por Alejo Carpentier
¡No faltaba más sino que la Historia
fuera a tener razón sobre la novela!
V. H.
Resulta un poco desconcertante leer el nombre
de Vicente Huidobro en la cubierta de un libro consagrado a narrarnos las andanzas
prodigiosas del Cid Campeador. Hubiéramos esperado cualquier otra cosa como "último
libro” del autor de Horizonte cuadrado,
Ecuatorial o Estaciones escogidas. Pero la imaginación del verdadero poeta se
complace en seguir caminos que embrollan todos los itinerarios lógicos, y nunca sabremos si nos
lanzará su próximo "Cu-cú” de relojería celestial desde el fondo de una chistera,
desde el tope de un rascacielos o desde el carcomido vargueño de la Historia.
El azar de una charla con Douglas Fairbanks,
acerca de las posibilidades de hacer un film sobre el héroe de la "Crónica
rimada”, indujo a Huidobro a escribir su extraordinaria hazaña, dando vida a un viejo proyecto olvidado. El poeta enjaezó
suntuosamente un doble de Babieca, y
echó a correr por campos de una España
de hierro, en busca del Cid, llevando sus alforjas repletas de lirismos. Al
regreso de su sorprendente cabalgata nos dio un libro de cuatrocientas y tantas
páginas, destinado a hacernos gozar una vez más el maravillado interés —por muchos
años perdido— que sentíamos en los umbrales de la adolescencia al leer Yvanhoe o Quentin Durward, en lindas ediciones inglesas, llenas de estampas
que nos hagan soñar. Así como André Bretón decía que La femme 100 tetes de Max Ernst sería "el libro de imágenes”
de 1930, podríamos afirmar que el Mío Cid
Campeador de Huidobro es nuestra gran novela de aventuras —tomando la
palabra aventura con todo lo que pueda encerrar de evasión y de sugerencias
poéticas.
La "hazaña” de Huidobro nos ofrece una biografía
mítica del Cid, que situará indeleblemente al héroe en nuestra memoria (¿cómo
podría la Historia tener razón sobre la novela?). El Cid que nos muestra el
poeta es una suerte de Gargantúa capaz de domar las constelaciones. Para
asistir a su procreación Dios mira por el ojo de la cerradura del cielo; para proclamar sus glorias, las alondras
"salen disparadas como cohetes y estallan cantando sobre España”. Es
campeón de salto, y alcanza records que no serán batidos nunca;
inventa el toreo y sus camaradas aúllan un primer cheer en su honor. En los combates corta a los moros en dos y pasa
a caballo entre sus mitades; cuando asalta un castillo, huyen los infieles
aterrorizados "trepando por la lluvia y por encima de la noche”. Devora
todos los manjares imaginados y por imaginar. Las campanas robadas a Notre Dame
por el alegre gigante rabelaisiano, serían indignas del cuello de Babieca. El
Cid tiene la acometividad risueña y terrible del Fairbanks de las buenas
películas; en amor es menos literario que Tristán y más humanamente puro que Sigfrido; actúa en las
batallas con la implacable precisión demoledora de una pieza de artillería. Es
un niño colosal cuyos juegos propician los astros. A su voz los mundos serían
capaces de desprenderse de lo alto, acudiendo a su llamada como las focas
sabias que vienen dócilmente a tocar el Rule
Britannia en seis cornetas de cobre… Cuando muere —"es mentira que su
cuerpo reposa en Burgos”— el caballero y el corcel saltan sobre el horizonte y
causan un eclipse total de sol.
Y sin embargo el Babieca y el Cid de Huidobro
pertenecen a nuestro mundo. Aunque Babieca suela pararse en dos patas para
"morder una estrella”, esto no le impide comerse los arcos de flores a la
puerta de la iglesia en que su amo es armado caballero. El Cid ama a su Jimena,
y aunque la "poesía mala” quiera atribuirle "cuerpo de palmera,
cuello de cisne, manos de lirio y labios de coral”, el héroe se encarga de decirnos
que su esposa era sencillamente una "belleza española”, y tenía
"cuerpo de mujer hermosa, anchas caderas, y senos potentes, con nada de
ánfora ni de mármol”. A pesar de su grandeza, el Cid de Huidobro nos sienta en
sus rodillas y nos narra historias tiernas, sin adoptar tono grandilocuente.
Síntesis de virtudes fabulosas, es también síntesis de virtudes humanas.
En su "hazaña”, Huidobro ha realizado uno
de los más delicados "tours de force” que hayan sido intentados en la
literatura nueva: el de hacer correr a su personaje por las pistas más
actuales, sin menguar su majestad de héroe legendario. Cuando Ruy Díaz parte a
la guerra, los kodaks se encargan de
fijar su admirable figura en el papel sensible. En los cafés de la Puerta del
Sol se reciben noticias de sus campañas. Los periódicos publican sus partes de
avance con gruesos caracteres de información de primera plana. Lo atacan
soldados alemanes cantando el Deutschland
Uber Alies. En una batalla, el Cid vence a un capitán francés, que cae mal
herido sin tener tiempo de pronunciar todas las letras de la palabra de
Cambronne. Durante su extraordinario viaje a Roma, el Cid come butifarras con
monjetas en Barcelona y boullabaisse
en Marsella. En Monte Carlo, juega a los dados con tres atenienses que habían
instalado su primer tapiz verde a la orilla del mar. La toma de Valencia se
lleva a cabo a los sones de la auténtica Valencia
de Padilla… Y a pesar de estas anticipaciones intrépidas —¿qué no podía
adivinar el Cid?— el héroe de Huidobro sigue siendo tan medioeval, tan épico,
tan plástico, tan bólido divino, como el héroe del Romancero. El Cid, Babieca y
Tizona forman una fabulosa trilogía que ninguna fantasía lograría mancillar. La
Jimena de la ficción se hace más veraz que la fea Jimena histórica. Sin
engorros de orden documentario, sin alardes de erudición, sin descripciones
fotográficas de atavíos ni lugares, la novela de Huidobro nos hace sentir el
soplo heroico de una época de hierro, haciendo que ese soplo derribe los muros
de una limitación cronológica y nos azote reciamente en pleno pecho… Su novela,
es novela de poeta desde el principio al fin.
En el texto de Huidobro —como acontece
plásticamente con una escultura de Lipchitz o un cuadro de Picasso— no hay superficie muerta desde el punto de
vista poético. Las imágenes —¡y qué forjador de imágenes es Huidobro!— se
suceden con ritmo sabio, pero con riqueza alucinante. Cuando el Cid es armado
caballero por la iglesia "van y vienen sombras de frailes, deslizándose
sobre alfombras de sol, con las manos dentro de las anchas melgas donde se ha
refugiado la noche que quedaba en las naves”. Un enviado del Papa a la corte
del Rey Fernando "se muestra inflexible dentro de su flexibilidad italiana
y entre esos castellanos recios y duros, mezcla de camero y de león, se mueve
con la soltura de un lagarto ultravioleta”. En una de sus noches, "se oye
la explosión de un rubí”. Durante el incendio del castillo de Lozano, las
llamas son "una enredadera de fuego que se abraza y trepa por los cañaverales
de la lluvia”.
Esta maravillosa novela de aventuras —de
aventuras poéticas— nos lleva bien lejos de las pobres tranches de vie que llenan los escaparates de las librerías con sus
páginas olientes a casa de huéspedes barata y a caspa de funcionario. En ella,
las descripciones minuciosas del papel que tapiza las habitaciones y de las
barbas de algún vejete insulso han sido sustituidas por un juego de ajedrez
mágico, cuyas piezas lucen armaduras centelleantes y se ven nimbadas por constelaciones
que hablan. El libro de Huidobro es sabroso como fruta, sano como cheer, vasto como cráter de Luna, tierno
como los "ojos medioevales” de Jimena... Y el poeta nos anuncia nuevas "hazañas”: la de Hernán
Cortés, la de Bolívar, la de San Juan de la Cruz...
¡Vengan esas hazañas! ¡Tenemos sed de ellas!
París, Abril.
Social,
octubre de 1930, pp. 24 y 103. (Ilustraciones de Ontañón para "Mío Cid
Campeador”).
No hay comentarios:
Publicar un comentario