Pedro Marqués de Armas
Tras
largos años de ausencia, regresa a La Habana en 1859. Vuelve al teatro de sus
tareas científicas, e intenta apreciar las sensaciones que ese retorno le produce,
como si se tratara de un evento que pudiera medirse y reflejarse en un gráfico.
Es ya un anciano, lo reconoce, pero fortalecido y curado de espantos. Arrojado
a la vejez, sí, pero también a buen puerto, al país de sus ensayos, al origen
de su experiencia. Constata los cambios que se han producido en la fisionomía
de la ciudad, los nuevos barrios extramuros con sus amplias avenidas que cruzan el glacis; pero apenas le cuesta reconocer una “vieja faz” que le trasmite sosiego. Siente, entre el pasado y
el presente, un perfecto equilibro en el
que se solaza con “fundada alegría”. Nada de lo que se ofrece es lo bastante distinto,
ni guarda proporción alguna con los cambios operados en sus ideas y posiciones.
Ha cambiado él pero no sus recuerdos, no las imágenes. Cree despertar de un sueño
que lo devuelve a idéntica vigilia. El encontrar a sus amigos envejecidos no
aminora el contraste, no distorsiona esa impresión que, si bien reconoce
ilusoria, registra con punzante objetividad. Los “testimonios de afecto” que
recibe atestiguan que el tiempo no ha transcurrido. Nada lo persuade de lo
contrario. Presencia y recuerdo se funden. Un cuarto de siglo puede ser un día. Pero algo viene entonces a enturbiar su entusiasmo. Al atravesar el Campo de Marte hiere su
vista un “aglomeramiento de almacenes y barracas” que ocupa ahora el terreno
del antiguo Jardín Botánico. En lugar de “floridos vergeles” y “sendas majestuosas”
topa con los residuos de una ciudad que crece a expensas de ellos. El
respiradero de la urbe convertido en excrecencia. Teme que la destrucción
material de aquel paraje se corresponda con la de su memoria y todo no sea sino
una vana, indemostrable ilusión. Pero sigue adelante. Otros testimonios lo
atestiguan. Otros que entonces eran niños se suman a la lista, al gráfico de
impresiones. A su regreso ha encontrado más amigos que los que dejó al partir.
No cede un ápice. Tanta benevolencia lo colma. No experimenta ningún vacío, ninguna ausencia. No tiene ya que
dolerse, como en los años del cólera, de las carretas de muertos. De nuevo la ciudad es "todo circulación” y él torna a ser el ermitaño del jardín de las plantas.
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