La víspera fueron los fuegos artificiales en
el Campo de Marte. Algún chuzo hubo de caer sobre el tejado. A las dos de la
mañana se oyó el agudo sonido de la corneta, y un estallido de tablas,
siniestro precursor de un gran desastre.
Acudimos muchos a una de las azoteas de la
calle de la Amistad, cerca de la Zanja. Nos dijeron que el fuego era en la calzada,
entre la calle ancha y los focos de la muralla. La llama se divisaba por entre
los pinos del camino de hierro: fingían los árboles un bosque encendido; y en
este momento pasó una locomotora echando humo por los aires, como un fantasma
que se levanta para asistir al vasto incendio.
La consternación no dejaba juzgar de la
distancia del peligro.
—¿Llegará el fuego hasta aquí? Decían las
mujeres.
—No, señora; está el campo de Marte de por
medio. Ayer pagó usted un peso para ver los fuegos artificiales; ahora los
tiene usted de balde. No hay mal que por bien no venga: sobre esas ruinas se
alzará mañana un liceo.
En medio de esta aparente impasibilidad, la
imaginación me presentaba la familia enajenada, discurriendo por los salones
del edificio, los hombres disponiendo la fuga, las mujeres clamando al cielo
con voces lastimeras, los niños aumentando con sus gritos la perturbación de
las madres. Los caballos atados en las caballerizas daban en su desesperación relinchos
espantosos, que el silencio de la noche dejaba entrar en mis oídos.
Entre tanto la vecindad estaba en alarma.
Mujeres hubo que se llevaban las sábanas y los gatos de la casa, y hasta las
hornillas de planchar, creyendo que cargaban con lo más precioso; otras echaban
las prendas en el seno, sin reparar que estaban apenas cubiertas; otras, no
sabiendo por donde comenzar, se quedaban sin movimiento.
El avaro no se atrevía a sacar a luz sus
tesoros, y esperaba la hora de la destrucción.
Las bombas no estaban aún en todo su
ejercicio; y su escasa lluvia servía de alimento a las llamas devoradoras. —¿Será en el camino de hierro? Decían algunas.
—No puede ser, se vieran los pinos alumbrados por
esta cara.
—Seguramente es en las Ursulinas, decían
otras: ¡pobrecitas!
—Esto quisieran las monjas, dije yo.
—¿Cómo es eso? Replicaron.
—Más les valiera morir quemadas que
encerradas.
Y como viese el mal efecto que produjeron
estas palabras, añadí —he dicho mal, y merece perdón un profano que se reconoce
indigno de apreciar tan alta vocación: no es posible que entre esas virtuosas
siervas de Dios, entregadas a la meditación y a la enseñanza, se encuentre un
alma arrepentida.
Memorias
sobre la historia natural de la isla de Cuba, La Habana, 1888, pp. 205-06.
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