(…) Pasado casi medio siglo entré en la
Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística con una libreta y un
lápiz, galvanizado por esta pasión del rencuentro, impulsado por el recuerdo de
una antigua lectura que había reaparecido para mi asombro, y anulando en parte “el
quietismo bibliográfico”, llené las boletas y pedí los libros de Armando Leyva.
Ocupé una de las mesas de lectura y, mientras
esperaba que llegaran los títulos que había pedido, todos los que bajo su
nombre aparecían en el catálogo, comencé a escribir en mi libreta una nueva
lista, pero esta vez sobre las causas del olvido de un autor literario. Aunque
la sociología de la literatura y yo nunca mantuvimos estrechas ni cordiales
relaciones, resultaba inevitable pensar en dichas causas. Empezaban a
acumularse en mi mente y la mano, a medida que me asaltaban, hacía que el lápiz
las trazara en la página. Escribí esas causas posibles con sencillez, con
expresión sociológica rudimentaria. No pude evitar darles un título: “Quince
razones para ser olvidado”. Más o menos fueron estas:
Cuando se produce un cambio ideológico o una
revolución en los grupos de poder.
Cuando su estilo o su poética han envejecido
sin remedio.
Cuando ningún crítico influyente se ocupa de
su obra.
Cuando la institución literaria le retira su
protección.
Cuando se queda en silencio y deja de producir
Cuando su influencia declina en los jóvenes.
Cuando su obra carece de valor trascendente.
Cuando se produce un cambio de sensibilidad,
surge un movimiento o escuela que le son adversos.
Cuando muere prematuramente.
Cuando carece de un mito personal que
determine la atracción social futura.
Cuando carece de promoción editorial.
Cuando no sabe promoverse.
Cuando recibe en vida demasiados
reconocimientos y premios.
Cuando habla para pocos y no alcanza a
expresar un ambiente.
Cuando teme ser imprudente, acepta las
prohibiciones y rehúye el escándalo.
Al terminar las quince razones ya estaban los
libros sobre la mesa. Los tuve al fin bajo mi vista y entre mis manos. Di
comienzo a una modesta y melancólica arqueología del saber. En verdad me
parecieron pequeños juguetes. Tomitos en octavo, de menos de cien páginas,
papel brillante, cromado, resistente, festones en cada página y deliciosas
viñetas cerrando cada crónica, cada cuento. Increíble que en imprentas
pueblerinas se hicieran estos pequeños juguetes que tanto tiempo habían durado.
Creí al verlos de pronto que estaban originalmente encuadernados. Aunque
todavía intacta, la encuadernación era antigua.
En realidad las ediciones originales se
hicieron en rústica, con frágiles portadas. Habían sido mandadas a encuadernar
posteriormente, luego de muchos años, tal vez por el propio Leyva, cuando
residía ya en La Habana. Tenían un sello triangular de la casa Belmonte, que se
hallaba en la calle Monte y Zulueta. Me conmovió pensar que el propio autor
había mandado a encuadernar los únicos ejemplares de los pocos libros que había
escrito, publicaciones provincianas, tiradas cortas, que él pagaba y vendía en
su casa, con el fin de preservarlos, a la espera de que alguien, algún curioso
lector, pasado el tiempo, pudiera encontrarlos después de su muerte. Su viuda
los entregó a la Biblioteca del Instituto.
Solo uno, La provincia, las aldeas,
era de formato un tanto mayor y tenía en verdad más de cien páginas, impreso en
Santiago de Cuba, en 1922, y poseía un significado especial: fue el último
libro que Armando Leyva publicó.
En el prólogo, por Eduardo Abril Amores,
encontré una noticia que paso a glosarles. Quizá, en vez de una noticia se
trate de una imagen, un retrato personal de Leyva trazado por este amigo suyo,
en un minuto decisivo, el de escribir.
Estos dos hombres trabajaban como periodistas
profesionales en Diario de Cuba. Leyva había abandonado su aldea, “la blanca
Gibara”, para establecerse en Santiago. La noche que decidió escribir el libro,
se hallaban en el Hotel Antilla, de paso para Baracoa, en viaje de trabajo.
Calor, humo, pitazos de locomotoras, un enjambre de mosquitos llegaban a la
habitación. Impaciente y nervioso, Leyva se acuclilló en la cama como un fakir
indiferente, y se pasó la noche llenando cuartillas, fumando y escupiendo. A
esta imagen, tan gráfica, falta un toque de época, el ambiente oriental de
moda, muy del gusto de Leyva. Abril Amores no lo olvida: los cigarros que fumaba
eran “cigarrillos egipcios”.
Textos y fotos revelan interés por los
ambientes orientales, ignoro si profundo o ligero contagio de la moda. Otro de
sus contemporáneos, José de la Luz León, provinciano igual que él, nacido en
Baracoa -integrante de la nómina actual de olvidados-, publicó en la revista Carteles,
enero 1960, un conmovido testimonio de su amistad con Armando Leyva,
ilustrado con una fotografía de archivo. En ella se halla sentado en una cama
tendida con una manta de ornamentos hindúes, la espalda reclinada en la pared
que cubre un tapiz, igualmente hindú. Sobre una mesita labrada, una estatua de
Buda, pebetero y palillos de incienso. A este testimonio de época cabría
agregar que la única pieza de teatro que compuso, un corto monólogo sentimental
y de dudoso valor, lleva el título, “También el Budha suspiró de amor”.
(…) El pintor académico Esteban Valderrama,
matancero y contemporáneo de Leyva, le hizo un retrato al creyón, que el
retratado, al parecer, juzgaba complacido: lo reprodujo en cada uno de sus
libros desde 1915. Firmado, carece de fecha. En él, Leyva parece un hombre de
más edad que el joven autor de cuentos y crónicas, redactados entre los 27 y los
treinta y dos. Creo que el retrato de un autor anula parte de la distancia
existente entre el lector y el autor de la obra leída. Calma en algo su
curiosidad No haré una descripción del hombre del retrato. Sería tan sólo un
conjunto de palabras. Me gustaría, en cambio, ofrecerles una especie de retrato
en movimiento, basado en la impresión real de un testigo. Para ello, acudo de
nuevo a José de la Luz León y al artículo que mencioné.
Cosa rara: una polémica acercó a estos
hombres. Ninguno de los dos se habían visto nunca. Desde sus respectivos
periódicos, uno en Baracoa, otro en Gibara, polemizaron sobre Emilio Bobadilla,
como dos buenos provincianos, con violencia creciente. Llegó al punto en que se
retaron a duelo. De la Luz León fue hasta Gibara en busca de su contrincante.
Entró en el Unión Club, donde se reunían notables y ociosos, viejo caserón de
la época colonial, frente al parque, mesas de billar y balances de rejilla en
los que se sentaban a “chacharear” – el término coloquial es de la Luz León.
Vio allí a un tipo joven, de melena hirsuta, gafas con cinta negra, chaleco
entallado a cuadros, debajo de una levita o de un paletó, apoyado sobre un
bastón de carey, los dedos plagados de sortijas. Lo sorprendió ese empaque
demodé, imprevisto en una ―aldea, pero que le resultaba original y curioso, y
lo escogió para preguntarle por Armando Leyva. Oyó una respuesta inesperada: “Yo
soy”.
Ahí terminaron, naturalmente, polémica y deseos de batirse. Se estrecharon las manos y se abrazaron. A continuación cito textualmente: “Armando Leyva era distante sin quererlo. La madurez lo hizo más suave y tolerante. Me pareció desencantado. Su conversación era un puro deleite. Sabía escuchar, sin perder el aire de ensimismamiento y ausencia de su juventud”. Luego volveré sobre estas observaciones sutiles.
Como tantos de nuestros artistas, Armando
Leyva era un provinciano, pero un provinciano asumido. Sentía por su aldea,
Gibara, donde nació en 1888, el año en que Rubén Darío publicó Azul, y
hubiera podido decir como alguien dijera, “el modernismo y yo nacimos juntos”,
sentía una rara devoción, mezclada de molestias y aversiones, sentimientos
complejos que manifestó en diversos cuentos y crónicas. Estudió las primeras
letras en su pueblo natal. Era hijo y sobrino de ingenieros, su padre y su tío
fueron diseñadores y constructores de centrales azucareros.
La primera vez que abandonó su aldea, marchó a
estudiar bachillerato en las Escuelas Pías de Guanabacoa, como interno. En unas
fingidas memorias, atribuidas a un personaje imaginario, que no llegó a
publicar completas, narró oblicuamente el tiempo transcurrido tras los muros
del colegio escolapio, “los cinco años más áridos de su existencia”. Como si
continuara viviendo en la aldea, poco participó del ambiente capitalino, y
concluidos sus estudios regresó de inmediato a Gibara.
Pero su padre y su tío tenían la ilusión de
que él continuara la tradición familiar, y lo matricularon por correo en un
Collage de Estados Unidos para que estudiara ingeniería.
Armando Leyva partió “con poco entusiasmo,
algunos presentimientos de no sé qué trascendental transformación en mi vida y
muchos versos sinceros y mal escritos”. El Collage estaba en Maryland, una
pequeña ciudad. Hasta donde han llegado mis pesquisas, no frecuentó las grandes
urbes del Norte, New York, Chicago.
Varios de sus cuentos, de los acertados que
realizó, nos hablan de Maryland, del Collage. Entre sus personajes hay
estudiantes latinoamericanos, mexicanos y colombianos que, es lícito suponer,
también sus familias enviaron a estudiar ingeniería. Si alguno regresó con su
título bajo el brazo, Armando Leyva volvió a Gibara sin terminar la carrera.
Cuanto temió como presentimiento, se le hizo real: su vida sufrió la
transformación oscuramente anunciada. Si desde adolescente había escrito, a
menudo como un juego, a partir de ese momento se le volvió grave, con la
gravedad de un destino. Nada personal había para él en aquel Collage, en
aquellos estudios… Durante esos meses en que la transformación se abría paso en
él, tiempo semejante a un interregno, perfeccionó lo que sabía de inglés, leyó,
no los libros de clase, sino los de literatura que le prestaban las bibliotecas
públicas. En el curso de estas lecturas conoció los relatos de Edgar Allan Poe.
Los leyó en inglés. Quedó seducido por su obra macabra y su vida desdichada.
Fue uno de sus iconos perdurables. Cuando la transformación, “palingenesia llamó
André Gide a tales estados”, se le tornó evidente, tomó una decisión
imprescindible para su existencia futura: envió una carta a su padre pidiéndole
regresar a la aldea sin concluir los estudios. Desde ese momento se convirtió
en un escritor. No quiso otro destino que el destino que él mismo había
elegido. Pese a las advertencias y amenazas de un padre desilusionado con su hijo,
Armando Leyva volvió a Gibara. A los dos años publicó su primer libro.
Del ensueño y de la vida, como dije
hace un rato, se imprimió en 1910, imprenta El Cucalambé, Victoria de Las
Tunas. Este tomito de sesenta páginas era obra de un escritor de 22 años.
(Varias de estas composiciones se publicaron antes en periódicos de Gibara.)
Ahora diré que se halla dividido, indica el
título, en dos secciones, la primera para el ensueño, la segunda para la vida.
Actualmente la primera carece de valor, y sin embargo, dada su atracción por
las virtudes del ensueño, debió interesarle a Leyva más que la segunda, el
ensueño más que la vida, sin duda. Compuesta de doce escritos, tan solo
conserva todavía cierto interés, “El primer desengaño”, en el que
inesperadamente la vida tropieza con el ensueño, y parece ganarle la partida.
La anulación del ensueño implica una experiencia, y la experiencia es el primer
desengaño. ¿Es el ensueño entonces un
simulacro de felicidad? Quizá sea el conflicto de esta crónica, y de cuanto Amando
Leyva escribió durante esta etapa de su creación. Como los buenos sonetos,
concluye con una sorpresa de fino humor, un tanto galante, humor frecuente en
la escritura de Armando Leyva, cuando la amada ideal del protagonista, muchacho
de quince años, lo convence, en un diálogo de deliciosa ironía, de que el amor
entre ellos, semejante a cualquiera amor, debe cesar voluntariamente antes de
que termine como proceso natural. Tras esta decisión, les quedará un hermoso
recuerdo. El muchacho finalmente le pide besarla en alguna parte del cuerpo
donde nadie nunca la hubiera besado: ella le ofrece los guantes que cubren sus
manitas y él se los besa como despedida.
En el resto de la sección del ensueño, pese a que la escritura es la de un esteticista moderado, Leyva es más un neorromántico que un modernista. Su prosa, efectiva y cuidada, es solemnemente cursi. Los rasgos de humor que, a la manera de “El primer desengaño”, podrían salvar el texto dándole al lector la posibilidad de otra lectura, al poner en entredicho la abundante cursilería y el sentimentalismo de las historias, no aparecen en el resto del ensueño.
En la sección segunda, con la que cierra el
tomito, el futuro editor de las obras de Armando Leyva deberá tomar en cuenta,
de los nueve textos breves que la integran, al menos tres. Pocos en verdad. No
obstante, “Mis gafas”, “Un gato” y “Poe”, podrían calificarse de páginas
excelentes. Sarcásticas, escritas desde sí mismo, aparentes ejemplos de
confesión personal, enumeraciones dispuestas como arias de bravura (“Son
algo integrante de mi yo –dice en “Mis gafas”— Como mis tristezas. Como mis
odios. Como mi filosofía. Como mi hígado. Las amo como Voltaire amó el café.
Como Teresa de Jesús amó la muerte. Como De Quincey amó el opio. Y me han sido
más útil que la religión, que los relojes y que los amigos”). El gato, animal
del universo de Poe, y de Baudelaire, otra de sus admiraciones, aparece con
frecuencia en sus escritos, como el caballo y los perros, transformados en
animales extraños, perdida su relación cotidiana con el hombre.
Sin duda, Leyva carecía del don de titular.
Desde el inicio de su carrera como escritor, la falta de este don es
manifiesta. Del ensueño y de la vida no es buen título. No se le daban
siquiera sugerentes o llamativos. Alma perdida, su segundo libro, es
perfecto para un melodrama radial. Otros lindan con lo excesivamente cursi, con
el folletín, con un modernismo trasnochado, y pueden desanimar a lectores y a
críticos del conocimiento de sus mejores cuentos, “Gritos en el monte”, “Un suicidio”,
“Un Muerto”. Títulos desafortunados, quizá obra de la dejadez o la indiferencia
periodística, sorprendentes en un autor que ejercía sobre el resto de su prosa
un cuidado extremo.
Vuelvo a Del ensueño y de la vida. Pese
a cuanto he señalado, este pequeño libro revela desde su título, la división en
dos partes y el uso de la crónica y del cuento, como géneros separados incluso
en la organización tipográfica, las antinomias decisivas en la poética de
Armando Leyva. Creo que tan sólo falta la del horizonte geográfico: el
enfrentamiento entre el mar y la montaña, la aldea y la ciudad. Estos son los
agentes del conflicto, el dualismo acentuado y en contradicción, cuyo eje
central y giratorio lo forman el ensueño de un lado, del opuesto, la vida. Pareja
contradictoria que hace su aparición en múltiples páginas de Armando Leyva,
constantemente, de un modo casi obsesivo, incluso hasta el punto de desgaste.
Tal vez no se trate con exactitud de
contradicción, sino de un agudo conflicto en la experiencia humana, y
principalmente en poetas y escritores del modernismo latinoamericano. Leyva es
consciente de este conflicto. El ensueño es más fuerte que la vida, nos dice en
uno de sus cuentos o de sus crónicas. Lector de Nerval, a quien menciona en
diversas ocasiones en las que sus escasos críticos no han reparado, sabía que
el sueño es una segunda vida. Sus personajes femeninos, en algo semejantes a
los de Nerval, empiezan siendo reales para convertirse, por exceso del deseo
frustrado, en apariencias del sueño, y en su escritura, en apariencias del
ensueño. El sueño nervaliano es sustituido por el ensueño. Se sueña en Aurelia
con los ojos cerrados. En los mejores cuentos de Armando Leyva el ensueño
no es una segunda vida, es una especie singular de superposición sobre la vida,
diré real. Es mediante el ensueño que el hombre alcanza, por un instante,
aquello de lo que carece. Por el contrario del sueño, no es la representación
fantástica del durmiente, es la representación fantástica del ser humano en
vigilia, decisivamente despierto.
La enemiga del ensueño, esa cosa llamada vida,
¿qué era?
Una frase de Poveda, que Armando Leyva
suscribiría de inmediato, podría responder esta pregunta: “La vida tiene el
deplorable efecto de ser perfectamente anodina”. Terminado el ensueño,
descubierta su raíz ilusoria, lo que queda es aburrido y mediocre, es decir, lo
que queda es la vida. Leyva disiente tanto de la vida sentimental como de la
social y política. Entrar en las regiones del ensueño es, al menos por unas horas,
liberación, positiva conquista. “Amaba la torre de marfil, pero le atraía la
multitud”, escribió Regino Boti de José Manuel Poveda. Podría decirse por igual
tanto de Armando Leyva como del propio Regino Boti. Esto aumentaba sus
dualismos, sus antinomias. A sus obsesiones esteticistas, se unían
preocupaciones sociales y patrióticas, que en él fueron agudas y constantes.
Como este aspecto es poco conocido, diré que Armando Leyva, y enumero
simplemente, fue antimachadista, enemigo acérrimo de la prórroga de poderes,
adversario de la discriminación y partidario del voto femenino, contrario a las
componendas políticas y la democracia pervertida, opuesto a la influencia, ya
en su juventud muy manifiesta, de la sociedad norteamericana en la naciente
vida de la nación cubana. Para él Estados Unidos era yanquilania. Decenas de
crónicas dan testimonio de sus antinómicas preocupaciones por la vida.
Ver conferencia entera aquí Aquí
3 comentarios:
Muy buenas crónicas sobre este escritor olvidado.
Se agradece tu labor de desenterrar archivos. Encantador blog de antiguedades cubanas. Unico en su tipo.
Gracias.
América inmortal.
Gracias América, muy estimulantes los comentarios. Seguiremos sacando textos oscuros.
Pués ándele mijo!
Este es su blog y su creación.
Yo escojo.
Saludos.
América Inmortal.
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