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domingo, 31 de diciembre de 2017
jueves, 28 de diciembre de 2017
Modalidades de tortura
Tortura de los perros: encerrar al preso desnudo, en una
bartolina, y azuzarle dos perros pastores alemanes, fieros y especialmente
adiestrados.
Tortura de la campana: amarrar fuertemente al preso, sentado
en una silla, cubriéndolo con una gran campana que a intervalos de pocos
minutos, durante varios días, es intensamente percutida mediante un mecanismo
eléctrico.
Tortura del agua: encerrar al preso en una bartolina en la
cual se pone agua hasta una altura de seis pulgadas, lo que hace que el reo
este de pie, con el agua por encima del tobillo, sin que pueda agacharse,
sentarse ni acostarse, porque al hacerlo, el cuerpo queda sumergido en el agua,
contaminada por la podredumbre de las excrecencias del propio preso y de los
que le antecedieron.
Tortura de las cabañitas: se introduce al preso en pequeñas
construcciones, herméticamente cerradas, en las cuales solo cabe un hombre de
pie, sin poder moverse, quedando inmovilizado como un emparedado.
Tortura del magnavoz: consiste en difundir por alto-parlante,
a gran volumen, los discursos de Fidel Castro, lo que quiebra los nervios de
los presos.
Pepita Riera: Servicio de inteligencia de Cuba comunista, Editorial AIP, 1966, pp.
77 y 78.
miércoles, 27 de diciembre de 2017
martes, 26 de diciembre de 2017
Déjame los aguacates
Ramiro Guerra
Ya que por la libertad
Luchas en fieros combates,
Déjame los aguacates
Delegado, por piedad.
Que es tal mi necesidad
Y es tan grande mi pobreza,
Que si aquí con entereza
Me los hace usted botar
Prefiero que me haga ahorcar
O me arranque la cabeza.
Por las veredas del pasado. 1880-1902, La Habana, 1957. p. 58.
sábado, 23 de diciembre de 2017
jueves, 21 de diciembre de 2017
Al profesor Nowack
Peonías
En la villa de las lomas
hay un profesor austriaco
que debe de ser un taco
aficionado a las bromas...
Pues con una sangre fría
que al más animoso
espanta,
asegura que en la planta
llamada la peonía
observa, cual muchos
otros,
inequívocas señales
de que los más fieros
males
se ciernen sobre nosotros.
¡Caramba con la peonía,
cuya sílaba primera
como puede ver cualquiera
no debe oler a ambrosía.
¡Caramba! vuelvo a
exclamar,
aunque conmigo se irriten,
¿conque sus hojas permiten
saber lo que ha de pasar!
Eso afirma seriamente
el austriaco profesor
que, con su aserto, el
terror
ha causado en tanta gente,
sosteniendo día a día
que en Guanabacoa la bella
un auxiliar halló en ella
de la meteorología.
Levántase muy temprano,
obsérvala atentamente
y luego con voz potente
le dice al pueblo cubano:
"Estamos ¡ay! en un
tris
de que en días no remotos
espantosos terremotos
destruyan este país.
El mar se desbordará
inundando el Malecón
y más de algún tiburón
hasta el Parque llegará.
…Aunque hablando
francamente
en diversas ocasiones
el ver en él
"tiburones"
es una cosa corriente.
Diario de la Marina, 30 de abril de 1906.
miércoles, 20 de diciembre de 2017
Décima tatuada en la espalda de un recluso
Siempre me encuentro en mi taya (sic)
dispuesto para la acción
disparando mi cañón
y vomitando metralla
Mi delirio es la batalla
pues a mí nada me aterra
combato a la gente perra
con astucia y con recelo
Y si Dios manda en el cielo
Yo el temerario en la tierra
Alberto Salvador Santana
Rafael Roche: La policía y sus misterios en Cuba. Edición
de 1925.
domingo, 17 de diciembre de 2017
La ilusión de Sagra
Pedro Marqués de Armas
Tras
largos años de ausencia, regresa a La Habana en 1859. Vuelve al teatro de sus
tareas científicas, e intenta apreciar las sensaciones que ese retorno le produce,
como si se tratara de un evento que pudiera medirse y reflejarse en un gráfico.
Es ya un anciano, lo reconoce, pero fortalecido y curado de espantos. Arrojado
a la vejez, sí, pero también a buen puerto, al país de sus ensayos, al origen
de su experiencia. Constata los cambios que se han producido en la fisionomía
de la ciudad, los nuevos barrios extramuros con sus amplias avenidas que cruzan el glacis; pero apenas le cuesta reconocer una “vieja faz” que le trasmite sosiego. Siente, entre el pasado y
el presente, un perfecto equilibro en el
que se solaza con “fundada alegría”. Nada de lo que se ofrece es lo bastante distinto,
ni guarda proporción alguna con los cambios operados en sus ideas y posiciones.
Ha cambiado él pero no sus recuerdos, no las imágenes. Cree despertar de un sueño
que lo devuelve a idéntica vigilia. El encontrar a sus amigos envejecidos no
aminora el contraste, no distorsiona esa impresión que, si bien reconoce
ilusoria, registra con punzante objetividad. Los “testimonios de afecto” que
recibe atestiguan que el tiempo no ha transcurrido. Nada lo persuade de lo
contrario. Presencia y recuerdo se funden. Un cuarto de siglo puede ser un día. Pero algo viene entonces a enturbiar su entusiasmo. Al atravesar el Campo de Marte hiere su
vista un “aglomeramiento de almacenes y barracas” que ocupa ahora el terreno
del antiguo Jardín Botánico. En lugar de “floridos vergeles” y “sendas majestuosas”
topa con los residuos de una ciudad que crece a expensas de ellos. El
respiradero de la urbe convertido en excrecencia. Teme que la destrucción
material de aquel paraje se corresponda con la de su memoria y todo no sea sino
una vana, indemostrable ilusión. Pero sigue adelante. Otros testimonios lo
atestiguan. Otros que entonces eran niños se suman a la lista, al gráfico de
impresiones. A su regreso ha encontrado más amigos que los que dejó al partir.
No cede un ápice. Tanta benevolencia lo colma. No experimenta ningún vacío, ninguna ausencia. No tiene ya que
dolerse, como en los años del cólera, de las carretas de muertos. De nuevo la ciudad es "todo circulación” y él torna a ser el ermitaño del jardín de las plantas.
jueves, 14 de diciembre de 2017
Un incendio
La víspera fueron los fuegos artificiales en
el Campo de Marte. Algún chuzo hubo de caer sobre el tejado. A las dos de la
mañana se oyó el agudo sonido de la corneta, y un estallido de tablas,
siniestro precursor de un gran desastre.
Acudimos muchos a una de las azoteas de la
calle de la Amistad, cerca de la Zanja. Nos dijeron que el fuego era en la calzada,
entre la calle ancha y los focos de la muralla. La llama se divisaba por entre
los pinos del camino de hierro: fingían los árboles un bosque encendido; y en
este momento pasó una locomotora echando humo por los aires, como un fantasma
que se levanta para asistir al vasto incendio.
La consternación no dejaba juzgar de la
distancia del peligro.
—¿Llegará el fuego hasta aquí? Decían las
mujeres.
—No, señora; está el campo de Marte de por
medio. Ayer pagó usted un peso para ver los fuegos artificiales; ahora los
tiene usted de balde. No hay mal que por bien no venga: sobre esas ruinas se
alzará mañana un liceo.
En medio de esta aparente impasibilidad, la
imaginación me presentaba la familia enajenada, discurriendo por los salones
del edificio, los hombres disponiendo la fuga, las mujeres clamando al cielo
con voces lastimeras, los niños aumentando con sus gritos la perturbación de
las madres. Los caballos atados en las caballerizas daban en su desesperación relinchos
espantosos, que el silencio de la noche dejaba entrar en mis oídos.
Entre tanto la vecindad estaba en alarma.
Mujeres hubo que se llevaban las sábanas y los gatos de la casa, y hasta las
hornillas de planchar, creyendo que cargaban con lo más precioso; otras echaban
las prendas en el seno, sin reparar que estaban apenas cubiertas; otras, no
sabiendo por donde comenzar, se quedaban sin movimiento.
El avaro no se atrevía a sacar a luz sus
tesoros, y esperaba la hora de la destrucción.
Las bombas no estaban aún en todo su
ejercicio; y su escasa lluvia servía de alimento a las llamas devoradoras. —¿Será en el camino de hierro? Decían algunas.
—No puede ser, se vieran los pinos alumbrados por
esta cara.
—Seguramente es en las Ursulinas, decían
otras: ¡pobrecitas!
—Esto quisieran las monjas, dije yo.
—¿Cómo es eso? Replicaron.
—Más les valiera morir quemadas que
encerradas.
Y como viese el mal efecto que produjeron
estas palabras, añadí —he dicho mal, y merece perdón un profano que se reconoce
indigno de apreciar tan alta vocación: no es posible que entre esas virtuosas
siervas de Dios, entregadas a la meditación y a la enseñanza, se encuentre un
alma arrepentida.
Memorias
sobre la historia natural de la isla de Cuba, La Habana, 1888, pp. 205-06.
miércoles, 13 de diciembre de 2017
Incendios. Una relación
Antonio de Gordon y Acosta
Como nuestro empeño es el estudio del problema
que nos ocupa, con relación al más precioso engaste de la rica presea de la
Corona Española y la más estimable concha de la Occidental margarita, así
llamada por Dávila Orejón, Capitán General que fue de esta Isla, desde 1664 a
1670, vamos a detenernos con la brevedad posible, en enumerar los principales
incendios que han tenido lugar en la Capital, desde su fundación hasta nuestros
días.
Sábese que el Adelantado D. Diego Velázquez,
natural de Cuellar, provincia de Segovia, fue el que fundó la población el 25
de Julio de 1515 en la desembocadura del río Mayabeque; sábese también, que por
lo malsano del lugar, se trasladó luego la Villa a la boca del Casiguaguas,
Chorrera o Almendares, llamado así por los provechosos baños que tomó en él el
Obispo Fray Enrique de Almendariz, y que en 1519 se estableció en el punto en
que hoy se halla, denominándose San Cristóbal de la Habana, por haberse creado
el día de ese mártir, y según el erudito Arrate, con el fin de obsequiar al
Almirante de las Indias D. Diego Colón, por haber llevado su glorioso padre el mismo
nombre, y Habana por haberse emplazado en la provincia india que los naturales
distinguían con ese término.
Ahora bien, a poco de constituida la urbe, el
año de 1538, siendo Teniente de Gobernador Juan de Rojas, unos piratas llamados
filibusteros, entraron en el Puerto, saquearon e incendiaron la población, por
lo que enseguida se personó en ella el Gobernador D. Hernando de Soto, ordenando
la construcción del Castillo de 1a. Fuerza, que concluido en 1544, dio tal
importancia a la Villa, que se dispuso al año siguiente que las embarcaciones
que entraran la saludaran como plaza militar.
En 1555, volvieron los piratas a saquear y a
incendiar la Habana, defendida entonces por Juan Lovera, viéndose el Gobierno
obligado a trasladarse a Guanabacoa.
En los años de 1618, 1619, 1620 y 1621,
tuvieron lugar varios incendios en la población, en los cuales se quemaron 100
casas, según dijo a S. M. el Gobernador Venegas, en carta que le dirigió con
ese objeto, acaeciendo uno horroroso entre 8 y 9 de la mañana del viernes 22 de
Abril de 1622, en que por una fuerte brisa fueron devoradas por las llamas
cinco cuadras, principiando el siniestro por una casa de la calle del Molino
cerca de la Plaza, extremo de la que se llama hoy Riela; el fuego fue tan intenso,
que quedó dividida la ciudad en dos partes por una faja ardiente, propagándose
a los bosques y quemándose más de una legua de éstos.
El 30 de Junio de 1741, a las tres de la
tarde, cayó un rayo en el mayor del navío “Invencible”, Capitana de la Escuadra
de D. Rodrigo de Torres, prendiéndose todo el buque, que contenía cuatrocientos
quintales de pólvora, por lo que atemorizados los vecinos en número
considerable, se echaron a la calle, dirigiéndose al campo y resultando por el
siniestro 16 muertos y 21 heridos.
El 3 de Julio de 1762 fue reducido a cenizas
el Reducto construido por los ingleses en la toma de esta capital, durando el
fuego 3 días.
El 9 de Agosto del mismo año el Conde de
Albemarle que dirigía el sitio de esta plaza, hizo incendiar las fábricas que
había en los extramuros, que eran chozas de guano, lo que verificó sin duda por
haber acampado el enemigo entre la Punta y San Lázaro, en donde estableció su
cuartel general.
A la una del día 25 de Abril de 1785 se
declaró un violento incendio en los talleres de la Maestranza de la plaza y
carenaje de buques del comercio en Casa-Blanca, los cuales tenían gran cantidad
de combustibles, quedando convertidos por eso los edificios en cenizas.
En la tarde del 2o de Abril de 1802 siendo
Gobernador de la Isla el Marqués de Someruelos, tuvo lugar el primer voraz
incendio de Jesús María, que redujo a cenizas 194 casas, el que duró dos días,
quedando sin hogar y en la miseria, gran número de habitantes.
En 1810 se quemó por completo la fragata
«Atocha» en el bajo de Begla, de la misma manera que lo fue la «Eulalia» el 15
de Marzo de 1757 que se encontraba cargada de aguardiente y azúcar.
El 11 de Febrero de 1828 tuvo lugar el segundo
incendio del barrio de Jesús María, el cual no fue menos desastroso que el
anterior, pues fue grande el daño que ocasionó.
El voraz elemento consumió el 12 de Septiembre
de 1836, la cuadra de la Calzada del Monte situada después del puente de Chávez,
trabajando tanto y tan bien los bomberos, que el Excmo. Sr. General Tacón,
complacido del comportamiento de aquellos, les dio las más expresivas gracias.
El 5 de Abril de 1837, cuatro fuegos casi
simultáneos tuvieron lugar en la calzada del Príncipe Alfonso, quemándose 20
casas, produciendo 47 bajas en el Cuerpo de Bomberos.
En la noche del 7 de Abril de 1839 ardió la
ferretería situada en Muralla 32, siendo tan grande la cantidad de escombros
que fue preciso dejar 21 Bomberos para apagarlos y removerlos.
No menos desastroso fue el siniestro acaecido
el 12 de Enero de 1848, en el almacén de Bustamante, situado en los bajos de la
casa del Sr. Conde de Santovenia, produciendo 22 enfermos y heridos en el
Cuerpo de Bomberos, los cuales fueron atendidos con 1000 pesos que dispuso el Capitán
General que fueran satisfechos por la Junta Municipal.
El 1ro de Agosto de 1851, hubo un gran
incendio en la Fábrica de Papel de Puentes Grandes, en donde trabajaron los
bomberos hasta su completa extinción, como así mismo sucedió en el siniestro
ocurrido en 26 de Abril de 1852 en la calzada del Monte núm. 203, casa de Don
Francisco Díaz.
En la mañana del 5 de Abril de 1854, en la
calle de la Zanja, fue reducido a cenizas el taller de maderas de Colombos, y
en la calle de Puerta Cerrada del Arsenal, en la madrugada del 25 de Noviembre
de 1858, se quemaron las casas números 63, 65 y 67.
El 23 de Febrero de 1850, las llamas se
encargaron de higienizar la población, pues hubo fuego en el basurero situado
entonces en las faldas del Castillo de Atares.
El 10 de Octubre de 1860 fue destruido por un
incendio que comenzó a la una de la madrugada, el mercado del Cristo, el cual
se inició en el establecimiento de víveres que existía en la esquina de
Bernaza, terminando el siniestro a las seis y media de la mañana. Ese local es
hoy el Parque de Michelena.
Al mediodía del 22 de Julio de 1863 principió
a quemarse el 2do y 3er. edificio de los Almacenes de Begla, durando la acción
de las llamas hasta las siete de la mañana del día 30.
Desde el primer momento acudió a prestar sus
servicios el Batallón de Bomberos Municipales, pero prolongándose el desastre
después del segundo día, solo asistieron 200 hombres que se relevaban cada 24
horas, trabajando tanto y tan bien, que D. Francisco Fesser, Director de la Compañía,
con fecha 25, dio las gracias a los bomberos en carta publicada en 31 del mismo
mes en el Diario de la Marina.
En esta calamidad se quemaron 63,012 cajas de
azúcar, 672 estuches, 214 pacas de algodón, 1,781 de esterillas, 4 cajas
casquillos, 1,953 sacos de maíz, 852 de café, 73 pacas orégano, 4,770 barriles
y 778 sacos de harina, 7,786 losetas de barro, 612 ladrillos, 875 sacos de sal,
96 huacales de loza y 5,573 bultos de otras mercancías de este comercio.
Las pérdidas en conjunto se calcularon en más
de $1.500,000, ocasionando 27 bajas al Cuerpo de Bomberos Municipales.
Otro hecho notable filé el ocurrido el sábado
6 de Septiembre de 1873; en efecto, a la una menos cuarto de la madrugada el
sereno de la calle del Águila, esquina a Dragones, avisó que ardía el mercado
de Tacón, incendio que se propagó rápidamente devorando todo el edificio, al extremo
de que un padre tuvo que descolgar a dos hijos por un balcón a la calle para poderlos
salvar; la falta de agua se hizo sentir y esta fue causa de la marcha veloz de
la desgracia.
La bomba de vapor de la «Compañía de Seguros
Inglesa» North Bristih and Mercantile Insurance Co., funcionó con dos mangueras
en el siniestro asistida por su personal propio de paisano, pues ya desde meses
antes se trabajaba aquí con entusiasmo para la creación de un nuevo cuerpo de
Bomberos, formado por jóvenes del comercio que voluntariamente se prestaban á
tan grande como humanitario servicio.
Hubo en esta afección social a más de las
pérdidas materiales, 3 muertos, 1 herido y varios tetanizados. El mercado
quemado fue construido de madera en 1817, formando las casillas un octógono en
su interior, conociéndosele con el nombre de Plaza del Vapor, por haber colocado
D. Francisco Marty y Torróos, en una fonda que poseía del lado de la calle de
Galiano, un cuadro en que se hallaba representado un buque de vapor, el
«Neptunio», primero que entró de esa clase en el puerto en 1819, y que hacía
sus viajes de la Habana a Matanzas.
En 1836 el Exmo. Sr. General D. Miguel Tacón
reedificó el edificio, haciéndolo de cantería, y así existió hasta que fue
pasto de las llamas; después de quemado se edificó el actual de hierro y
piedra, inaugurándose, previa bendición, el 14 de Noviembre de 1880.
Grave fue la situación de esta capital el 9 de
Noviembre de 1873, pues estuvo amenazada de terrible desgracia con el fuego que
se produjo en la sala de armas de la Maestranza de Artillería, la que estaba
ocupada por fusiles y repleta de cartuchos, que impidieron nuestros bomberos que
estallaran, evitando así quién sabe cuantas víctimas y notable pérdida para el
Estado.
El elemento del primero de los filósofos
griegos consumió, el 18 de Noviembre de 1876, el mercado de Colón, no obstante
ser de hierro, a consecuencia del número considerable de barbacoas de madera
que en el mismo se habían construido.
El 14 de Mayo de 1877 fue pasto de las llamas
la hermosa casa de Burnhan, Mercaderes 22, ocasionando considerables perjuicios;
en el mismo año y mes, pero el 19, ocurrió otro incendio en la Maestranza de
Artillería, la que cuatro años antes había sido maltratada por las llamas, salvando
los bomberos 100,000 cartuchos.
Cumple a nuestro deber recordar la noche del
22 de Enero de 1880, por la oscilación terrestre que se sintió en la capital,
como igualmente por el siniestro de la fábrica de velas de la calle de la Universidad,
en que se redujeron a cenizas 11 casas, desde el numero 16 al 36.
Pocos minutos después de las doce de la noche
del jueves 7 de Enero de 1881, se manifestó un desastroso siniestro por las
llamas, en la calle del Príncipe Alfonso núm.
7,
manufactura de tabacos de Don José Gener, en que ardió todo el edificio,
calculándose las pérdidas en 250,000 pesos.
Significóse el año 1883 entre nosotros, con
dos notables abrasamientos, siendo éstos: el que se presentó el 30 de Enero en
la Sierra del Sr. Crespo, en el puente de Chávez, de resultas del que hubo
varios muertos, y el otro, el del 4 de Febrero, en el taller de madera de la
calle del Prado, principiando la enfermedad social por un establo que le era
inmediato.
Merece también mención, el ocurrido el 27 de
Mayo de 1884, en la tienda de ropas «El Comercio» situada en la calzada de
Galiano núm. 72, la que pertenecía a Don Francisco González y Quirós,
quemándose todas las existencias como así mismo el mobiliario.
Sucede igual con el que tuvo lugar a las cinco
y media de la mañana del 14 de Junio de 1884, en el almacén de muebles de D.
Mariano González, situado en la calle de la Habana números 136 y 138, estando
muy expuesta la gran droguería del Sr. Sarrá, pues el fuego se hubiera
propagado a ella, a no evitarlo con su acertada intervención los virtuosos enemigos
del elemento pitagórico.
El 29 de Abril de 1884, a consecuencia de la
explosión del polvorín San José, los bomberos se trasladaron al lugar del
siniestro y en él trabajaron como saben hacerlo siempre; servicio que prestaron
de igual manera, el 29 de Septiembre de 1858, cuando tuvo lugar la catástrofe
del otro edificio de la misma clase del anterior.
El 26 de Enero de 1885 a las ocho y media de
la noche, principiaron a arder los barracones del castillo del Príncipe y a no
ser por el arrojo y actividad de nuestros celebrados héroes, hubieran sido
todos aquellos consumidos por la combustión.
El 21 de Mayo de 1887, quemóse gran parte del
edificio que ocupa, con sus existencias, en la calle del Obispo esquina a
Aguacate, el popular establecimiento «El Fénix», como en 27 de Enero de 1890,
la combustión redujo a cenizas la fábrica de baúles situada en Egido núm. 6.
Luctuosa noche fue para esta Capital, la
memorable del 17 de Mayo de 1890: a las diez y veinte minutos los silbatos y
cornetas anunciaban la existencia de un incendio en la demarcación resultando
ser en la ferretería de D. Juan A. Isasi, Mercaderes 24, esquina a Lamparilla,
en donde a poco de principiar ocurrió una terrible explosión, de resultas de la
que hubo el derrumbe del edificio, que fue causa de 50 heridos, 1 7 bomberos
del Comercio muertos, 8 de los Municipales, 4 del personal de O. R, 1 marinero
y 8 paisanos espectadores; a pesar de tamaña desgracia, no por eso suspendieron
los trabajos los demás miembros de ambos cuerpos, al extremo de haberle
obligado a decir al digno General D. José Chinchilla, que entonces gobernaba
estas provincias: «Jamás he visto mayor valor y entusiasmo». La Habana entera se asoció al sentimiento de
dolor, cubriéndose de negro los edificios públicos y privados, siendo el
entierro de las gloriosas víctimas la mejor prueba de la honda pesadumbre de
este pueblo, en el que, «los mártires del deber vivirán eternamente».
Hubo este año en la Capital, incluso el
siniestro descripto, lo incendios y 41 alarmas.
En 1891 ocurrieron en la ciudad 10 fuegos y 37
alarmas, distinguiéndose entre aquellos el del 3 de Abril en la calle de Aguiar
91, sedería de D. Antonio Barillas; el del 20 de Agosto, en la fábrica de
cerillas fosfóricas «La Americana»; el de la panadería «La Flor de Cuba»,
Neptuno esquina a Águila, de la propiedad de Don Vicente Carrodeguas, y el del
«Gimnasio Romaguera», el 2 de Diciembre, cuyo establecimiento reconstruido está
situado donde se hallaba, Compostela 111 y 113.
En 1892, se contaron en la Habana 14 incendios
y 61 alarmas, siendo notables el de Estrella 10, que tuvo lugar a la una y
media de la madrugada del 4 de Abril; el del
viernes
29 del mismo mes, a igual hora que el anterior, en la sedería «La Filosofía»,
Neptuno 69, muriendo 3 individuos carbonizados; el del 4 de Mayo en que
ardieron las casas 45, 47, 49, 51 y 53 de la calzada de Jesús del Monte y las
66, 68 y 70 de la calle de San Joaquín, y el del 26 de Noviembre en la Sierra
de D. Juan Alegret, tabaquería la «Cruz Roja» y tren de coches de Salas.
En 1893 hubo 21 fuegos y 66 alarmas, debiendo
mencionarse entre los primeros, el que ocurrió el 10 de Marzo a las dos de la
tarde en la agrupación 1-5-1, pues se quemaron las casas 181-A y 181-B de la
calle de la Concordia, las 10, 12,14 y 16 de Aramburo y las 222, 224 y 226, de
la de Neptuno.
En lo transcurrido del año actual, hasta el 30
de Junio en que terminamos este trabajo, han tenido lugar en la Capital 8
siniestros y 36 alarmas, siendo el más notable de aquellos el de San Ignacio
78, edificio que poseía en la parte alta una Casa de Huéspedes y en la baja
varios comercios, y
en el que hubo uno de los vecinos carbonizado, dos muertos por quemaduras
extensas y un bombero del Comercio con fractura del brazo derecho…
Los
incendios, los bomberos y la higiene, La Habana, A. Miranda, 1894, pp.
14-23.
lunes, 11 de diciembre de 2017
La explosión del polvorin en 1883
Tenía mi residencia en la Quinta de Toca,
Carlos III, en la que se inauguró el Laboratorio Histo-Bacteriológico de la
Crónica Médico Quirúrgica de la Habana, en mayo de 1887. Mi hija, que nació en marzo
de 1882, tenía apenas un año y estaba con su madre en los altos de la casa, en
los momentos del suceso. El primer estampido lo atribuí a alguna caldera de
vapor cercana, y como me encontraba despachando los enfermos, después de las
doce del día, continué haciéndolo sin conceder más importancia a la detonación;
pero a poco sonó una segunda, mayor y que atribuí a una explosión intencional
que obedecía, tal vez, a la política, pues los autonomistas defendían sus
doctrinas combatidas por los elementos contrarios y estaban los ánimos
exaltados, con la vehemencia que nos es característica. Con tal motivo, esperaba
otra explosión. También sospechaba que se tratase de un temblor de tierra, pues
de cierto nada sabía; pero, fuese una cosa u otra, subí al segundo piso, temeroso
de que se encontrase sola mi esposa en tales circunstancias. Al llegar al
último escalón, estalló la tercera detonación, tan formidable, que bailó la casa
de cantería, como si fuese de cartón, y se rompieron los cristales. Me dirigí
desde luego a la habitación en que estaba mi familia y ordené que tomasen en
brazos a mi hija, que estaba en su cama, para salir de la casa. Una nueva
trepidación o la misma que acababa de pasar, hace que se desprendan las puertas
del balcón delante de mi esposa, que amedrentada, cae de espaldas, sin sentido.
Convencido de que se trataba de un terremoto, ordené que bajasen a mi hija al
jardín, lejos de los edificios, y me dispuse a bajar al mismo lugar a mi esposa
desmayada en un sillón, lo que no se hizo sin gran dificultad por la escalera,
sin temer un nuevo movimiento, tal vez más fuerte que el anterior, pues éste
último fue mayor que los dos primeros.
Ya a salvo mi señora, tuve que prestar
atención a la llamada que me hacían por teléfono, que no sé cómo no se interrumpió:
una anciana operada de ambos ojos de cataratas, que vivía en el callejón del Chorro,
en la plaza de la catedral, que se alarmó, porque se habían caído las puertas
de la casa y estaba aterrada a su vez por el exceso de luz, que como
consecuencia advertía. Cuando llegué, ya le habían tapado la cabeza y procedí a
vendarla hasta que arreglasen las puertas de la habitación. Recuerdo que cuando
salí para ver la enferma hallé que las calles estaban ocupadas por un gentío
inmenso. Como no había motivo para esperar nuevas explosiones, porque todo el polvorín
había estallado, volvió a todos la tranquilidad, sin más consecuencias que los
sustos y el desperfecto de las casas en sus accesorios tan solo, pues no recordamos
que se hubiese derribado o caído ninguna.
No andaba yo todavía a la escuela, por el año de
1854, próximamente, cuando ocurrió la explosión de otro polvorín, sin que la
trepidación alcanzase las proporciones de éste, que pudo tener ya dinamita, pues
Nobel, el que la inventó, murió en 1896, y ya esta sustancia era conocida en
1883, pero no en 1854.
Posteriormente, que las necesidades de la
industria y el progreso industrial exigen el manejo de grandes cantidades de explosivos,
en los que la pólvora figura en grado ínfimo, se exige que aquéllos, de los
particulares y del Estado, no estén en un solo lugar, porque las explosiones
parciales en cualquier descuido, siempre serían menos funestas.
La explosión del Maine la oí desde el final de
la calle de San Miguel, y la detonación que produjo fue relativamente poca y no
me pareció que tenía la importancia física y social que determinó.
Por no existir la vigilancia que se tiene en
la actualidad, a fin ele que no se guarden explosivos en las ferreterías u
otros establecimientos de la ciudad ocurrió lo de la casa de Isasi, en la calle
de Mercaderes, que tantas víctimas causó en la plana mayor del cuerpo de bomberos
y en la que estuve a punto de perecer con mi única hija. Vivía entonces en Reina
92, y recibía en mayo de 1890, a los que venían de noche a darme el pésame por
la muerte de mi madre. Como a las 9 se oyó la llamada a los bomberos, y mi hija,
de pocos años, tomó miedo y de no haber sido el duelo de mi madre, hago poner
el carruaje y la llevo al fuego para no criarla medrosa. Si esto hubiera hecho,
el jefe de los bomberos, que era mi cliente, y los otros oficiales, me hubieran
llamado junto a ellos, y como la pared de la ferretería que se desplomó fue la
que los sepultó, igual suerte me hubiera cabido en unión de mi hija.
De sentir sería que se descuidase la
vigilancia de los explosivos, pues aun teniéndola, ocurren desgracias como la
más reciente en los muelles de New York, en que miles de casas de la imperial
ciudad, quedaron sin cristales en sus ventanas.
Recuerdos
de mi vida, T-I, La Habana, Imprenta Lloredo y Ca, 1918, pp. 296-98.
Grabado coloreado a mano, La Ilustración Española y Americana, Madrid, 1883.
Grabado coloreado a mano, La Ilustración Española y Americana, Madrid, 1883.
miércoles, 6 de diciembre de 2017
Salvador Massip. Una temprana recepción del psicoanálisis en Cuba
Pedro Marqués de Armas
Al regresar a La Habana en 1924 después de un
periplo de tres años por Francia, Suiza y Alemania, Juan Portell Vilá traía
entre sus múltiples credenciales la de haberse formado en los nuevos métodos
terapéuticos aplicados a la educación de menores, entre ellos, el
psicoanálisis.
Uno de sus primeros trabajos en Cuba consistió
en una exhaustiva revisión de la psiquiatría insular que no excluía lo
publicado hasta ese momento sobre las doctrinas de Freud, Jung, y Adler.
De este modo, reparó en un artículo del
entonces estudiante de pedagogía Salvador Massip que, con el título “El
Psicoanálisis”, había aparecido en diciembre de 1911 en la emergente Revista
de Educación.
Aseguraba el psiquiatra que salvo esa
excepción y la traducción en 1923 para la Crónica Médica Quirúrgica de
“Las incertidumbres del psicoanálisis”, de Jean Laumonier, nadie se había
ocupado en Cuba de esta materia.
Portell no entraría a describir el texto del
Massip, ni otros muchos curiosos folletos de psiquiatría que señala en su
artículo; pero sí aprovechó para presentarse como el único seguidor del
psicoanálisis en la isla.
En efecto, a él se debe, en este ámbito, una producción textual
sin precedentes que vino aparejada a su labor para diversas
asociaciones psiquiátricas, su promoción de una Liga de Higiene
Mental y, en especial, su interés en la educación sexual de la infancia que
impulsaría bajo el auspicio de la Secretaría de Instrucción.
Aunque pudieran existir referencias previas en
la prensa, el artículo de Salvador Massip marca sin dudas el comienzo de la
literatura psicoanalítica en Cuba.
Lo sorprendente es que no se trata de una
reseña al uso, breve o de contenido superficial, sino de una detallada
recepción, sumamente actualizada para la época, que ocupa nada menos que diez páginas.
Su firma a apenas un año del siempre citado
“Sobre psicología y psicoterapia de ciertos estados angustiosos”, del médico
chileno Germán Greve Schlegel, reconocido -desde muy temprano e incluso por el propio
Freud- como el primero en transmitir los conceptos psicoanalíticos en
Latinoamérica, le confiere un valor particular.
Desde luego el texto de Massip terminó
olvidado, tal vez por lo temprano del mismo, aunque, más que nada por la falta
de una tradición más interesada que lo hubiera repescado.
El psicoanálisis solo asiste en Cuba a una
recepción continua a partir de 1925, tanto desde el entramado institucional de la medicina y la educación, como desde espacios societarios y a través de la prensa, sin que fuera entonces secundado con vigor por
las vanguardias artísticas, para asomar con algún ímpetu en la década de
1950.
Reseñemos, pues, así sea a más de un siglo de
distancia, y a partir de notas tomadas hace más de tres lustros, el artículo en
cuestión.
"El Psicoanálisis", Salvador
Massip. Revista de Educación, La Habana, 1911, vol. 1. Núm. 12, pp. 33-48.
El futuro geógrafo cubano revisa primero los
conceptos de conciencia e inconsciente, siguiendo para ello una larga línea que
incluye a Hartmann, Herbart, Lipps, Wundt, Ribot, Jastrow, Janet y Myers, entre
otros, para concluir en Freud. Dedica a sus diferencias y límites algunos
párrafos, incluyendo una acerba crítica a los postulados de Hartmann.
Expresa Massip que con Freud se accede al
“conocimiento más original y completo sobre los fenómenos del inconsciente…”.
No falta el relato sobre la relación con Breuer y los eventos que conducen a la
teoría del trauma infantil, el fracaso de la hipnosis para revertir síntomas y
el descubrimiento del método de la asociación libre.
De acuerdo
con Oskar Pfister, Massip señala el valor del psicoanálisis para la pedagogía y
lo importante que resultara, en este sentido, la relación epistolar entre
Pfister y Freud.
Recorre luego las principales nociones elaboradas por el profesor de Viena: la
tópica, la económica, las psiconeurosis, los sueños y su interpretación,
delimitando cada uno de estos aspectos. Destaca así los conceptos de
pre-consciente y represión, impulso sexual y regresión, y, apelando a abundantes
citas del propio Freud, se interna en los síntomas y su relación con la
angustia y la inhibición.
A propósito,
no faltan alusiones a los casos de Ana O. y Dora.
Particularmente
prolijo es el fragmento dedicado al sueño como expresión desplazada de deseos
reprimidos y al resto de mecanismos que intervienen en la elaboración onírica.
Apunta que la
“psicología moderna debe a Freud una nueva e ingeniosa teoría sobre el
inconsciente” y asimismo “la técnica con que explica sus manifestaciones, el
Psicoanálisis, un método de interpretación tan profundo como sencillo”.
El joven
Massip, que entonces tenía veinte años, concluye sobre el nuevo paradigma que el
psicoanálisis estaba introduciendo: “Pero la gloria legítima de Freud es haber
combatido la hipótesis de Wundt de que las regiones activas situadas más allá
de la conciencia no podrían ser estudiadas nunca por la psicología”.
El texto
alude además a Gustav Jung y Ernest Jones, señalando del primero algunas
deferencias que ya asomaban respecto a Freud, y del segundo, su lugar en el aún incipiente movimiento psicoanalítico.
El contexto
cubano
En 1909
Massip matriculó Derecho Público y Pedagogía en la Universidad de La Habana. Abandonó la primera para
inscribirse en Filosofía y Letras. En 1912, al año de publicado su inaugural
artículo sobre el psicoanálisis, se graduó de Doctor en Pedagogía, y en 1915,
en Filosofía y Letras.
La Revista
de Educación califica, sin dudas, de avant garde en
su época, al distanciarse en buena medida del rancio positivismo dominante.
Divulgó trabajos de y sobre William James, John Dewey y Frederick Nietzsche,
acogiendo los cambios que estaban operando sobre la educación y la psicología
en Francia y Suiza.
Sirvió de
plataforma a una nueva generación de pedagogos que pretendía ir más allá del
modelo experimental, como anuncia uno de los editoriales. En cierto modo, las
propuestas de una nueva Higiene Escolar calzaban con corrientes educativas en
principio más abiertas. De ahí las críticas a Wundt y la apuesta por Karl Marbe y Alfred Binet, entre otros.
Massip
publicó en sus páginas, además, los artículos “Educación en niños anormales",
"Los niños supernormales" y "Las clínicas psicológicas".
Pero quizás
el más notable sea el que dedicó a William James, conciso recorrido por su
existencia y su doctrina pragmática, a apenas un año de su fallecimiento,
inadvertido por la opinión pública cubana.
A propósito
de lo cual expone:
“El positivismo, introducido en Cuba en días
en que en todas partes se atacaba, arraigó sin embargo y sigue siendo la
doctrina imperante. Hoy mismo, cuando sus últimos restos evolucionan en el
neopositivismo de Mach, lo consideramos como la última palabra, como el
producto más acabado… Por eso había de ser para nosotros un hecho indiferente
la muerte de William James… ¿Será tarde para rendir homenaje a su memoria ante
los ojos indiferentes de estos dos millones de isleños?...”
Un poco que
estas palabras explican mejor la pertinencia, en aquel contexto, de su artículo
sobre Freud.
Rara avis en un país que no se
abrió nunca con debida fuerza a la cultura y pasión del psicoanálisis.
domingo, 3 de diciembre de 2017
El caso de la señorita M.L.
Rodolfo Julio Guiral
La señorita M. L., de 31 años, soltera, fue a mi consulta
quejándose de trastornos por parte de su vista que consistían en
oscurecimientos de ésta, momentáneos, transitorios, y que cada vez se hacían
más frecuentes e intensos. Reconocida, no encontré causa para aquellos
síntomas, y ordené el examen de sangre para investigar urea y glucosa. Al
volver a verme a los cuatros días, con los exámenes, estaba ciega. Nuevamente
reconocida, orienté mi investigación hacia la histeria, y pude comprobar que la
enferma lo era. Emprendí entonces la tarea de practicar un psicoanálisis, dado
que las condiciones especiales del caso se prestaba para este método, y son los
resultados de él los que voy a exponer.
Cuando la enferma
tenía unos ochos años, acostumbra a tener juegos con sus hermanos, mayores que
ella en uno y dos años respectivamente, y hoy reconoce que aquellos juegos
tenían un carácter francamente sexual, pues en ellos acostumbraban a tocarse
los genitales, y recuerda que sus hermanos tenían erecciones. Algo posteriormente,
sin que pueda precisar la fecha, sabe que ejercía la masturbación, ya
suprimidos los juegos de carácter sexual, sin que pueda precisar cómo aprendió
a masturbarse, pero sí recuerda que lo hacía con exceso. Por esa época era una
niña retraída y tímida, de carácter corto y apocado, sin numerosas amistades.
Entre estas escasas amistades había una niña de poco más edad que ella, que le
dijo que la masturbación era algo muy perjudicial y que no debería hacerlo, que
sólo debía ejecutarse el acto sexual con los hombres. Así fue como se enteró de
la verdad de las materias sexuales, según cree, cuando tenía unos doce años, y
antes de su pubertad, que en esa edad aún no había aparecido. Como consecuencia
de los consejos de su amiga logró reprimir la masturbación, pero sin poder
suprimirla por completo. Un año más tarde, a los trece, llegó la pubertad, y en
esa época sus padres le dieron a leer un libro que trataba de materias
sexuales, y en el cual se hacía referencia a la masturbación, explicándose
prolijamente sus supuestos perjuicios, entre los cuales se hacía resaltar el de
la ceguera como uno de los más frecuentes y peligrosos. En vista de lo leído en
este libro, logró reprimir por completo la masturbación, y desde los catorce ya
no volvió a masturbarse más, a pesar de que en un principio los deseos la
torturaban. Pero éstos eran sólo deseos de masturbación, deseos de conseguir el
placer, sin que en ellos interviniese el deseo del hombre, que en ella no
existía. Cuando logró reprimir la masturbación por completo, quedó
aparentemente frígida, sin deseos sexuales de ninguna especie, pero sin que
esto la hiciese sufrir, pues se sentía feliz por completo. A los 25 años
conoció a un hombre del cual se hizo novia, y con el cual sostuvo relaciones
sexuales, que al principio no le producían sensación alguna, pero que después
la excitaban violentamente, haciéndola experimentar gran placer, y haciendo que
siempre ansiara la repetición del acto. A los cuatro años se rompieron las
relaciones, por abandono del novio. Esto le causó gran efecto moral, pero tuvo
otra consecuencia física, su frigidez anterior había desaparecido y recurrió
otra vez a la masturbación, pero ahora con imágenes y sensaciones francamente
sexuales; era una masturbación a la compena (sic) su sexualidad exaltada y la
falta de otra satisfacción. Desde que recurrió de nuevo al onanismo, tuvo la
creencia de que se estaba perjudicando, pero sin que nunca pudiese precisar de
qué manera determinada, y cada acto iba seguido de sensación desagradable,
pues, por una parte le recordaba su novio perdido, y por otra la hacía pensar
que realizaba algo perjudicial para su salud. Al fin, empezó a sentirse débil,
apática, desanimada, y atribuyó esto a la masturbación, así como una falta de
memoria que sentía. A pesar de sus esfuerzos y de su creencia en que estaba
perjudicándose, no pudo impedir el seguir masturbándose, y poco después
aparecieron los síntomas oculares con el desenlace que he referido, es decir,
la ceguera.
Este caso presenta de
curioso desde el punto de vista de la investigación, el que la enferma atribuía
a la masturbación sus síntomas, pero no recordaba absolutamente la lectura del
libro a que me he referido, y sólo por medio de la asociación de palabras pude
hacer aparecer este recuerdo, lo mismo que el detalle de los juegos sexuales de
su infancia.
Aparecidos estos
recuerdos, haciéndole ver a la enferma la relación de sus síntomas con sus
conceptos anteriores, y la falsedad de estos conceptos, así como lo que de
refugio en la enfermedad pudiese haber en sus síntomas, la curación fue rápida
y la recuperación completa en cuanto a la visión. En cuanto a la masturbación y
demás síntomas, no sé qué evolución hayan seguido, pues después de recuperar la
vista no he vuelto a asistir a la enferma, aun cuando ésta dijo que pensaba
masturbarse sólo cuando no pudiese resistir sus deseos, ya que sabía que
pequeñas dosis no la dañaban.
Esta es la exposición
del caso, que presento por lo raro que es en nuestro medio y ambiente, dadas
nuestras costumbres y educación, tener oportunidad de ver casos que hagan la
confesión de estos temas sexuales, cuando de mujeres se trata. No intento
asimilar este caso a la teoría de Freud ni a ninguna otra; sólo expongo a la
Sociedad de Estudios Clínicos para que ésta dé su parecer.
Fragmento de “Histeria
ocular”, Revista de Psiquiatría y
Neurología, T-II, octubre-diciembre, 1930, núms. 4-5-6, pp. 50-52.