La Habana Elegante, 18 de julio 1886, p. 3.
Páginas
viernes, 29 de diciembre de 2023
jueves, 28 de diciembre de 2023
miércoles, 27 de diciembre de 2023
lunes, 25 de diciembre de 2023
Pequeño poema de Navidad
Virgilio Piñera
Para
Graciela Peyrou
¿Naciste ya, Señor?
¿O esperas la señal
del dolor para venir al mundo?
Tu cuerpo, sin mundo todavía,
¿se estremece y se dobla como el dolor del hombre?
¿Naciste ya, Señor?
¿Eres humano y triste?
Tú, Señor, jadeante y perruno
chocas las paredes
del templo de tu padre.
Y tú, Señor, también
a tu padre le pides
la venida a la tierra de un salvador del mundo.
24
de diciembre de 1953
El nacimiento
Dulce María Loynaz
Nimbado por celestes resplandores,
soñando con los ángeles del cielo,
duerme el Niño y la Virgen con anhelo
dulce y tierno lo muestra a los pastores.
Los Magos de tesoro portadores
postrándose piadosos en el suelo
ofrecen a Jesús con santo celo
del incienso los místicos olores.
Al fulgor del lucero esplendoroso
que los guía al pesebre silencioso
de la divinidad las claras huellas
adoran en el Niño santamente
mientras envuelve en luz su nívea frente
un beso que le mandan las estrellas.
Dulce María Loynaz. Poesía, Letras Cubanas, 2011, p.
269.
Nacimiento de Cristo
sábado, 23 de diciembre de 2023
A la Virgen
viernes, 22 de diciembre de 2023
Cañaveral en plenilunio
Enrique Serpa
Los pajizos penachos
de las cañas,
que tiemblan, por las
ráfagas besados,
fingen, a los reflejos
argentados
de la luna, quiméricas
arañas.
Viene de la quietud de
las montañas
un tumulto de vientos
perfumados;
y tiene la nostalgia
de los prados
un silencio de
sílfides hurañas.
La luna sus plateadas
radiaciones
esconde tras espesos
nubarrones,
cual su seno entre
ropa, las doncellas.
Mas, fulgura de pronto
en el tapete
célico, y cada caña es
un machete
que remata su punta
con estrellas.
1925
martes, 19 de diciembre de 2023
Una disputa viajera: La Zafra de Agustín Acosta entre Cuba y México (Final)
8.
En su ensayo “Nicolás
Guillén: ingenio y poesía”, uno de los más polémicos de La Isla que se
repite, Antonio Benítez Rojo advertía una serie de coincidencias formales
entre La Zafra y Los ingenios, el lujoso libro que hicieran
editar en 1857 el hacendado Justo G. Cantero y el pintor y grabador francés
Eduardo Laplante. Esas coincidencias no le parecían azarosas: a las 28 láminas
y textos que ilustran el orbe patriarcal del azúcar correspondían –“igualmente
apaisados”- los 28 cantos del poema de Acosta. No solo eso, se correspondían
además en cuanto a introitos y apéndices, como en que, en ambas obras, se
califica a la industria azucarera en tanto “fuente de vida de la patria”.
Se suma que Acosta no
se refería a una zafra concreta, sino a la zafra como proceso histórico, como
discurso de la nación. Pero hasta ahí. Para Benítez Rojo, tras las semejanzas venían
las diferencias, conformándose una oposición binaria: “Si Los Ingenios
se inscribe dentro del discurso totalizador del azúcar, La Zafra lo hace
dentro de un discurso de resistencia al azúcar”. Si el primero constituye un
canto a la dominación patriarcal que articula la idea del progreso, el segundo
“canta el lamento de Sísifo, la amarga y monótona tonada de los condenados a
cumplir ad infinitum el ciclo fatal de “zafra” y “tiempo muerto”. Ambos
van dirigidos al poder “que conecta la máquina a la sociedad, transformándola
en plantación”, pero mientras uno exalta el esplendor de la máquina, el otro
señala la persistencia del trabajo esclavo -o casi esclavo- en la república y
el sometimiento (“Semidesnudos, tristes, en mansedumbre esclava / bueyes en el
vigor de su virilidad”) que reduce al hombre a una condición animal.
De acuerdo con Benítez
Rojo, la resistencia al azúcar se había incrementado desde los comienzos de la
República a la par que las inversiones norteamericanas, y el poema venía a
aparecer en (y a responder a) un momento en que el contenido y el tono de ese
discurso se radicalizaban. Benítez Rojo establece una serie de relaciones entre
el poema y su contexto, incluyendo las que remiten a Azúcar y plantación en
las Antillas, el libro de Ramiro Guerra, cuyos análisis se venían
publicando en el Diario de la Marina.
Sin embargo, lo cierto
es que fue el propio Acosta quien señaló de entrada la importancia que tuvo
para él esa y otras fuentes, no ocultando, sino revelando el que su poema se
apoyara en el periodismo. Aunque insiste a seguidas que “una obra de arte
ejerce sobre determinados espíritus una influencia distinta a la que ejerce el
periodismo” -y está pensando, desde luego, en los círculos literarios y
artísticos- adelanta justo las nociones más recurrentes en la crítica al poema:
su veracidad, sinceridad, latido humano, etc.
Tal apego a la
“realidad” contentó a muchos, pero no dejó de sorprender por el cambio de
registro, si bien sólo uno de los reseñistas, sin dejar de destacar las ineludibles
nociones, se pronunció sin rodeos más allá de ellas: “Pero el hondo sentido
lírico, el talento poético libre y desembarazado, el ansia de superiores
especulaciones, se detienen ante la realidad descrita. El poeta de los hondos
problemas teosóficos, ha ido con su bagaje de oro a la realidad inmediata. En
ella, ha guerreado bravamente su corazón de hombre. Agradezcámoselo, pero
pidámosle también, la vuelta pronta a la montaña”.
A Marinello, que
apenas un año antes había escrito un extenso ensayo sobre su poesía, apreciando
de Ala (1916) a Hermanita (1923) un salto de calidad, La Zafra
no podía sino parecerle un paréntesis en su evolución. Su propósito -y, por
tanto, su método, así lo dice- consiste en “poematizar”; examen del que sale
airoso “poniendo a prueba su capacidad lírica”, pero a fin de cuentas una
concesión en tanto que poeta:
Nosotros seguiremos prefiriendo al Acosta de Ala.
Mejor al Acosta que hoy volviera sobre las rutas de Ala, con algo de la
hondura de sus últimos poemas inéditos… Preferencia que descansa en el concepto
que tenemos de lo que debe ser el sentido de la poesía actual y de la más alta
poesía.
Bien entendido, en esta la lectura menos
ideológica del poema y la única de peso realizada por un poeta del momento,
Marinello opina que Acosta ha hecho un servicio a la nación que es a la vez una
concesión al lector: bien a beneplácito de sus “amigos”, o bien de esa
melodramática clase media que se enseñorea por todas partes. De ahí que
corrobore lo que es ya un efecto de su circulación mediática: “El Acosta de La
zafra será, sin dudas, el más comprendido y, por ende, el más popular. Su
último libro, si ello es posible, se hallará en muchas manos”.
Una valoración, en
fin, más próxima al rasero de Torres Bodet -signado por la forma y por “motivos
humanos” siempre que no se excedan, y a quien Marinello tenía entre sus
cofrades más cercanos.
En este sentido, si
los contenidos y el tono que circulaban acerca del problema cubano asistían
-como expresa Benítez Rojo- a un momento de radicalización, no hay dudas de que
el poema no lo logra en igual medida. Y no por una cuestión de género -que
también, en el caso de Acosta- sino de acento. Aunque informado en las nociones
que tales estudios divulgaban, y en su propia experiencia y ocios en Jagüey Grande,
ni el mensaje era tan recio como prometía, ni dejaba de acomodarse a un tono de
lamento que, más que el contenido en sí mismo, fue lo que lo hizo enormemente
popular.
Y ese tono
sostenidamente menor -diferente al que le adjudica Cossío Villegas y que acaso
Mella en su lectura “no literaria” pero sí contenidista apenas consideró-, es
lo que mejor lo cualifica en su variada estructura: el que todo el poema se
resuelva en una escala melódica que equivale, necesariamente, al discurso en
que se inserta de modo recreativo: el de la frustración o decadencia nacional. Tal
es así, que la causa de los males está repartida entre el "coloso
americano" y los tópicos de la frustración:
Todo ¿por qué? por
nuestra pereza patricida (…)
Por nuestra
inclinación a jugar con la suerte,
esperando la vida
sin temor a la muerte (...)
Por aceptar los
tácitos convenios inconsultos (…)
Por no sembrar en tierra propia nuestro
alimento.
Más que firme o mordaz,
el mensaje es de compasión e indulgencia, y ciertamente doliente, como
corresponde a los sentimientos implícitos en ese discurso, que, si bien en
ocasiones se mostró beligerante en ciertos aspectos -el antiimperialismo, por
ejemplo-, fue por excelencia negativo: un relato de la pérdida. El logro de
Acosta consistió en darle a ese relato, desde uno de sus lugares -el de la
dependencia al capital foráneo y el saqueo a la “fuente de vida de la patria”
con sus consecuencias-, la forma poética en que debía encarnar. Ni más ni
menos, la que le resultaba posible llevando al límite sus recursos, que sin
dudas maximiza.
Consistió, ese logro,
en acertar en el tono de queja, con independencia del contenido, y desde luego,
no en las premoniciones incendiarias. Acosta encontró el acento, la inflexión
que mejor alegorizaba el sufrimiento nacional: “Mientras lentamente los bueyes
caminan, / las viejas carretas rechinan..., rechinan...”. Esos versos eran más
pegajosos que el azúcar y se expandieron en la voz plañidera de las
recitadoras, y llegaron a convertirse así -y mediante las escuelas y otros
amplificadores-, en alimento afectivo de las clases medias y, claro, de
sectores obreros, que eran también melancólicos.
Contrariamente a lo
que Benítez Rojo asegura, el poema sí tuvo éxito y se popularizó tanto como los
sones de Guillén. “En bruscos vaivenes se agachan, se empinan / las viejas
carretas... rechinan..., rechinan”. Como he dicho, más que rechinar en el
sentido de resistencia, el ritornelo es quejumbroso, reumático, de animal
apaleado. Si los poemas afrocubanos de Guillén, al decir de Benítez Rojo, sacan
al negro de su reclusión en el cañaveral e impregnan a la sociedad cubana con
su libido, los cantos que conforman La Zafra vuelven una y otra vez a la
imagen del hombre-buey, del hombre castrado, sin libido. En este sentido,
abundan las metáforas de represión sexual o que aluden a un goce masoquista;
más amargura que dulzor. Una resistencia, sí, pero para el sufrimiento
De hecho, fue “La canción de las carretas” el canto que más trascendió, canto que no salía de las gargantas sino de esas ruedas renqueantes que, “con cuantas cubanas razones” hacían ese ruido lastimero que, como intuye Acosta en el verso que sigue, “exorciza el eco de la maldición”.
9.
Pero, ¿qué almas eran esas? ¿Quiénes gimen bajo esas ruedas? En el poema de Acosta hay antiguos esclavos pero no negros. Están los guajiros serviles, pero no el resto de gamas raciales y estamentales, aunque asomen unos problemas comunes: la pobreza, el juego, la niñez abandonada -incluso el adulterio. Y claro que, como incumbe al relato de la frustración, se reclaman e imponen soluciones morales -en el poema, tropológicamente esperanzadoras, esas que llevan a Fernando Ortiz a considerar que todo cubano debería leer La Zafra.
El libro llega a manos del antropólogo cuando éste se encuentra en Estados Unidos, leyéndolo par de veces en un largo viaje en tren de Miami a Nueva York. Ortiz no sigue sino el mismo guion, con el ingrediente, en su caso más nutricio, de la Patria como reserva de salud espiritual, como algo que está antes de la Nación; una salud criolla apuntalada en el mito civilizatorio de que el azúcar también es cultura, siempre que se la cultive en aras del pueblo; es decir, mientras se la infunda a través de la educación, el amor a la familia y al trabajo -a la patria, etc.-, precisamente aquellos valores que apartan del vicio. De ahí que le impacte de modo especial esta estrofa:
Cultiva… labra…. Quema todo cuanto demuela;
e infúndele a tu prole el amor a la Escuela.
¡Cultura cubana en la tierra y en el cerebro!
¡Cultura! ¡Luz! ¡Nuestro sol!”.
En su reseña sobre el
poema de Acosta, Ortiz se inspira y lejos de hacer un análisis del contexto por
su lado económico -o de la cuestión cubana- glosa de modo inmejorable al
poeta, alcanzando su prosa instantes que nada tienen que envidiar a los versos.
A una ilustración otra -a la dolorosa realidad, el poema; al poema su
mejor paráfrasis ensayística adobada con las más selectas especias criollas; y
todo esto siguiendo un sendero que conduce -con algunos pases a la poesía
decimonónica del paisaje- a los patricios habaneros.
Ortiz percibe en el chirrido
lamentoso de las carretas un símbolo, la condensación de un dolor que, pasando
por África, se remonta a la Edad Media europea, para calar ahora en
descendientes mayormente blancos. Esto al tiempo que abundan en su texto -como
si se filtraran de un pasado muy antiguo tenazmente adherido a la sangre y la
lengua-, junto a divertidas expresiones cubanas, términos españoles ciertamente
extemporáneos: siega, vendimia, entre otros. En esto Acosta sería más
decantado, más natural; pero igual coinciden -cuando se trata de otear
en el horizonte un futuro mejor para Cuba (y el verbo fecundar se vuelve
aquí recurrente) en sanear al etnos con más sangre hispana y, si fuera
posible, de otras naciones de Europa.
Ambos, Acosta y Ortiz,
ponen el acento en el campesinado blanco, causa él mismo de los males que el
poema señala -lo que repito, está al mismo nivel del “coloso norteamericano”;
pero, así como la solución pasa en los dos por la cultura, esta apunta más al carácter
cubano, que a desmontar los motivos de la dependencia económica. Se infiere
que la solución sería progresiva y pedagógica, o, si prefiere,
civilizatorio-patriótica. Desde luego, también espiritual, a modo de conjuro
para esas “almas” que las viejas carretas alegorizan.
Para Ortiz, el nuevo
apóstol no es el líder obrero o campesino; es el propio Acosta. Contra la
violencia, la ilustración; comenzando por la lectura de La Zafra: “Los
que no saben leer oigan sus versos y aprendan en ellos la belleza de un
apóstrofe nacional con audacias de blasfemias. Y deben cantarla en el tiple y
gemirla por las guardarrayas, junto a los cañaverales”.
Si bien el poeta se
remonta al degüello y la tea incendiaria, constituía ello un elemento propio del
discurso: la glorificación de las gestas en contraste con la abulia y el
abandono de los ideales, y no un termómetro social. El contexto es otro. Ciertamente
crítico y determinado por el estancamiento de la economía, pero inserto a la
vez en una crisis sociopolítica que recién comenzaba y en un tipo de violencia que,
en última instancia, nada tenía que ver con la revolución proletaria que Mella da
por inmediata. Un poco, sí, con los “vengadores” y “enterradores” de la
burguesía, pero mucho más con el ambiente en el sentido más amplio, desde
el intelectual y societario -para el que fue escrito el poema- hasta el aire
respirado en toda la isla: ese aire teñido de unos sones alegres y otros
tristes, de deseos y castraciones.
Como expresó Max Henríquez Ureña en uno de los juicios más ajustados sobre la obra: más que de combate, La Zafra es un poema de ambiente, con momentos de elevación y dignidad, pero en modo alguno una obra maestra.
10.
En una conferencia que
impartió en enero de 1964, José Antonio Portuondo citó extensamente el artículo
de Mella, que había aparecido en Bohemia un año antes, a treinta años de
haberse publicado por primera vez en Ahora. Agustín Acosta, que sabía
que la revolución no era el incendio que había vaticinado, supo por medio de
José María Chacón y Calvo y de su hermano José Manuel, que en su conferencia
Portuondo tuvo para con su persona “palabras afectuosas y enaltecedoras”, y así
se lo hizo saber, semanas más tarde, mediante su segundo género, el epistolar:
“Trabajo hermoso, sereno y justo el suyo. Por encima de
toda discrepancia ideológica coloca usted el respeto a la persona del escritor
adversario, y aún reconoce los méritos del mismo”. Y añade: “¡Ojalá que
fueran siempre así quienes en una lucha ideológica pretenden atraer a los
neutrales e indiferentes!”
Que en 1963 se haya
reproducido el texto de Mella en el homenaje que le dedicó la revista Bohemia
-homenaje que lo erigía en el promotor ideológico de la revolución, entonces en
pleno apogeo totalitario-, no debió significar nada bueno para Acosta, tanto
más porque relanza el mensaje que, sobre su persona, y no sólo sobre su obra,
lanzó alguna vez el líder comunista: “O capitán o desertor”. Dicho en el nuevo
contexto, su carga es incomparablemente superior y adquiere -a diferencia de
1928- carácter admonitorio. En ese momento no hay lugar para adversarios y
apenas para “neutrales e indiferentes”.
Acosta conocía el
artículo desde la época en que se escribió, puesto que una copia del mismo
-firmada por Mella- le fue entregada como dice (“si recuerdo bien”) por José
Antonio Fernández de Castro. Así lo comunica en su carta a Portuondo y bien
que recordaría al intermediario, defensor suyo contra Torres Bodet pero cercano
amigo de Julio Antonio Mella, cuya amistad afianza durante su estancia en
México, donde le regala aquel sombrero tejano que se hará famoso en las
fotografías de Tina Modotti (lo mismo sobre la cabeza de Mella que como pieza
aparte, con hoz y martillo encima).
En aquel viaje y a su
regreso a Cuba, como vimos, Fernández de Castro consolidó su amistad con Cossío
Villegas y promovió de uno u otro modo La Zafra. Acosta, desde luego, se
quedó anclado en el comentario de Mella, y así lo cuenta en su carta a
Portuondo: “Agradecí mucho al joven líder la deferencia con que me trataba,
aunque nunca he llegado a comprender por qué me llamó “inconsciente desertor”.
Usted desprende de mis hombros ese injusto sambenito;
porque yo estoy colocado actualmente en el mismo lugar que cuando escribí La
Zafra”.
Pero, ¿qué expresó
realmente Portuondo en su conferencia? En primer lugar, hizo una defensa a
ultranza a las ideas de Mella reivindicando -entre otras- sus consideraciones
tanto sobre los “intelectuales fosilizados”, como sobre los “intelectuales
idealistas del minorismo y cuál era el límite al que podían llegar”. Y
es entonces -a propósito de los últimos- que se refiere al artículo de Mella
sobre Acosta y su libro, calificándolo como una de sus páginas más agudas y
brillantes y, aceptando, sin fisuras, todo su contenido, en un párrafo que
inicia con esta línea: “Y esto lo dijo con mayor sagacidad todavía en el caso
de un escritor que afortunadamente está con nosotros, y espero que estará
siempre con nosotros”.
Para después de
comentar en extenso el texto de Mella, concluir con esta otra línea no menos
significativa: “Digamos en justicia que, no obstante sus avatares, no debemos
llamar a Agustín Acosta un desertor. Está con nosotros y eso debemos
aplaudírselo”.
De modo que las
palabras de Portuondo eran tan admonitorias como las que, en ese oportuno
contexto, relanza de Mella. El dictum es: o todavía entre nosotros -pese
a sus rémoras- o contra nosotros.
Y de manera que la carta de Acosta a Portuondo -quien ocupaba entonces uno de los puestos más altos en el aparato ideológico del régimen- equivalía, no a agradecer la defensa de su obra, sino la salvación de su persona. No a que lo liberasen del “injusto sambenito”, sino de un gravamen mayor: las consecuencias que todavía podría acarrearle. También es cierto, sin embargo, que hace acopio de valentía y que -como en otras circunstancias, pero ahora ante una mucho más apremiante- vuelve una vez más a autodefinirse: “porque yo estoy actualmente colocado en el mismo lugar que cuando escribí La Zafra”.
11.
En 1968 Agustín Acosta
recibió la visita de una antigua amiga, Loló de la Torriente, cuya intención
era entrevistarlo para Bohemia y dedicarle un merecido homenaje por sus
ochenta y dos años. El encuentro tiene lugar en un hotel de San Miguel de los
Baños, y no en la casona de Jagüey Grande. Se trata de un coloquio en
solitario, que nada tiene de “excursión” -como cuando lo visitaran los minoristas
en 1924, lejos todavía de que definieran sus posiciones y más interesados
entonces por los cocodrilos de la Ciénaga de Zapata que por los obreros del
Central Australia.
Loló de la Torriente
que, en consonancia con su trayectoria escribió a inicios de la revolución
numerosos artículos sobre Julio Antonio Mella, evoca curiosamente la elegancia
de Acosta en sus años mozos, su don de gente y con las mujeres, y lo que
conserva aún de aquel talante y maneras. Acuerdan, tácitamente, hablar sólo de
poesía, y Acosta relata así sus comienzos e influencias, su alternancia entre
su trabajo en los ferrocarriles o como notario y sus obras, etc. Y al llegar a La
Zafra, Loló arroja este comentario: “No voy a hacer crítica de ninguna
clase del poema. Anoto un hecho poético acaecido hace más de 40 años. Bastante
(bien y mal, sandeces y aciertos) se ha escrito del libro de combate que
editado en La Habana corrió como pólvora, incendió y dejó huella de fuego”.
A quién se refería con
lo de sandeces es difícil asegurarlo; pero para ella el hecho es poético y
pretérito; y, por tanto, el consecuente incendio y su huella ígnea no puede
sino aludir a pasiones de otro momento. Ahora toca exonerar a Acosta en otro
sentido, reconociendo el lugar de su poesía en el devenir de las letras
nacionales, si bien ya no su condición de poeta nacional, blasón que
corresponde desde su regreso a la isla en enero de 1959, a Nicolás Guillén.
Como Loló de la
Torriente vivió largos años en México, sus recuerdos sobre la recepción de La
Zafra en aquel país no podían faltar, aunque a éstos los cubra también
-como a los cantos, según Mella- una cierta neblina: “Cuando en 1936 llegué a
México, los poetas me preguntaban por La Zafra: Xavier Villaurrutia,
Enrique González Martínez, Alfredo Cardona Peña, Efraín Huerta... Y el maestro
Julio Torri me pidió un ejemplar que le conseguí no sin trabajo. La Zafra
era el poema de combate más admirado en América. Y Agustín Acosta, de fibra
antimperialista, era comparable a López Velarde, amado y venerado por los
mexicanos, sobre todo por su Suave Patria”. En fin, que nadie es profeta
en su tierra.
12.
En otra carta a Loló
de la Torriente -esta de la primavera de 1969, mientras se trama la consigna de
los 10 millones de toneladas de azúcar-, Acosta la felicita por su libro sobre
su hermano Pablo: Torriente-Brau: retrato de un hombre, que acababa de
leer. Todavía determinadas cartas podían ser ventiladas públicamente, y, al
menos en este caso, queda claro el peso de la figura, la patente de corso de la
periodista. Acosta no puede concluir su misiva sin introducir una “pequeña anécdota”
personal, de cuando estuvo preso en julio de 1931 junto con Pablo de la
Torriente y Gabriel Barceló -él por su carta abierta al dictador Machado- y
ellos por conspiración:
En una ocasión, en que ellos me instruían acerca de ciertas necesidades
del Partido Comunista, como yo los objetaba tímidamente, un sujeto, preso
también, se encaró diciéndome: ‘Cuando nuestro Partido esté en el poder usted
será el primero al que le cortemos la cabeza’. ¿Para qué fue aquellos? Ambos a
un tiempo, sin darme lugar para una respuesta, cayeron sobre el infeliz, en un
doble lección cívica y humana que dejó al pobre hombre estupefacto. No he
vuelto a saber de él, pero el Partido está en el poder, y mi cabeza, gracias a
Dios, se sostiene todavía sobre mis hombros.
El mensaje no puede
ser más significativo, al punto de que de tan juicioso parece temerario. Por un
lado, halaga al Partido ahora en el poder, sin dejar de reclamar civismo
-invocando la integridad de figuras ya muertas-; mientras señala, por otro, al
milagro de que no haya rodado su cabeza todavía, a sabiendas que eso
podría ocurrir.
Comenzará la Zafra de los Diez Millones y la portada del libro -e incluso sus versos- servirán aún para ilustrar aquí y allá aquel proceso histórico. Pero no habrá más entrevistas ni cartas públicas. En privado, escribirá a Nicolás Guillén para que le ayude con la salida del país, pero no acusará recibo.
Final
Lo que no imaginaban
Cossío Villegas y Fernández de Castro, era que Acosta volvería por sus fueros
modernistas y habría más Darío y vizcondes de pescuezos quebradizos en sus
libros por venir.
Lo que no imaginaba
Mella era que la revolución no sería inminente ni proletaria (como sí su
muerte).
Y lo que en el fondo
sospechaba Portuondo, que Acosta se convertiría en desertor, finalmente
ocurrió. Como Tolstoi a sus ochenta y seis años, Acosta huyó de casa -de la
patria- para instalarse en Miami donde, como poeta bueno, murió amparado en la
prédica de Martí.
lunes, 18 de diciembre de 2023
Una disputa viajera: La Zafra de Agustín Acosta entre Cuba y México (II)
Pedro Marqués de Armas
4.
Irrumpe entonces el próximo
actor de esta polémica viajera: Julio Antonio Mella. Exiliado desde hacía unos
años en México, Mella escribe su artículo “Un comentario a La Zafra de Agustín
Acosta” -que quedará inédito- a finales de 1928. Será uno de sus últimos textos
y lo definirá de comentario “que no tiene nada de crítica literaria”. Se
entiende, pues, que quiere desmarcarse de la literatura y que el suyo es un
comentario político, sobre lo que de entrada califica como “el primer gran
poema político de la última etapa de la República”.
Reconoce que su
opinión no es espontánea sino interesada, puesto que Agustín Acosta se
encuentra “en el momento crítico y lleno de tragedia de los intelectuales
modernos que son honrados y no pueden aceptar la realidad social”, pero que -y
empieza ya el despliegue de categorías marxistas- “sufren por los delitos de
sus antepasados”; es decir, por el hecho de que no puedan desvincularse de la
clase social de sus mayores. Esos vínculos de clase -que son también de sangre
o familiares- delatan el vicio de origen en que han formado su personalidad y,
por tanto, una serie de limitaciones innatas.
Si Acosta quisiera
superarlas, y a juicio de Mella debería de hacerlo, tendría que “matarse
y volver a hacerse él mismo”, puesto que sólo “sin padres” -y, por tanto, sin
atavismos- podría ser útil y alcanzar el triunfo social que la vida moderna
demanda de él. Y esas insuficiencias de formación -esas insuficiencias a fin de
cuenta heredadas- son tan patentes que limitan, según Mella, el alcance de su
“poema de combate”, que muy bien se ocupa de entrecomillar.
Para el líder
comunista la contradicción de Acosta consiste en lanzar, por un lado, el más
premonitorio de los versos (“Mi verso es un aire incendiado que lleva en sí el
germen de no se sabe qué futuros incendios”), y comportarse, por otro, como un
espíritu individualista que “no quiere que se le crea un poeta de muchedumbre”.
Como era habitual no sólo
en campo cultural cubano, también en el mexicano, un texto crítico -político,
en este caso- podía asimismo ser un mensaje en segunda persona, una epístola al
autor. Ya había expresado que Acosta merecía que se le “echara una mano”;
ahora, lo interpela: “Bueno, querido amigo; si se ha de combatir, si ha de
haber incendios, ¿quién, sino la muchedumbre, es capaz de realizar lo uno y lo
otro?”
Un escritor burgués
-pero honrado- siempre está a tiempo de dar el paso, nos dice desde su
perspectiva el líder comunista; pero alberga -al respecto- algunas dudas. ¿Es
la de Acosta una visión falsa? ¿Es sólo dolorosa como la “confesión de una
enfermedad mortal”? ¿Una pose, acaso? Todo ello, porque le resulta en extremo
pesimista el final del poema. Tan pesimista que asegura apreciar en su
desalentado epílogo -y vuelve a la metáfora médica- “un contagioso padecimiento”
propio del siglo XIX, que el poeta matancero habría contraído en sus lecturas
de adolescente.
Se pregunta entonces,
si la causa de su pesimismo no radica en que no ve salida para “la patria que
canta”. Si es así, sentencia, sería un error mayúsculo. Un pesimismo infundado,
sin sustento en la realidad, que se explica por una “interpretación no exacta
de los hechos, una falta de comprensión total del problema”. Así, la balanza
con que Acosta sopesa la realidad se encuentra desajustada, mientras la del
comentarista no puede ser más precisa.
Para Mella, nunca -como
en ese momento- las condiciones para el esperado incendio fueron tan propicias.
Acosta no comprendió que también las masas entienden de valores artísticos. Por
una parte, estas no tienen la culpa de que se les prohíba asistir a clases de
retórica, adquirir revistas literarias modernas y no tener tiempo más que para
ser explotadas; pero, por otra, tienen a favor el ímpetu que lleva a la lucha,
el ideal de emancipación, y con eso basta. Así, no es la forma en sí misma,
sino la consigna acoplada a ésta, lo que las masas aguardan; pues en definitiva
el poema llega a la multitud no por medio de la razón, sino del instinto.
De acuerdo con Mella,
aunque Acosta haya escrito La Zafra -como reza en el proemio- para “sus
amigos”, también lo son los trabajadores y campesinos a los que canta y a
quienes -pese al precio “prohibitivo” del libro- llega el mensaje que éste
contiene. De modo que no puede impedir que la muchedumbre lo lea. Así como los
obreros agrícolas e industriales han leído en la U.R.S.S las obras de Trotsky y
de Lenin, en Cuba las bases del movimiento proletario estarían leyendo La
Zafra, haciéndolo suyo, “para realizar ese incendio soñado”.
Al pesimismo de
Acosta, Mella opone, pues, su incorregible optimismo. Está convencido de que
“la gran falta política” del poemario radica en que ha sido escrito “con
criterio intelectualista y no histórico materialista dialéctico”. Con lo que la
falta de Acosta viene a radicar, también, en su carencia de formación marxista. Esta explicaría
no sólo el melancólico final, sino la ausencia de progresión en los cantos,
esto es, de salto cualitativo. En los “cantos” de Acosta abunda el “ayer” y
este cubre “como la neblina de vapores del ingenio, el hoy y el mañana”.
En este sentido, es un
poema pasatista; pero lo es, también, y sin que a juicio de Mella Acosta lo
advierta, puesto que la protesta por la situación del colono y del antiguo
hacendado en modo alguno es un fenómeno actual, sino que comenzó con la
penetración norteamericana. Tanto, que hasta la propia “independencia” de Cuba
se explica en virtud de esa penetración, siendo cosa pretérita. “Ningún canto
de poeta, ninguna lamentación de pequeño burgués arruinado o en vías de
arruinarse -el colono podrá cambiarla. El colono luchará contra el yanqui hasta
que obtenga lo que aspira, o será vencido y convertido en un proletario puro
para trabajar la tierra al gringo”.
Lo que sí es actual,
según Mella, es que en cada uno de esos centrales trabajan codo a codo “los
vengadores, los sepultureros del monstruo que tanto nos arredra: los 200.000
obreros de la industria de la caña”. Y así como serán ellos quienes den
solución al problema de Cuba, lo que faltó al poema de Acosta -lo que le
faltaba para acceder a la condición de verdadero “poema de combate”- era un
“canto a los combatientes, a los soldados únicos”.
Y ahora el lamento es
suyo: que Acosta no diga nada de las huelgas que ya habían incendiado e
incendiaban cada día los campos de la isla; que esa violencia, en su esplendor,
no fuera cantada en un canto último, definitivo, revolucionario.
Mella sigue y vaticina
el triunfo sobre el Imperialismo a manos de los trabajadores y el traspaso de
los centrales al proletariado. Y ni aun así se detiene y sigue exigiéndole a
Acosta un final apoteósico: “Triste es que falte este capítulo. Podría haber
sido el canto épico de la nueva revolución que ya han iniciado con sus
movimientos sociales los obreros. No habría lugar para el pesimismo en este
canto final”.
Para el intelectual
comunista, el presente está a punto de estallar. Y su estallido no tiene nada
que envidiarle al pasado independentista: las huelgas de los centrales azucareros no son menos
importantes que la batalla de Mal Tiempo, como el machete de los obreros
campesinos -en ningún momento se refiere a braceros, temporeros,
lumpenproletariado- no es menos acerado que el guámparo mambí.
Por todo lo anterior,
Acosta se encontraría en una disyuntiva: o “la vegetación estéril y los libros
para los amigos” o “la lucha activa y el canto para la multitud”. Y a esto
sigue un análisis cultural en el mejor economicismo marxista:
Habría que ver el asunto, por lo menos, desde un punto de
vista de utilización de energías y de responsabilidad por la época en que
vivimos. Imagínese a los productores de mercancías haciendo solamente las que
cuadren a su gusto personal y para sus amigos. La producción intelectual
también tiene su demanda en el mercado. Y no nos referimos al mercado donde
pagan comercialmente sus trabajos, los magazines tipo yanqui, sino al amplio
mercado social. Puede existir un mercado como el de las cosas raras e inútiles,
muy pequeño, pero veamos la gran producción de los grandes poetas. Limitémonos
a Cuba: Heredia, Martí... Y en la Literatura Universal podría señalarse la
coincidencia de que una gran época política ha sido paralela al “Siglo de Oro”
de las artes.
Como colofón, Mella
vuelve a la persona de Acosta (en las antípodas de la suya: sin mácula de
crítico literario, de hombre de letras, ni de burgués resentido), como si el
poeta estuviera obligado a elegir y esa decisión lo decidiera todo:
Que no se confundan
estas líneas con el trabajo de un crítico. Que las considere Agustín como
opinión “amigable”, ya que es la única que le interesa según expone; pero que
recuerde existe algo más que el fosilizado y reaccionario “arte por el arte”.
¿Con la muchedumbre? No irá “hacia la gloria” -no se trata aquí de esa
tontería- sino que habrá vivido. Eso es todo. ¿Sin la muchedumbre? Será un
guarismo sin valor y la sociedad continuará avanzando, y luchando y triunfando
por el derrotero que se ha expuesto. No importa. Algún día sentirá el dolor de
haber sido un inconsciente desertor cuando pudo haber sido un gran capitán.
En otras palabras, que no bastaba que La Zafra llegase a los obreros, también tenía que hacerlo Acosta en persona, o mejor, en función militante. O capitán o desertor.
5.
Pese a todo, buena parte
de los reclamos de Mella no eran inéditos. Ya en su artículo de 1926, Laguado
Jayme había advertido la discrepancia entre el mensaje de Acosta “a sus amigos”
y no a las “muchedumbres”. Cómo es posible -se pregunta- que el nuevo cantor
confiese en su proemio que escribe “para ciertas almas” y no para esas otras
“almas de un pueblo que agoniza”. Este pretendida dicotomía, que revela sin más
el modo literal –es decir, ideológico- en que fue leído el poema, es enmendado
por el escritor venezolano en estos términos:
No hay almas extranjeras en los nuevos mandamientos
comunes de los parias del mundo, y si el poeta revolucionario escribe para
ciertos espíritus de selección mental o artística y no para las melancólicas y
tiranizadas muchedumbres, huérfanas y solitarias y envilecidas en su dolor, el
poeta libertario cae en herejía, fornica con la apostasía nefaria.
Aunque exultante y deslenguado,
Laguado al menos apreciaba a las masas cubanas de modo más objetivo. Para
pasarse de nuevo en su crístico mensaje: “Pero no es así… La Zafra es un
libro de esperanzas, escrito con la ruda sinceridad de los idealistas estoicos
y evangélicos”.
A diferencia de Mella,
y tras aludir a las gestas de la Demajagua y Dos Ríos, el maestro venezolano
experimenta los cantos de Acosta como absolutamente vivos, al punto de que
-para él- “destilan sangre como cuerpos heridos”, “odio como corazones
traicionados” y “amor como almas en éxtasis al conjuro sagrado de una
estrella”. Una situación que, a su juicio, “seguirá ocurriendo hasta que la
palabra revolucionaria de Cristo, cristalice, por la violencia”.
En consonancia con
Mella pero anticipándosele -hay que decirlo-, definió La Zafra como el primer
poema revolucionario de Cuba y América Latina (“primera diana viril de la
tempestad demoledora que avanza, vengativa y ajusticiadora, sin clemencias
cobardes o epicuristas…”). El canto final que Mella echa en falta en el poema,
pero cuyos ecos presiente en la realidad, tampoco dista mucho -según el autor
de este olvidado artículo- de realizarse.
También es cierto que, a fin de cuentas, ambos apelan a
metáforas religiosas: la diferencia consiste en que, mientras el primero las
utiliza para recordarle al poeta su pecado original en tanto que artista
burgués (“como en el mito bíblico, sufren por los delitos de sus antepasados”
que les persiguen no solo por su condición de clase, también de sangre), el
segundo las emplea en función de las masas, necesitadas de aprender el “catecismo de la libertad” para que el
mensaje de Cristo advenga en la variante revolución.
Sólido en el uso de
categorías marxistas, a quién sí se anticipa Mella es al eugenismo de Ernesto
Guevara, al prescribir a poetas e intelectuales burgueses -por más honrados o
decentes que parezcan- la receta del suicidio, del aniquilamiento como clase.
En esto cierta y certeramente precursor del guevarismo -y en línea con su “Lenine
coronado”.
Por su parte, Laguado coronó más que nada al poeta de Jaguey Grande, al calificarlo de “solitario iconoclasta de la romántica estirpe de Korolenko” -en referencia al escritor realista ruso Vladímir Korolenko, maestro de Gorki.
6.
Agustín Acosta, cuyo
genero más socorrido después de la poesía era el epistolar, escribió enseguida
una carta a Laguado Jayme agradeciéndole su elogiosa reseña en El Fígaro;
pero dejando clara -no sin cierta ironía- su posición política:
Su artículo me honra de manera inusitada, aunque en honor de
la verdad le confieso su doctrina es más avanzada que la mía. Por
desconocimiento o por desconfianza, yo no he llegado todavía al extremo en que
usted me coloca. Creo que no podríamos contar nunca con la plebe, vista ésta de
blusa o de levita. Porque la plebe de levita es acomodaticia y venal, y la otra
es cobarde y vil.
Creo que los artistas no podemos dirigir multitudes, sino
prepararlas. Tenemos la jeringuilla en la mano para inyectar; pero los músculos
han de responder espontáneamente, por simpatía.
El periodista
venezolano no pudo evitarlo y respondió a nombre de las “vilipendiadas clases
proletarias”, para hacerle “algunas cortas acotaciones” a quien -por su
sinceridad, talento y valor- pudiera llegar a ser –“si él lo quiere”- el primer
poeta revolucionario de América Latina. Y tras enumerarle las dictaduras que
por desgracia todavía imperan, le recuerda que de esa “plebe de blusa” -cobarde
y vil únicamente por no haber recibido la educación que debiera- dependía el
futuro del continente y la revolución que -en breve- habría de estallar.
Y asegurando el papel
que la vanguardia intelectual tendrá en el destino de los pueblos, coloca sin
más a Acosta al frente de una lista que incluye también a Mella, Martínez
Villena, Marinello, Tallet, Mañach, Lamar Schweyer, Fernández de Castro, y
Mariblanca Sabas Alomá, entre otros.
Laguado procuró
hacerle la mayor publicidad tanto a la carta que recibió de Acosta como a su
respuesta. No sólo las reprodujo en El Fígaro -donde colaboraba
habitualmente-, sino que le pidió a Mañach que lo hiciera en su sección de El
País, y en efecto, aparecieron bajo el título “Hospitalidad” con una nota
del ensayista, quien, tras presentarlo como “fervoroso escritor venezolano “de
vanguardia’”, acota: “Aunque no es ni pudiera hacerse costumbre de ningún
comentarista morador el coger visitas que le llenan toda la casa, hago hoy
gustosa excepción en obsequio del señor Laguado Jayme, por la triple hospitalidad
a que me obligan su solicitud, su condición de escritor extranjero y el
tratarse también de nuestro egregio Agustín Acosta”.
De algún modo, Mañach es todavía solicitado en calidad de mediador. Justo a partir de entonces esa compacta vanguardia a la que alude el crítico en su carta comenzará a escindirse.
7.
Es cierto que Agustín
Acosta participó de una serie de experiencias políticas, pero también, que
nunca se consideró un revolucionario. Antimperialista, sí, sobre todo tras la
acogida por parte de los minoristas que lo visitan en su casona de Jagüey
Grande en el verano de 1924. Al año siguiente colaboró con Martínez Villena, en
tanto redactor de Venezuela Libre -la revista declaradamente
antiimperialista que aquél dirigió. En marzo de 1927, cuando se hizo pública la
pretensión de Machado de modificar la constitución y perpetuarse en el poder
firmó la “Protesta del Grupo Minorista”. Pero ese mismo año adjuraba
públicamente del comunismo, como de la condición de vanguardista que se le
atribuía. Muy otra fue su adscripción partidaria, cuando se produjo, en 1934.
En carta a Jorge
Mañach firmada a finales de ese convulso año -1927 marca el ascenso de la
vanguardia en Cuba y delimita de una vez las posiciones no sólo literarias,
sino también políticas dentro del campo cultural- que Mañach hizo pública en Avance
bajo el título “Una carta desde Jagüey Grande”, Acosta se autodefinía: “No
estuve nunca dentro del vanguardismo”. Eran los demás quienes estaban
interesados en alistarlo a ese movimiento con cuyo impulso creador simpatizó,
no con sus derivas políticas ni con sus resultados estéticos:
El vanguardismo fue un movimiento de artistas, no una
revolución para aprovechamiento de los innominados. Bien estaba el movimiento
en mano de los poetas; pero cuando la grey quiso hacer sin talento y sin
responsabilidad lo que de modo seguro y tendencioso hacían los poetas, éstos no
tuvieron más remedio que dejar el campo a fin de evitar lamentables
confusiones.
Y añade que su
definición de que se trataba de una “estética de obreros para obreros” había
chocado a muchos, quienes, además, torcieron de mala fe sus palabras. De ahí
que se explique, largo y tendido:
A raíz del triunfo de la revolución rusa de 1917, por causas
que no son del caso, los escritores rusos emigraron, o murieron, o callaron.
Las ideas rojas, sostenidas por obreros de una relativa cultura, invadieron y
triunfaron, ocupando no sólo los lugares del gobierno, sino también aquellos en
los que nunca habían tenido entrada: academias, liceos, prensa. Un obrero, con
el natural instinto poético moscovita, se creyó autorizado a pontificar en
verso desde cualquiera de los periódicos que los rojos dominaban. Y como lo
único que le era conocido a perfección era su oficio y la técnica del mismo, el
mecánico habló de locomotoras y de calderas; el electricista dijo de
electroimanes y de voltios; el chauffeur aplicó su tecnología de
artesano -diferencial, timón, carburador- a sus vagos instintos artísticos. Ya
tenemos al obrero creando una estética, ¿para quién? Para los propios obreros,
sus lectores únicos en aquellos días encarnados; lectores ebrios de sangre, de
destrucción, ebrios también de su propio sueño, casi artistas por ser esclavos,
pero incapaces de determinar en lo artístico una revolución semejante a la que
en lo político habían determinado.
Es probable que Mella
leyera aquella carta y conservara vivo su recuerdo. Si es así, y es lo más
probable, su llamado a que Acosta se suicide como artista de la clase burguesa
y nazca de nuevo para asumir la misión que le corresponde, en fin, la
disyuntiva capitán o desertor, obedecía a motivos más concretos y no sólo
doctrinarios. No solamente, pues, a la falta de un final optimista, es decir,
violento. En cualquier caso, es Acosta quien se anticipa a definirse tras el
éxito de La Zafra, renegando -como aquí, claramente- del ruido de
la muchedumbre.
A su modo, también
aprecia un contagio, este en forma de oleadas que llegan del Este:
El resto lo hizo el snobismo. Los poetas rusos, acumuladores
de divinidad, vieron el triunfo de las ideas, copiaron, con talento, esa
tendencia mecánica, retorcieron entonces la metáfora que de antiguo dominaban
maravillosamente; y los pueblos occidentales, plagiarios eternos de lo que por
Oriente se hace -al extremo de que ni siquiera hemos podido crear o inventar
una religión- copiaron aquello que en modo alguno tenía razón de ser entre
nosotros, ya que nos desenvolvemos entre circunstancias enteramente opuestas.
Acosta se ratifica
como el poeta del metro. Esa es su única máquina. Un metro -un ritmo, dice- que
lo es todo. “Ese arte sí que yo lo he seguido, porque es sincero y humano”. Y
ese arte suyo también es nuevo, certifica. Puede ser confundido -asevera- “con
una de esas nuevas tendencias, pero el ojo escrutador, el ojo marino, verá si
son gaviotas los puntos blancos del horizonte, si son cirros, o si son velas
que pasan por los mismos mares”. Y concluye: “Este arte a que vengo
refiriéndome no puede ser posible en un artista que no tenga las ideas de la
divinidad del arte que tengo yo”.
sábado, 16 de diciembre de 2023
Una disputa viajera: La Zafra de Agustín Acosta entre Cuba y México (I)
Pedro Marqués de Armas
1.
Cuando Daniel Cossío
Villegas visitó La Habana en el verano de 1926, los vínculos
político-culturales con México se encontraban en un momento de despegue. Desde
comienzos de año, con la llegada del nuevo embajador Juan de Dios Bohórquez, se
potencian una serie de intercambios que culminan en la así llamada Misión
Cultural, que llevó a aquel país, por invitación del presidente Plutarco Elías
Calles, no sólo a escritores e intelectuales sino también a altas figuras del
gobierno cubano. Conocida asimismo como la Excursión a México, el viaje duró
once días y el regreso de los excursionistas coincide con la llegada del joven
escritor.
Cossío Villegas no era un desconocido en la isla. Textos suyos y sobre sus libros habían aparecido en las principales publicaciones desde 1923. Ese año Félix Lizaso reseña para El Fígaro sus Miniaturas mexicanas; al siguiente Cuba contemporánea publica su ensayo “La pintura en México”, con elogiosa nota de presentación; y, a partir de 1925, su firma se torna recurrente en la revista Social, como se enseñorea más tarde en el Suplemento Literario del Diario de la Marina.
Me ocuparé aquí en
reseñar su estancia, de no escaso apoyo institucional, y su principal
consecuencia literaria: su crítica al poema La Zafra de Agustín Acosta.
Aunque publicada en diciembre de ese año, la misma tenía origen en el viaje, no
solo porque coincide con el lanzamiento del cuaderno de Acosta, sino porque
circulan ya entonces las premisas de una polémica que transcurre entre México y
La Habana y que, aunque no abiertamente declarada, no por eso resultó menos
explícita ni intensa.
En efecto, en aquellos
días de comienzos de julio de 1926 no se hablaba en los corrillos literarios de
la isla sino de aquel libro. El terreno había sido inmejorablemente abonado:
además de invitación al Rotary Club, donde Acosta lee sus poemas, El Mundo
hace un anticipo publicando en primera plana el “Pórtico” que da inicio al
poemario, mientras Diario de la Marina hace otro tanto en su página
literaria escoltando los versos de Agustín con una bandera cubista de su
hermano José Manuel: una enseña cubana que ondea en triángulos, con la estrella
al centro.
A estas primicias se
suma Social que anticipa en su número de junio la portada del libro,
junto a “La molienda”, anunciado como “Canto XII del Poema de Combate, en
prensa, La Zafra”.
Probablemente, ningún
libro de poesía se editó en Cuba precedido de tantos avales. Un año antes -en
el curso de un viaje de trabajo a Matanzas- ya Acosta la avisaba como su obra
cumbre. A una lectura pública en Jagüey, seguiría la que realiza en La Habana
en el estudio del pintor Jaime Valls. Entre los presentes estaban tres de los
más importantes promotores del poema dentro y fuera de la isla: Emilio Roig,
José Antonio Fernández de Castro y Alfonso Hernández Catá. Acuerdan apoyar su
publicación que, sufragada por su dueño Vicente García, correrá a cargo de la
Editorial Minerva en lo que constituyó -según
Carpentier- “un caso excepcional en los anales de la edición que nadie,
entre los hombres de mi generación, se atrevió a soñar que volviera a
producirse”.
A comienzos de julio circula
ya ampliamente en las librerías de la capital, a la par que se le dedican
editoriales y se recitan los versos en teatros, liceos y estaciones de radio. En
una de las primeras reseñas, firmada ese mismo mes por Laguado Jayme -el
revolucionario venezolano exiliado en Cuba que fuera maestro de primaria de
Lezama en el Colegio Mimó y al que el régimen machadista eliminaría más tarde arrojándolo
a los tiburones-, se le califica ya de “primer grito de justicia social” en
América Latina.
Si antes de La
Zafra ya Acosta era considerado el más alto exponente de la lírica cubana,
ahora con el publicitado cuaderno es catapultado a la condición de poeta
nacional. Antes de que se le declare oficialmente, todo propende a ello, y
Acosta lo sabe. Su inspirado poemario, fruto de su experiencia y ocios en Jagüey
Grande, adonde había sido destinado como notario, era también un trabajo, una
obra de servicio.
Aunque claramente
expuesto, el mensaje antiimperialista en modo alguno era virulento, y venía a
ilustrar, sí, una realidad ilustrada hasta la saciedad, lo mismo de
cerca por Ramiro Guerra y Fernando Ortiz, que a distancia en grabados y
fotografías.
Cossío Villegas fue
recibido por Bohórquez y el vicepresidente de la República, Carlos de la Rosa,
quien formó parte de la delegación oficial que visitara México, que no fue,
como suele recordarse, sólo de escritores e intelectuales, puesto que incluyó a
representantes del gobierno y sus ministerios, la universidad y la cámara de
comercio, etc.
También se acercó a recibirlo Enrique Uhthoff, el carismático periodista mexicano radicado en Cuba desde la caída de Madero, y a quien, por cierto, Acosta dedicó en 1925 unos versos de ocasión -lisonjeros, por decir lo mínimo- que cortejan una conocida caricatura de Massaguer, y una nota, no menos lisonjera, con la que el “grupo minorista” rendía tributo a Uhthoff.
Días más tarde, el
primero de julio, Cossío Villegas impartió en el Aula Magna de la Universidad
su conferencia “Estado social del México de hoy, y las causas que lo
determinan”. Fue presentado por el catedrático Orestes Ferrara, quien se
perfilaba ya como embajador de Cuba en Estados Unidos, en acto presidido por el
secretario de Instrucción Pública, Fernández Mascaró. Ferrara destacó el rigor
científico del joven sociólogo mexicano, continuador de las enseñanzas de
Antonio Caso, y la conferencia giró sobre las características de la revolución
mexicana y sus diferencias con otras revoluciones, destacando que en México la
acción prevaleció sobre la teoría, y extendiéndose sobre el valor intelectual
de Madero y su prédica contra el porfirismo.
Al día siguiente,
Ferrara ofreció al invitado un almuerzo en el Hotel Sevilla al que asistieron
Bohórquez, el doctor Julio de la Torre y el comandante y senador Alberto
Barreras, mano derecha de Machado. Y a continuación, fue conducido al estadio
universitario, donde tuvo lugar “un jaripeo”, la típica fiesta mexicana,
organizada en beneficio de la Cruz Roja y a la que asistiría el presidente de
la República.
A la vez, Barreras
recibe a Bohórquez para que, a petición de Machado y con apoyo financiero de la
Comisión de Turismo, gestione la invitación a Cuba de un equipo de futbol
mexicano.
Por su parte, en su
sección De nuestra vida intelectual de la Revista Cubana, Juan Marinello
reseñó ampliamente tanto la obra de Cossío Villegas como sus actividades en La
Habana.
2.
Como he dicho, la
polémica en torno a La Zafra de Acosta trascurrió entre uno y otro
territorio, y no fue demasiado abierta, aunque sí explícita. De cierto modo una
disputa viajera que se tomó su tiempo, implicando a diversos actores: Jaime
Torres Bodet, Jorge Mañach, Cossío Villegas, José Antonio Fernández de Castro,
Julio Antonio Mella. Y a estos se suman, aunque sin interactuar entre ellos:
las opiniones de otros comentaristas en uno y otro país.
El affaire tuvo
su punto de partida en el artículo de Torres Bodet “Dos poetas de España:
Gerardo Diego y Rafael Alberti”, que apareció en El Universal 19 de
junio de 1926, trabajo que, por mi cuenta, se editó hasta en otras cuatro
oportunidades: a fines del propio año en El Consultor bibliográfico; en
marzo del siguiente en Sagitario; en el Suplemento Literario del Diario
de la Marina -agraviado con una coletilla- en julio del 27; y, por último,
quizás, en Contemporáneos. Notas de crítica (1928), donde su autor lo
recoge.
¿Qué decía de Acosta
el artículo? "Todo poeta hace uso de un bazar de imágenes propias. Pero,
en tanto que el bazar de un discípulo de Rubén Darío como el cubano Agustín
Acosta está lleno de pelucas y de cisnes disecados, el de este hombre de hoy contiene
cosas actuales". Ese poeta del momento era, para Torres Bodet, Gerardo
Diego, al que, en su habitual rechazo a las poéticas más experimentales, coloca
por encima de Vicente Huidobro y de Oliverio Girondo.
En principio, no se pronuncia contra esa
“poesía nueva” que incluye utilería moderna -el tranvía, el poste de telégrafo,
etc.-, ni otros elementos “ultras”, siempre que soporte la prueba del
equilibro, que entiende como la presencia a la vez del paisaje en el sentido
más amplio y de motivos humanos. En esta dirección, Huidobro y Girondo se
quedarían en la superficie, en la pirotecnia discursiva o geométrica; mientras
Pellicer -quien también coge su ramalazo- se perdería en metáforas caudalosas
que terminan por desteñir el color tropical.
En otros términos,
Torres Bodet se blinda contra los excesos, posicionándose a favor, como expresa
a propósito de Gerardo Diego, de ese “pretexto humano que la poesía requiere
para su creación” y que conduce a lo que sería, para él, la principal exigencia
de la poesía moderna: combinar inteligencia y emoción, conmover, despertar al
hombre. Un punto de vista sin dudas moderado, aunque en modo alguno conservador.
Entonces, ¿venía al
caso la crítica a Acosta? Sí, puesto que la oferta de términos que la nueva
poesía admite y que a su juicio podían coexistir con la mesura y la capacidad
de conmover, superaba, en un sentido de ruptura -o recambio- al bazar de Darío.
No en balde sus referencias eran el último González Martínez y López Velarde,
opuestos al tono y a los lugares comunes del esteticismo decadente, y, aunque
muy diversos, aunados en la búsqueda de cierta sobriedad y en la invención de
una dicción. Se suma que Torres Bodet apuesta, como otros Contemporáneos, por
la contención.
Acosta no era para
nada un desconocido en México donde, al margen de ciertos calificativos de
Pedro Henríquez Ureña (que en 1914 lo tilda de “poeta decorativo” y “modernista
de certamen”), se venían publicando sus versos. En 1922 formó parte de un
notorio dossier que, bajo el título Poesía de América apareciera en La
Falange, en el que sobresalen Santos Chocano, Juan de Ibarburou, José Juan
Tablada, Rafael Arévalo Martínez, Enrique González Rojo, y el propio Torres
Bodet, entre otros.
El poema de Acosta,
“La cumbre”, estaba lejos de ser de sus mejores. Y al lado de los que ofrecía
el dossier era francamente fallido: “De pronto, sin quererlo, / pues ya
la suerte mía / andaba por los rumbos / de la melancolía, / subí, subí a lo
alto, / y al punto mi alegría / gritó oh cumbre oh cumbre… / oh cumbre oh cumbre mía… ¡” Deslavazado,
sin sombra esta vez de Darío, tal ripio debió llamar la atención.
Sin embargo, cuando
Torres Bodet publica su artículo y recuerda sus pelucas y cisnes disecados,
justo entonces, acababa de salir La Zafra. Considerando la bienvenida
que se le daba y el entusiasmo que despertó, semejante colisión no podía ser
tomada, si no, como un ataque al poeta del momento, aunque bregara en ese
oficio ya por unos veinte años. Es más, como un ataque al poeta de la patria, a
la Nación.
Desde luego, Acosta
estaba en su derecho de quitarse la peluca y exponerse al sol de las
guardarrayas, anunciando futuros incendios, solo que ese cambio de ropaje
resultaba abrupto, y Torres Bodet no tenía por qué estar enterado. ¿Cambió de
criterio? ¿Le mereció La Zafra mejor opinión? Veremos.
Entretanto, entre
julio y noviembre de 1926, el crítico cubano José A. Fernández de Castro visita
México con la encomienda de recoger los artículos dispersos de Juan Antiga, el
más viejo de los minoristas y otrora exiliado en aquel país. En esa
estancia, gestionada en parte por Bohórquez, quien concluía su misión en Cuba,
Fernández de Castro -que se propone divulgar la “nueva sensibilidad” y que a
pocos meses de su regreso funda el Suplemento Literario-, comparte
largamente con Cossío Villegas.
Como él mismo cuenta, regresa
encantado de conocer la región de Anáhuac “donde es el aire más sutil”, región
que conoce por conducto de Heliodoro Valle, Núñez y Domínguez y Cossío
Villegas. Estrecha vínculos con otros muchos, entre ellos Diego Rivera y Lupe
Marín, Xavier Icaza, Genaro Estrada, Maples Arce, Eduardo Colín, Guillermo
Cueto, Manuel Horta. También con Salvador Novo y alguna vez se ve con Jaime Torres
Bodet.
No solo regresa con los artículos de Antiga, y dibujos y esculturas del México antiguo, sino con una maleta repleta de autores modernos a los que da a conocer en Social ya desde el número de noviembre (ejemplos: “Cossío Villegas y sus novelas” por Arévalo Martínez, con dibujo de López Méndez en que fuma ladeada una cachimba; o, “Nota sobre los pintores mexicanos de hoy” por Diego Rivera), y a quienes divulgará más tarde, ampliamente, en el Suplemento Literario dominical.
Es al siguiente número de Social que aparecerá “Sobre La Zafra, de Acosta”. Como se desprende, Cossío Villegas pudo adquirir el ejemplar en sus días habaneros, cuando no se hablaba de otra cosa, pero evidentemente tarda en hacer su reseña, coincidiendo ésta con la estancia de Fernández de Castro quien, muy bien, pudo promoverla. Sea o no así, los vínculos están trazados. El artículo lo ilustran una fotografía al estilo de Social, con una carreta de cañas a lo lejos, y, a tamaño de página, un dibujo de Acosta por Jaime Valls -el realizado en el estudio de éste al presentarse allí el libro- junto a esta línea: “El máximo poeta cubano de la hora presente”.
De entrada, adelanto que el texto sobre La Zafra es un compendio del nacionalismo cubano, y de paso, una expresión del principal problema con que brega el vanguardismo en Cuba: su ineludible relación con la tradición, pero con una tradición todavía en ciernes, que no demanda ruptura sino continuidad. Al ensayista mexicano le impresiona la importancia que Martí tiene para los escritores e intelectuales cubanos, y el lugar que ocupa más allá incluso de lo literario y lo político, que nomina con los términos "ejemplo, tradición, guía".
De aquí que deduzca que, a diferencia de otras naciones, los poetas ocupen en Cuba "un lugar central en la vida de una nación". No solo los poetas, también los intelectuales, siempre en virtud de la centralidad martiana. Este nacionalismo en ciernes pero paradójicamente concluso -puesto que así lo construye esa generación-en la figura de Martí, es el lugar desde donde efectúa Cossío Villegas su lectura del “poeta de la hora presente”.
Gran cosa es ser poeta
nacional, dice. Iguala así al poeta con el canto -con los cantos en que se
multiplica el poema de Acosta-, de un acento necesariamente hondo y vibrante,
como cuando se convoca a una guerra. Canto o huracán que barra con los vicios,
para Cossío Villegas se trata de una clarinada -como se dijo tantas veces- a la
par que de una composición acabada u orgánica. Y define su cualidad definitiva:
"Por último, el canto tiene que ser canto de una
pieza y perdurable".
Su apreciación le
conduce a aminorar buena parte de la poesía moderna, y especialmente mexicana,
aunque no lo exprese directamente: "La miniatura, la greguería, el
hai-kai, están bien y pueden aun ser pequeños. Son pincelada, matiz, que nada
sustancial agregan ni quitan (...) En cambio, la obra del poeta nacional es
obra grande, de proporción, tiene que ocupar espacio, libros enteros, y ha de
sostenerse, además, en un grado alto, en tono de do mayor, a los cien de la
ebullición".
No reniega, pero
relega… Y aminora sin más lo que ha sido el logro por excelencia de las
vanguardias, no sólo en la poesía, también en la prosa; incluyendo sus Miniaturas.
Implícitos están los nombres de Tablada, Rebolledo, Torri, tantos otros. En
este sentido, opina el sociólogo, no el escritor. Y ciertamente, hay algo de
evolucionismo en sus apreciaciones: "Agustín Acosta es el poeta de la vida
nacional cubana. Su libro La zafra lo lleva hasta ese puesto. Antes buen
poeta, exquisito, ya humano. Ahora, es totalmente humano: La zafra es la
sinfonía cubana”.
Expuesto lo anterior,
comenta que le han dicho que Mañach objeta el libro, "y le pone frente por
frente la teoría del arte por el arte". Mañach, como se sabe, mantuvo una
intensa amistad con Agustín Acosta, que incluyó además un largo intercambio
epistolar. Cossío Villegas no cita su fuente (que sigo sin encontrar), por lo
que sería riesgoso aventurarse. Mañach recordó a Acosta, en su momento, sus
excesos darianos, pero también es cierto que no escribió sobre La Zafra,
como hicieran Fernando Ortiz y Julio Antonio Mella.
Al margen de ello, y
si fuera así, el comentario de Mañach le llega por terceros. Se opone el
ensayista mexicano a admitir ese criterio, tan alejado. Considera que La
Zafra es “arte a secas”, y, por tanto, un hecho, no un reflejo. Un hecho
artístico que puede prescindir perfectamente de la teoría con que pretenda
leérsele, en este caso una teoría burguesa. Para Cossío Villegas, Mañach pierde
de vista que no puede haber arte para el pueblo si este no rompe con la
burguesía y sus tesis; en fin, con la superestructura.
Y es precisamente lo
que cree del poema: “La Zafra es un libro hecho de algo más que
literatura y que toca no solo al hombre de letras. Trasciende y entusiasma a
quien lo lee porque en él está el paisaje cubano, la pobreza cubana, y porque
recuerda que no es la de hoy la Cuba de Martí -la que tienen que hacer,
precisamente, los intelectuales cubanos”.
En resumidas cuentas,
que la clarinada de Acosta era arte para el pueblo, un producto
quintaesenciado, de raíces genuinas. Así, funde pueblo-nación en la figura de
Martí. Así -como Martí para los cubanos- el poema es “arte a secas” pero algo
más. Ese más, resulta propio, sin embargo, de la concepción romántico-popular
-de la volksgeist- donde inevitablemente se sitúa el ensayista, al
identificar paisaje, raza y temperamento.
Como expresa al inicio
del artículo: "Es necesaria una sensibilidad en que el propio paisaje, los
propios problemas, la propia sangre, hieran nuestra atención y la hagan verbo.
Es necesario, también, un temperamento masculino: dígase lo que se diga es más
hombre aquel a quien afecta todo un pueblo que aquel a quien sólo inspiran las
rosas o los crepúsculos".
En efecto, una lectura
redonda, como sugería en sus versos el propio Acosta: “Musa patria, esto no fue
/ lo que predicó Martí”.
3.
Entre la aparición del
artículo de Torres Bodet y el de Cossío Villegas, entre el ataque al Acosta de
las pelucas y el elogio al de las carretas de cañas, transcurrieron casi seis
meses, y otro tanto transcurriría hasta que se produce la respuesta del Suplemento
que comandaba Fernández de Castro. Demasiado tiempo, y así es; pero,
entretanto, todos los actores han concurrido en experiencias significativas:
Torres Bodet se ha enfrascado en una polémica con Mariátegui, al tiempo que
estrecha vínculos con Mañach; Cossío Villegas retorna a E.U para continuar
estudios de economía bajo financiación de la Fundación Rockefeller, mientras
consolida lazos con Fernández de Castro; y los minoristas reaccionan
contra Machado y su maniobra de perpetuarse en el poder, en lo que comienza el
proceso contra los intelectuales comunistas.
Todavía Acosta no ha
escrito su carta pública contra el gobierno; pero el afianzamiento de La
Zafra como “poema de combate” es ahora máximo. Estamos, pues, en julio de
1927 y la intención de reproducir el artículo de Torres Bodet sobre los poetas
españoles Gerardo Diego y Rafael Alberti en el Suplemento Literario,
no es otra que la de colocarle esta coletilla:
No podemos pasar sin protesta esta afirmación a la ligera de
nuestro amigo, el joven escritor mexicano T. B., cuyo ensayo reproducimos. A.
A. no es solo un discípulo de R. D. como usted lo califica. En México, se le
conoce, no exclusivamente por sus desgraciadamente célebres y populares
“Muertes”, en cuyos poemas A. -con muy otra intención que la que le suponen los
equivocados panegiristas de sonetos-, mató para siempre al Vizconde, al Abate,
a la Marquesa, y a todos esos quebradizos personajes que animara en el aspecto
frágil que es su vicio de origen, el Indio Rubén. No tiene A. la culpa de que
esos versos suyos hayan sido tan encomiados y popularizados. En ese país amigo
se conoce ya, por algunos espíritus que sí cuentan, la obra actual de A.: La
Zafra, y en cantidad apreciable, para su aquilatamiento, fragmentos de sus
próximos libros en los que no se encuentra ni traza, de pelucas ni de cisnes,
sino mucha caña, mucho azúcar, muelles, guajiros, trenes, incendios, cosas muy
de hoy -cuyo equivalente mexicano -no encontramos precisamente en la ya extensa
labor del joven T. B. Este amigo, puede y debe comprobar nuestras afirmaciones
contrarias a la suya.
Tardó, pero ahí estaba
la respuesta, no en forma de artículo -que hubiera sido trabajoso- sino de una
nota sin firma, todo indica que escrita por Fernández de Castro. Se le responde
lo mismo en segunda que en tercera persona, pero siempre desde el plural. Es
también, se diría, una réplica colectiva. Y para más, cuajada de contenidos: en
México se le conoce ya -por quienes sí cuentan- como el autor de La Zafra.
La popularidad de su poesía anterior no constituye un mérito sino una fatalidad
que obedece a un gusto ya caduco. Aun así, sus defensores no han entendido que,
en realidad, Acosta liquida a esos frágiles personajes, productos del
acomplejamiento de Darío, de su complejo de inferioridad.
Hay en Darío un vicio
de origen y radica en su condición de indio. Es contra esa condición que Acosta
se vuelve para cortar -mocha en mano- todos esos quebradizos pescuezos. Contra
Darío, pues, Martí. Siguiendo a Martí ("ejemplo, tradición, guía"),
los versos de Acosta evolucionan al punto de no quedar en ellos “ni traza de
pelucas ni de cisnes”. Y como mismo Torres Bodet daba por superado el ropero
dariano, el anónimo replicante da por superada la poesía del mexicano al
carecer ésta -en su equivalente patrio- de cañas, trenes y guajiros.
Mientras, las
colaboraciones del mexicano se incrementan en Social, como en la recién
fundada Revista de Avance, donde sus libros son favorablemente
reseñados por Juan Marinello y Jorge Mañach, con quienes sostiene
correspondencia y quienes serán -junto a Fernando Ortiz- los artífices de su
invitación a La Habana en mayo de 1928. En cambio, desde el Suplemento
Literario, es envestido con creciente ferocidad.
Con el título
“Panorama de la actual literatura mexicana” y auspiciada por la Hispano Cubana
de Cultura, la conferencia de Torres Bodet fue reproducida en su totalidad en El
Mundo, mientras el Diario de la Marina hacía una amañada síntesis de
la intervención. El autor, que no era otro que Fernández de Castro (“el
repórter”), tenía más motivaciones políticas que literarias, y desde luego, no
podía sino empezar recordando el artículo en discordia, y el resultado que tuvo
su coletilla: “Había allí una comparación a la ligera con alguno de nuestros
valores locales más puros y el periodista se vio obligado a subsanar el error.
El poeta al recoger su trabajo en su libro Contemporáneos suprimió la
alusión equivocada”.
Torres Bodet, en
efecto, había suprimido en esa colección de ensayos que acababa de aparecer en
México -y un ejemplar de cual entregó al crítico cubano antes de comenzar su
conferencia, como mismo al final una copia de su intervención-, el párrafo de
marras. Sin embargo, no por ello iba a apaciguarse la querella –“cruentas
batallas en que la sangre mana con lentitud perversa”, definió así Marinello en
un texto de época las disputas estético-ideológicas.
Además de ironizar
sobre la persona del invitado, con referencias en clave homófoba a su refinada
cultura, Fernández de Castro se opondrá punto por punto a prácticamente todos
los argumentos del conferencista, los cuales apostilla con más acritud que
agudeza. De modo resumido, opone a una literatura inmersa “en su propia
tragedia intelectual”, aquella comprometida con las causas sociales y que no
desdeña el realismo. Tan claro que, a los poetas de Contemporáneos -a punto de
encarnar ese nombre-, los tacha de artistas burócratas o de gabinetes, mientras
reserva para Bohórquez e Icaza los mayores elogios, reclamando olvidos o
desestimaciones, como los de Maples Arce y el propio Cossío Villegas.
En diciembre del mismo
año, Fernández de Castro presta sus páginas para un artículo de Tristán Marof
que, a encargo de Diego Rivera, recrudece el ataque contra los Contemporáneos,
llevándose el autor de Fervor esta caricatura: “Jaime Torres Bodet, que
antes cantaba tan solo a su corazón y que vio premiados sus poemas con flor
natural, siendo sus canciones musicadas por actores y cantadas por niñas
sentimentales… acaba de descubrir a Mallarmé” (…) Tiene en su abono una novela,
Margarita de niebla, que en todo caso –tal vez a pesar de su autor– es
el mejor documento literario sobre la parte más cursi que habita los barrios
nuevos de la ciudad de México”.
Un mes antes, en uno
de los documentos que mejor define las tensiones dentro del campo cultural
latinoamericano -la encuesta “Indagación: ¿Qué debe ser el arte americano?”,
lanzada sin mucho éxito de convocatoria por Revista de Avance cuando el
debate sobre el vanguardismo estaba en su punto más álgido-, Torres Bodet había
dejado clara su posición. Como era de esperarse, venía cargada de referencias
cultas y expresaba su habitual contención frente a los entusiasmos del momento.
En un viejo soneto de Ronsard se respira más amor por Francia, comienza
diciendo, que en los “versos alemanes, sanguinarios y ensangrentados de La
Marsellesa”.
Y después de marcar
distancia del México grandilocuente y atroz que no acababa de quedar atrás,
apunta que, de todas las formas de revelar lo americano, la que menos lo
convence era la “que amplifica la voz y exagera, en círculos oratorios, el
ademán”. “Mi México –añade– existe tan vivo en un solo poema de Ramón López
Velarde como en un relato entero de Mario Azuela, porque (…) no creo que lo
americano de una obra literaria haya de ser el asunto esencialmente, ni el
tono, sino la sinceridad sensual, sentimental e
ideológica del autor”.
Cuando un año más
tarde Félix Lizaso escriba su “Balance de una indagación” (Avance,
septiembre de 1929), serán precisamente las palabras del mexicano las más
cuestionadas: “¿Hasta qué punto el pregonado hipersensualismo ha caracterizado
la obra americana? Y lo mismo cabe decir de ciertas cualidades sentimentales
que han querido verse más acentuadas en el criollo que en el hombre de otras
tierras. De ideología no hay que hablar. Aún no existe una ideología americana
en el sentido más envolvente de esta palabra”.
Lizaso va más allá,
pues las exclusiones que Torres Bodet indica (el
asunto, el tono, lo épico, etc.), incluían también cualquier sospecha de
criollismo o exaltación vernácula, a favor de una escala media que solo podía
resolverse en la experiencia particular del artista.
Exista o no ese
“triple patrimonio” de sinceridad (sensual, sentimental e ideológica), concluye
Lizaso, en su opinión ya Martí habría detectado el problema cuando dijo: “No
hay batalla entre civilización y barbarie, sino entre la falsa erudición y la
naturaleza”. Por esta vía, siguiendo a Martí, Lizaso niega una
"interpretación genuina del paisaje" por parte de los artistas
americanos quienes, mayormente, derrochan su talento en la “confección
melindrosa de pastiches más o menos elegantes”.
No es difícil inferir
que alude a la visión del mexicano; pero de paso, también y fatalmente, a la de
buena parte de la poesía y prosa latinoamericanas.
Lo cierto es que la
“nueva sensibilidad” era un hecho y que, como apreció Gabriela Mistral, en gran
medida había sido posible por una “apertura al paisaje” que nada tenía de
desmesurada, pero sí de esos géneros preteridos por Cossío Villegas en su
ensayo sobre La Zafra: miniaturas, greguerías, haikus y pastiches que,
indiscutiblemente, operaron en el descubrimiento de un lenguaje que internalizó
un entorno (el tropical, por ejemplo). Senda en la que transitan, sin olvidar a
Tablada, los miembros de Contemporáneos, con su indiscutible invención -no
reproducción- de un espacio a la vez literario y geográfico.
Frente al canto
perdurable y de una sola pieza, frente al canto en do mayor, tal como Cossío
Villegas define La Zafra de Acosta, aparece pues, y no por implícita
menos transparente, la respuesta de Jaime Torres Bodet: ni el asunto, ni el
tono, ni lo propiamente criollo, resuelven en sí mismos el valor de una obra
literaria. Tampoco su carácter épico. Y añadimos, ni antiépico.