Pedro Marqués de Armas
De todos los perros, literarios o
gráficos, inscritos o estampados en cualquier página o celaje, prefiero al
perro de Goya. Solo lo hermano a un mastín sin nombre, renegrido, que sale por
un agujero en unos versos de Zequeira y Arango; y, desde luego, a ese perro
plegado y desplegado, pura forma maleable, que es el “Perro sin plumas” de
Cabral de Melo Neto. Conste que no siento simpatía alguna por los canes, salvo
estas excepciones, sino todo lo contrario: desprecio. Como diría Martínez
Rivas: un magnífico desprecio. Nada me dice el perro de Vallejo, muerto a no sé
qué altura; y me resultan repelentes tanto el perro de Pavlov como la perrita
Laika, por no hablar de Sharik, el de Bulgákov. A lo más, experimento curiosidad por el Bichón habanero, y por determinados pérfidos de Bacon y
Koudelka, más desguazados y elásticos que meramente cínicos. Pero por el perro
de Goya siento otra cosa, algo que ya no se siente por casi nada: respeto.
¿Cómo no respetar a quien no consiente noblezas, ni liberalismos, y realiza de
modo tan franco semejante llamado al hundimiento; a quien, a pesar de cagarse
de miedo, saca cabeza y soporta tamaño vejamen?
El perro de Goya es, para
empezar, un perro inaudible. Sus alaridos se apagan en esos niveles de barro o
arena, lo mismo que si le dieran con una llave picoloro. Ese grito es, además,
impresentable. Su silencio deserta a la música; ni la Nada, ni el
desierto, pueden contenerlo. Perro así, pare al mundo de nuevo y dignifica sus desechos. Pone otra vez en función las ruinas y hace que se repita
la Historia. Y en ello consiste su carácter
hipnótico; en ese remanso de tiempo y ese descaro de hacerle bajar la testuz al
Gran Arquitecto, circulando una y otra vez. Y sin embargo, pese a las vueltas
interminables, nunca deja de sentirse, como no puede ser de otro modo, su olor.
Su olor y su dolor, nunca su ladrido. Su peste y su ¡ay! insoportables. Este
¡ay! se lo traga en cada repujo, como mismo se lo van tragar a él esos niveles,
esas capas de excremento que tal vez salgan de su propio cuerpo –a fin de
cuentas la planta de reciclaje, y no la pintura, mejor montada del mundo. Un
perro que no se oye pero que huele a través de la eternidad; un perro que no se
pliega pese a sus retornos, pero que al despedirse, despide cada vez ese olor
del río Manzanares donde los madrileños, contemporáneos de Goya, arrojaban sus inspirados paquetes. Perro sordo a las
inclemencias, no cree en nada, salvo en persistir.
Algunos antimetafísicos creyeron
ponerse los guantes, hace algunos años, cuando un experto en las pinturas
negras de Goya divulgó que el Perro semihundido no era, siquiera,
una alegoría y carecía de significados enigmáticos o profundos. Simplemente
observaba el vuelo de unos pajaritos que habían sido borrados. En cualquier
caso, no sería más que un dato técnico. Meras muescas, esos pajaritos fueron
sepultados con rigor, enterrados como si se tratara de asteriscos. Un brochazo
aquí, una paletada allá. Al librarnos de tal ensoñación, nos libramos de otras
tesis intrusas, mientras se despeja, con más fuerza, la materialidad de la
obra. En cuanto a los perspectivistas, lo mismo: no hay vacío por encima, ni
por debajo, y la inmovilidad e inclinación son solo aparentes. Lo que importa
es el cogote y los ojos húmedos de perro apaleado, siempre al límite; esa
resistencia, cuanto más temblorosa más tensa, casi tetánica. Condición nerviosa
del que está a punto de ahogarse y lucha contra la corriente, a sabiendas de
que aquello lo engulle.
¿No esperaba nuestro amigo A., de
una a otra visita al Museo del Prado, que se hundiera de una vez? Pero no… Este
perro se hunde permanentemente, lo que hace más exquisito su vejamen, más larga
su agonía y más cósmica su soledad. Su muerte no alivia; pues es, por esencia,
adversativa. Una muerte que antes de consumarse, lo invade todo con su barro,
como mismo los pigmentos y las espiroquetas invadieron los oídos de Goya. Solo
así podía retratarse lo inaudible: ese ¡ay! que destroza los nervios. Porque en
definitiva se trata, como ha dicho Ceronetti, de un autorretrato “animalesco”.
“Goya, en las Grandes Aguas, en las profundidades de la sordera total, buscaba
el sonido, la elevación, la riqueza humana”. Pero la voz ex alto de
que habla el ensayista italiano -si es que alguna vez existió- a esas alturas
había sido interrumpida. Y de existir, sería una agravante. Con los
chillidos también inaudibles de los locos del manicomio de Zaragoza, Goya
resuelve pintar la sordera colectiva. Ni más ni menos, la conditio
hominis –con ese abandono, esa inoperancia tan suyas. Pero no le demos
más cranque al perro. Su repetición, sobre una esterilla, es
el mayor vejamen.
1 comentario:
uyuyui!!!
Tremendo texto para académicos. Baja, baja, pues es una disertación de la que no se entiende nada.
Soy de a pie.
Amiga.
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