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lunes, 11 de diciembre de 2017

La explosión del polvorin en 1883


 Juan Santos Fernández
        
 Tenía mi residencia en la Quinta de Toca, Carlos III, en la que se inauguró el Laboratorio Histo-Bacteriológico de la Crónica Médico Quirúrgica de la Habana, en mayo de 1887. Mi hija, que nació en marzo de 1882, tenía apenas un año y estaba con su madre en los altos de la casa, en los momentos del suceso. El primer estampido lo atribuí a alguna caldera de vapor cercana, y como me encontraba despachando los enfermos, después de las doce del día, continué haciéndolo sin conceder más importancia a la detonación; pero a poco sonó una segunda, mayor y que atribuí a una explosión intencional que obedecía, tal vez, a la política, pues los autonomistas defendían sus doctrinas combatidas por los elementos contrarios y estaban los ánimos exaltados, con la vehemencia que nos es característica. Con tal motivo, esperaba otra explosión. También sospechaba que se tratase de un temblor de tierra, pues de cierto nada sabía; pero, fuese una cosa u otra, subí al segundo piso, temeroso de que se encontrase sola mi esposa en tales circunstancias. Al llegar al último escalón, estalló la tercera detonación, tan formidable, que bailó la casa de cantería, como si fuese de cartón, y se rompieron los cristales. Me dirigí desde luego a la habitación en que estaba mi familia y ordené que tomasen en brazos a mi hija, que estaba en su cama, para salir de la casa. Una nueva trepidación o la misma que acababa de pasar, hace que se desprendan las puertas del balcón delante de mi esposa, que amedrentada, cae de espaldas, sin sentido. Convencido de que se trataba de un terremoto, ordené que bajasen a mi hija al jardín, lejos de los edificios, y me dispuse a bajar al mismo lugar a mi esposa desmayada en un sillón, lo que no se hizo sin gran dificultad por la escalera, sin temer un nuevo movimiento, tal vez más fuerte que el anterior, pues éste último fue mayor que los dos primeros.
 Ya a salvo mi señora, tuve que prestar atención a la llamada que me hacían por teléfono, que no sé cómo no se interrumpió: una anciana operada de ambos ojos de cataratas, que vivía en el callejón del Chorro, en la plaza de la catedral, que se alarmó, porque se habían caído las puertas de la casa y estaba aterrada a su vez por el exceso de luz, que como consecuencia advertía. Cuando llegué, ya le habían tapado la cabeza y procedí a vendarla hasta que arreglasen las puertas de la habitación. Recuerdo que cuando salí para ver la enferma hallé que las calles estaban ocupadas por un gentío inmenso. Como no había motivo para esperar nuevas explosiones, porque todo el polvorín había estallado, volvió a todos la tranquilidad, sin más consecuencias que los sustos y el desperfecto de las casas en sus accesorios tan solo, pues no recordamos que se hubiese derribado o caído ninguna.
 No andaba yo todavía a la escuela, por el año de 1854, próximamente, cuando ocurrió la explosión de otro polvorín, sin que la trepidación alcanzase las proporciones de éste, que pudo tener ya dinamita, pues Nobel, el que la inventó, murió en 1896, y ya esta sustancia era conocida en 1883, pero no en 1854.
 Posteriormente, que las necesidades de la industria y el progreso industrial exigen el manejo de grandes cantidades de explosivos, en los que la pólvora figura en grado ínfimo, se exige que aquéllos, de los particulares y del Estado, no estén en un solo lugar, porque las explosiones parciales en cualquier descuido, siempre serían menos funestas.
 La explosión del Maine la oí desde el final de la calle de San Miguel, y la detonación que produjo fue relativamente poca y no me pareció que tenía la importancia física y social que determinó.
 Por no existir la vigilancia que se tiene en la actualidad, a fin ele que no se guarden explosivos en las ferreterías u otros establecimientos de la ciudad ocurrió lo de la casa de Isasi, en la calle de Mercaderes, que tantas víctimas causó en la plana mayor del cuerpo de bomberos y en la que estuve a punto de perecer con mi única hija. Vivía entonces en Reina 92, y recibía en mayo de 1890, a los que venían de noche a darme el pésame por la muerte de mi madre. Como a las 9 se oyó la llamada a los bomberos, y mi hija, de pocos años, tomó miedo y de no haber sido el duelo de mi madre, hago poner el carruaje y la llevo al fuego para no criarla medrosa. Si esto hubiera hecho, el jefe de los bomberos, que era mi cliente, y los otros oficiales, me hubieran llamado junto a ellos, y como la pared de la ferretería que se desplomó fue la que los sepultó, igual suerte me hubiera cabido en unión de mi hija.
 De sentir sería que se descuidase la vigilancia de los explosivos, pues aun teniéndola, ocurren desgracias como la más reciente en los muelles de New York, en que miles de casas de la imperial ciudad, quedaron sin cristales en sus ventanas.


 Recuerdos de mi vida, T-I, La Habana, Imprenta Lloredo y Ca, 1918, pp. 296-98. 

 Grabado coloreado a mano, La Ilustración Española y Americana, Madrid, 1883.

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