las venas, y cubiertos apresuradamente por decencia con una sola prenda cada uno, se hacen llevar al baño» (XVI, 11).
Traducción Carlos Pujol
Tomado de Ensayos críticos, Seix Barral, S. A, 1967-2002, pp. 143-47.
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