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martes, 5 de abril de 2022

Tácito y el barroco fúnebre

 

  Roland Barthes 


 Si se cuentan los asesinatos de los Anales, el número es relativamente escaso (unos cincuenta en tres principados); pero si los leemos, el efecto es apocalíptico: al pasar del elemento a la masa, aparece una nueva cualidad, el mundo se ha transformado. (1) Quizá sea eso el barroco: una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración: en Tácito, de año en año, la muerte cuaja; y cuanto más divididos están los momentos de esta solidificación, más indiviso es el total: la muerte genérica es masiva, no es conceptual; la idea aquí no es el producto de una reducción, sino de una repetición. Sin duda sabemos ya perfectamente que el Terror no es un fenómeno cuantitativo; sabemos que durante nuestra Revolución, el número de suplicios fue irrisorio; pero también que a Jo largo de todo el siglo siguiente, de Büchner a Jouve (pienso en su prefacio a las páginas escogidas de Danton), se ha visto en el terror un ser, no un volumen. Estoico, hombre del despotismo ilustrado, hechura de los Flavios, escribiendo bajo Trajano la historia de la tiranía julio-claudiana, Tácito está en la situación de un liberal que vive las atrocidades del sans-culottisme: el pasado es aquí algo fantasmal, teatro obsesivo, más que lección, escena: la muerte es un protocolo.

 Y, en primer lugar, para destruir el número a partir del número, paradójicamente, lo que se necesita fundar es la unidad. En Tácito, las grandes matanzas anónimas apenas alcanzan la categoría de hechos, no son valores; se trata siempre de matanzas serviles: la muerte colectiva no es humana; la muerte sólo empieza en el individuo, es decir, en el patricio. La muerte en Tácito siempre arrebata un estado civil, la víctima es fundada, es una, cerrada sobre su historia, su carácter, su función, su nombre. La muerte, en sí, no es algebraica: siempre es un morir; apenas un efecto; por rápidamente que se evoque, aparece como una duración, un acto durativo, saboreado: ninguna víctima de la que no estemos seguros, por una vibración íntima de la frase, de que sabía que moría; esta conciencia última de la muerte, Tácito la otorga siempre a sus condenados, y probablemente en eso es en lo que funda esas muertes en Terror: porque cita al hombre en el momento más puro de su fin; es la contradicción del objeto y del sujeto, de la cosa y de la conciencia, es este último suspenso estoico que hace del morir un acto propiamente humano: se mata como fieras, se muere como hombres: todas las muertes de Tácito son instantes, a un tiempo inmovilidad y catástrofe, silencio y visión.

 El acto brilla en detrimento de su causa: no hay ninguna distinción entre el asesinato y el suicidio, es el mismo morir, tan pronto administrado como prescrito: es el envío de la muerte el que la funda; tanto si el centurión hiere con su espada como si da la orden, basta con que se presente como un ángel para que lo irreversible se produzca: el instante está ahí, la solución se hace presente. Todos estos asesinatos apenas tienen motivos: basta la delación, que es como un rayo fatal, que mata a distancia: el delito queda absorbido inmediatamente por su denominación mágica: basta con ser llamado culpable, por quien sea, para estar ya condenado; la inocencia no es un problema, basta con ser señalado. Por otra parte, dado que la muerte es un hecho bruto, y no el elemento de una Razón, es contagiosa: la mujer sigue a su marido en el suicidio, sin estar obligada a ello, los parientes mueren por racimos, cuando uno de ellos es condenado. Para todos los que se precipitan a la muerte, como Gribouille al agua, la muerte es una vida, porque hace cesar la ambigüedad de los signos, hace pasar de lo innombrado a lo nombrado. El acto se doblega a su nombre: ¿no puede matarse a una virgen? Bastará con violarla antes de estrangularla: el nombre es lo que es rígido, él es el orden del mundo. Para llegar a la seguridad del nombre fatal, el que es absuelto, el indultado, se suicida. No morir no es sólo un accidente, sino incluso un estado negativo; casi irrisorio: ello sólo ocurre por olvido. Suprema razón de ese edificio absurdo, Coceius Nerva enumera todas las razones que tiene para vivir (no es pobre, ni está enfermo, ni es sospechoso), y a pesar de los reproches del Emperador, se da la muerte. Finalmente, última confusión, la Ratio, desterrada en el momento de lo irreparable, vuelve a ser invocada después: una vez muerta, la víctima es paradójicamente extraída del universo fúnebre, introducida en el de un proceso en el que la muerte no es segura: Nerón le hubiese perdonado, dice, si hubiera vivido: o bien se le da a elegir la muerte; o bien se estrangula el cadáver del suicida para poder confiscar sus bienes.

 Puesto que morir es un protocolo, la víctima siempre es arrebatada en el decorado de la vida: uno se hallaba sumido en sus ensueños, junto a la orilla, otro, sentado a la mesa, otro en sus jardines, otro en el baño. Una vez presentada, la muerte se suspende por un momento: se acicalan, visitan su hoguera, recitan versos, añaden un codicilo a su testamento: es el tiempo de gracia de la última réplica, el tiempo en el que la muerte se arrolla, se habla. Llega el acto: este acto siempre es absorbido en un objeto: es el objeto de la muerte que está ahí, la muerte es praxis, techné, su modo es instrumental: puñal, espada, cordón, raspador con el que se cortan las venas, pluma envenenada con la que se acaricia la garganta, garfio o bastón con el que se golpea, borra que se hace tragar al que muere de hambre, sábanas con las que se asfixia, peñasco desde el que se precipita, techo de plomo que se derrumba (Agripina), carro de basuras en el que se huye en vano (Mesalina), la muerte pasa siempre aquí por la dulce materia de la vida, la madera, el metal, la tela, los utensilios inocentes. Para destruirse, el cuerpo entra en contacto, se ofrece, va a buscar la función asesina del objeto, oculta bajo su superficie instrumental: este mundo del Terror es un mundo que no necesita patíbulo: es el objeto el que se desvía por un instante de su vocación, se presta a la muerte, la sostiene.

 Morir aquí es percibir la vida. De ahí, “el sistema de moda”, como dice Tácito: abrir o abrirse las venas, hacer de la muerte un líquido, es decir, convertirla en duración, y en purificación: se salpican de sangre los dioses, los parientes próximos, la muerte es libación; se suspende, se vuelve a tomar, se ejerce sobre ella una libertad caprichosa en el seno mismo de su fatalidad final, como Petronio abriéndose las venas y volviéndolas a cerrar a voluntad, como Paulina, la mujer de Séneca, salvada por orden de Nerón, y conservando a partir de entonces durante años en la palidez de su rostro exangüe, la señal misma de una comunicación con la nada. Porque ese mundo del morir significa que la muerte es a la vez fácil y resistente; está en todas partes y huye; nadie escapa a ella, y sin embargo hay que luchar con ella, adicionar los medios, añadir al desangramiento la cicuta y la estufa, reemprender sin cesar el acto, como un dibujo hecho de varias líneas y cuya belleza final depende al mismo tiempo de la multiplicación y de la· firmeza del brazo esencial.

 Porque quizá sea eso el barroco: como el tormento de una finalidad en la profusión. En Tácito la muerte es un sistema abierto, sometido a la vez a una estructura y a un proceso, a una repetición y a una dirección: parece proliferar por todas partes, y sin embargo permanece cautiva de un gran objetivo esencial y moral. También aquí es la imagen vegetal la que prueba la presencia del barroco: las muertes se corresponden, pero su simetría es falsa, escalonada en el tiempo, sometida a un movimiento, como la de los brotes en un mismo tallo: la regularidad es engañosa, la vida dirige hasta el mismo sistema fúnebre, el Terror no es contabilidad, sino vegetación: todo se reproduce, y sin embargo nada se repite, tal es quizá el sentido de ese universo de Tácito en el que la descripción brillante del Ave Fénix (VI, 34) parece ordenar simbólicamente la muerte como el momento más puro de la vida.

                                                                                                  1959, L'Arc.

 

(1)  Tácito dice (lV, 1) que, bajo Tiberio, la Fortuna entera se inclinó bruscamente hacia la ferocidad.

(2)   Vetus, su suegra y su hija. “Entonces los tres, en la misma estancia, con la misma arma, se abren las venas, y cubiertos apresuradamente por decencia con una sola prenda cada uno, se hacen llevar al baño» (XVI, 11).

Traducción Carlos Pujol

Tomado de Ensayos críticos, Seix Barral, S. A, 1967-2002, pp. 143-47. 


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