Pedro Marqués de Armas
4.
Irrumpe entonces el próximo
actor de esta polémica viajera: Julio Antonio Mella. Exiliado desde hacía unos
años en México, Mella escribe su artículo “Un comentario a La Zafra de Agustín
Acosta” -que quedará inédito- a finales de 1928. Será uno de sus últimos textos
y lo definirá de comentario “que no tiene nada de crítica literaria”. Se
entiende, pues, que quiere desmarcarse de la literatura y que el suyo es un
comentario político, sobre lo que de entrada califica como “el primer gran
poema político de la última etapa de la República”.
Reconoce que su
opinión no es espontánea sino interesada, puesto que Agustín Acosta se
encuentra “en el momento crítico y lleno de tragedia de los intelectuales
modernos que son honrados y no pueden aceptar la realidad social”, pero que -y
empieza ya el despliegue de categorías marxistas- “sufren por los delitos de
sus antepasados”; es decir, por el hecho de que no puedan desvincularse de la
clase social de sus mayores. Esos vínculos de clase -que son también de sangre
o familiares- delatan el vicio de origen en que han formado su personalidad y,
por tanto, una serie de limitaciones innatas.
Si Acosta quisiera
superarlas, y a juicio de Mella debería de hacerlo, tendría que “matarse
y volver a hacerse él mismo”, puesto que sólo “sin padres” -y, por tanto, sin
atavismos- podría ser útil y alcanzar el triunfo social que la vida moderna
demanda de él. Y esas insuficiencias de formación -esas insuficiencias a fin de
cuenta heredadas- son tan patentes que limitan, según Mella, el alcance de su
“poema de combate”, que muy bien se ocupa de entrecomillar.
Para el líder
comunista la contradicción de Acosta consiste en lanzar, por un lado, el más
premonitorio de los versos (“Mi verso es un aire incendiado que lleva en sí el
germen de no se sabe qué futuros incendios”), y comportarse, por otro, como un
espíritu individualista que “no quiere que se le crea un poeta de muchedumbre”.
Como era habitual no sólo
en campo cultural cubano, también en el mexicano, un texto crítico -político,
en este caso- podía asimismo ser un mensaje en segunda persona, una epístola al
autor. Ya había expresado que Acosta merecía que se le “echara una mano”;
ahora, lo interpela: “Bueno, querido amigo; si se ha de combatir, si ha de
haber incendios, ¿quién, sino la muchedumbre, es capaz de realizar lo uno y lo
otro?”
Un escritor burgués
-pero honrado- siempre está a tiempo de dar el paso, nos dice desde su
perspectiva el líder comunista; pero alberga -al respecto- algunas dudas. ¿Es
la de Acosta una visión falsa? ¿Es sólo dolorosa como la “confesión de una
enfermedad mortal”? ¿Una pose, acaso? Todo ello, porque le resulta en extremo
pesimista el final del poema. Tan pesimista que asegura apreciar en su
desalentado epílogo -y vuelve a la metáfora médica- “un contagioso padecimiento”
propio del siglo XIX, que el poeta matancero habría contraído en sus lecturas
de adolescente.
Se pregunta entonces,
si la causa de su pesimismo no radica en que no ve salida para “la patria que
canta”. Si es así, sentencia, sería un error mayúsculo. Un pesimismo infundado,
sin sustento en la realidad, que se explica por una “interpretación no exacta
de los hechos, una falta de comprensión total del problema”. Así, la balanza
con que Acosta sopesa la realidad se encuentra desajustada, mientras la del
comentarista no puede ser más precisa.
Para Mella, nunca -como
en ese momento- las condiciones para el esperado incendio fueron tan propicias.
Acosta no comprendió que también las masas entienden de valores artísticos. Por
una parte, estas no tienen la culpa de que se les prohíba asistir a clases de
retórica, adquirir revistas literarias modernas y no tener tiempo más que para
ser explotadas; pero, por otra, tienen a favor el ímpetu que lleva a la lucha,
el ideal de emancipación, y con eso basta. Así, no es la forma en sí misma,
sino la consigna acoplada a ésta, lo que las masas aguardan; pues en definitiva
el poema llega a la multitud no por medio de la razón, sino del instinto.
De acuerdo con Mella,
aunque Acosta haya escrito La Zafra -como reza en el proemio- para “sus
amigos”, también lo son los trabajadores y campesinos a los que canta y a
quienes -pese al precio “prohibitivo” del libro- llega el mensaje que éste
contiene. De modo que no puede impedir que la muchedumbre lo lea. Así como los
obreros agrícolas e industriales han leído en la U.R.S.S las obras de Trotsky y
de Lenin, en Cuba las bases del movimiento proletario estarían leyendo La
Zafra, haciéndolo suyo, “para realizar ese incendio soñado”.
Al pesimismo de
Acosta, Mella opone, pues, su incorregible optimismo. Está convencido de que
“la gran falta política” del poemario radica en que ha sido escrito “con
criterio intelectualista y no histórico materialista dialéctico”. Con lo que la
falta de Acosta viene a radicar, también, en su carencia de formación marxista. Esta explicaría
no sólo el melancólico final, sino la ausencia de progresión en los cantos,
esto es, de salto cualitativo. En los “cantos” de Acosta abunda el “ayer” y
este cubre “como la neblina de vapores del ingenio, el hoy y el mañana”.
En este sentido, es un
poema pasatista; pero lo es, también, y sin que a juicio de Mella Acosta lo
advierta, puesto que la protesta por la situación del colono y del antiguo
hacendado en modo alguno es un fenómeno actual, sino que comenzó con la
penetración norteamericana. Tanto, que hasta la propia “independencia” de Cuba
se explica en virtud de esa penetración, siendo cosa pretérita. “Ningún canto
de poeta, ninguna lamentación de pequeño burgués arruinado o en vías de
arruinarse -el colono podrá cambiarla. El colono luchará contra el yanqui hasta
que obtenga lo que aspira, o será vencido y convertido en un proletario puro
para trabajar la tierra al gringo”.
Lo que sí es actual,
según Mella, es que en cada uno de esos centrales trabajan codo a codo “los
vengadores, los sepultureros del monstruo que tanto nos arredra: los 200.000
obreros de la industria de la caña”. Y así como serán ellos quienes den
solución al problema de Cuba, lo que faltó al poema de Acosta -lo que le
faltaba para acceder a la condición de verdadero “poema de combate”- era un
“canto a los combatientes, a los soldados únicos”.
Y ahora el lamento es
suyo: que Acosta no diga nada de las huelgas que ya habían incendiado e
incendiaban cada día los campos de la isla; que esa violencia, en su esplendor,
no fuera cantada en un canto último, definitivo, revolucionario.
Mella sigue y vaticina
el triunfo sobre el Imperialismo a manos de los trabajadores y el traspaso de
los centrales al proletariado. Y ni aun así se detiene y sigue exigiéndole a
Acosta un final apoteósico: “Triste es que falte este capítulo. Podría haber
sido el canto épico de la nueva revolución que ya han iniciado con sus
movimientos sociales los obreros. No habría lugar para el pesimismo en este
canto final”.
Para el intelectual
comunista, el presente está a punto de estallar. Y su estallido no tiene nada
que envidiarle al pasado independentista: las huelgas de los centrales azucareros no son menos
importantes que la batalla de Mal Tiempo, como el machete de los obreros
campesinos -en ningún momento se refiere a braceros, temporeros,
lumpenproletariado- no es menos acerado que el guámparo mambí.
Por todo lo anterior,
Acosta se encontraría en una disyuntiva: o “la vegetación estéril y los libros
para los amigos” o “la lucha activa y el canto para la multitud”. Y a esto
sigue un análisis cultural en el mejor economicismo marxista:
Habría que ver el asunto, por lo menos, desde un punto de
vista de utilización de energías y de responsabilidad por la época en que
vivimos. Imagínese a los productores de mercancías haciendo solamente las que
cuadren a su gusto personal y para sus amigos. La producción intelectual
también tiene su demanda en el mercado. Y no nos referimos al mercado donde
pagan comercialmente sus trabajos, los magazines tipo yanqui, sino al amplio
mercado social. Puede existir un mercado como el de las cosas raras e inútiles,
muy pequeño, pero veamos la gran producción de los grandes poetas. Limitémonos
a Cuba: Heredia, Martí... Y en la Literatura Universal podría señalarse la
coincidencia de que una gran época política ha sido paralela al “Siglo de Oro”
de las artes.
Como colofón, Mella
vuelve a la persona de Acosta (en las antípodas de la suya: sin mácula de
crítico literario, de hombre de letras, ni de burgués resentido), como si el
poeta estuviera obligado a elegir y esa decisión lo decidiera todo:
Que no se confundan
estas líneas con el trabajo de un crítico. Que las considere Agustín como
opinión “amigable”, ya que es la única que le interesa según expone; pero que
recuerde existe algo más que el fosilizado y reaccionario “arte por el arte”.
¿Con la muchedumbre? No irá “hacia la gloria” -no se trata aquí de esa
tontería- sino que habrá vivido. Eso es todo. ¿Sin la muchedumbre? Será un
guarismo sin valor y la sociedad continuará avanzando, y luchando y triunfando
por el derrotero que se ha expuesto. No importa. Algún día sentirá el dolor de
haber sido un inconsciente desertor cuando pudo haber sido un gran capitán.
En otras palabras, que no bastaba que La Zafra llegase a los obreros, también tenía que hacerlo Acosta en persona, o mejor, en función militante. O capitán o desertor.
5.
Pese a todo, buena parte
de los reclamos de Mella no eran inéditos. Ya en su artículo de 1926, Laguado
Jayme había advertido la discrepancia entre el mensaje de Acosta “a sus amigos”
y no a las “muchedumbres”. Cómo es posible -se pregunta- que el nuevo cantor
confiese en su proemio que escribe “para ciertas almas” y no para esas otras
“almas de un pueblo que agoniza”. Este pretendida dicotomía, que revela sin más
el modo literal –es decir, ideológico- en que fue leído el poema, es enmendado
por el escritor venezolano en estos términos:
No hay almas extranjeras en los nuevos mandamientos
comunes de los parias del mundo, y si el poeta revolucionario escribe para
ciertos espíritus de selección mental o artística y no para las melancólicas y
tiranizadas muchedumbres, huérfanas y solitarias y envilecidas en su dolor, el
poeta libertario cae en herejía, fornica con la apostasía nefaria.
Aunque exultante y deslenguado,
Laguado al menos apreciaba a las masas cubanas de modo más objetivo. Para
pasarse de nuevo en su crístico mensaje: “Pero no es así… La Zafra es un
libro de esperanzas, escrito con la ruda sinceridad de los idealistas estoicos
y evangélicos”.
A diferencia de Mella,
y tras aludir a las gestas de la Demajagua y Dos Ríos, el maestro venezolano
experimenta los cantos de Acosta como absolutamente vivos, al punto de que
-para él- “destilan sangre como cuerpos heridos”, “odio como corazones
traicionados” y “amor como almas en éxtasis al conjuro sagrado de una
estrella”. Una situación que, a su juicio, “seguirá ocurriendo hasta que la
palabra revolucionaria de Cristo, cristalice, por la violencia”.
En consonancia con
Mella pero anticipándosele -hay que decirlo-, definió La Zafra como el primer
poema revolucionario de Cuba y América Latina (“primera diana viril de la
tempestad demoledora que avanza, vengativa y ajusticiadora, sin clemencias
cobardes o epicuristas…”). El canto final que Mella echa en falta en el poema,
pero cuyos ecos presiente en la realidad, tampoco dista mucho -según el autor
de este olvidado artículo- de realizarse.
También es cierto que, a fin de cuentas, ambos apelan a
metáforas religiosas: la diferencia consiste en que, mientras el primero las
utiliza para recordarle al poeta su pecado original en tanto que artista
burgués (“como en el mito bíblico, sufren por los delitos de sus antepasados”
que les persiguen no solo por su condición de clase, también de sangre), el
segundo las emplea en función de las masas, necesitadas de aprender el “catecismo de la libertad” para que el
mensaje de Cristo advenga en la variante revolución.
Sólido en el uso de
categorías marxistas, a quién sí se anticipa Mella es al eugenismo de Ernesto
Guevara, al prescribir a poetas e intelectuales burgueses -por más honrados o
decentes que parezcan- la receta del suicidio, del aniquilamiento como clase.
En esto cierta y certeramente precursor del guevarismo -y en línea con su “Lenine
coronado”.
Por su parte, Laguado coronó más que nada al poeta de Jaguey Grande, al calificarlo de “solitario iconoclasta de la romántica estirpe de Korolenko” -en referencia al escritor realista ruso Vladímir Korolenko, maestro de Gorki.
6.
Agustín Acosta, cuyo
genero más socorrido después de la poesía era el epistolar, escribió enseguida
una carta a Laguado Jayme agradeciéndole su elogiosa reseña en El Fígaro;
pero dejando clara -no sin cierta ironía- su posición política:
Su artículo me honra de manera inusitada, aunque en honor de
la verdad le confieso su doctrina es más avanzada que la mía. Por
desconocimiento o por desconfianza, yo no he llegado todavía al extremo en que
usted me coloca. Creo que no podríamos contar nunca con la plebe, vista ésta de
blusa o de levita. Porque la plebe de levita es acomodaticia y venal, y la otra
es cobarde y vil.
Creo que los artistas no podemos dirigir multitudes, sino
prepararlas. Tenemos la jeringuilla en la mano para inyectar; pero los músculos
han de responder espontáneamente, por simpatía.
El periodista
venezolano no pudo evitarlo y respondió a nombre de las “vilipendiadas clases
proletarias”, para hacerle “algunas cortas acotaciones” a quien -por su
sinceridad, talento y valor- pudiera llegar a ser –“si él lo quiere”- el primer
poeta revolucionario de América Latina. Y tras enumerarle las dictaduras que
por desgracia todavía imperan, le recuerda que de esa “plebe de blusa” -cobarde
y vil únicamente por no haber recibido la educación que debiera- dependía el
futuro del continente y la revolución que -en breve- habría de estallar.
Y asegurando el papel
que la vanguardia intelectual tendrá en el destino de los pueblos, coloca sin
más a Acosta al frente de una lista que incluye también a Mella, Martínez
Villena, Marinello, Tallet, Mañach, Lamar Schweyer, Fernández de Castro, y
Mariblanca Sabas Alomá, entre otros.
Laguado procuró
hacerle la mayor publicidad tanto a la carta que recibió de Acosta como a su
respuesta. No sólo las reprodujo en El Fígaro -donde colaboraba
habitualmente-, sino que le pidió a Mañach que lo hiciera en su sección de El
País, y en efecto, aparecieron bajo el título “Hospitalidad” con una nota
del ensayista, quien, tras presentarlo como “fervoroso escritor venezolano “de
vanguardia’”, acota: “Aunque no es ni pudiera hacerse costumbre de ningún
comentarista morador el coger visitas que le llenan toda la casa, hago hoy
gustosa excepción en obsequio del señor Laguado Jayme, por la triple hospitalidad
a que me obligan su solicitud, su condición de escritor extranjero y el
tratarse también de nuestro egregio Agustín Acosta”.
De algún modo, Mañach es todavía solicitado en calidad de mediador. Justo a partir de entonces esa compacta vanguardia a la que alude el crítico en su carta comenzará a escindirse.
7.
Es cierto que Agustín
Acosta participó de una serie de experiencias políticas, pero también, que
nunca se consideró un revolucionario. Antimperialista, sí, sobre todo tras la
acogida por parte de los minoristas que lo visitan en su casona de Jagüey
Grande en el verano de 1924. Al año siguiente colaboró con Martínez Villena, en
tanto redactor de Venezuela Libre -la revista declaradamente
antiimperialista que aquél dirigió. En marzo de 1927, cuando se hizo pública la
pretensión de Machado de modificar la constitución y perpetuarse en el poder
firmó la “Protesta del Grupo Minorista”. Pero ese mismo año adjuraba
públicamente del comunismo, como de la condición de vanguardista que se le
atribuía. Muy otra fue su adscripción partidaria, cuando se produjo, en 1934.
En carta a Jorge
Mañach firmada a finales de ese convulso año -1927 marca el ascenso de la
vanguardia en Cuba y delimita de una vez las posiciones no sólo literarias,
sino también políticas dentro del campo cultural- que Mañach hizo pública en Avance
bajo el título “Una carta desde Jagüey Grande”, Acosta se autodefinía: “No
estuve nunca dentro del vanguardismo”. Eran los demás quienes estaban
interesados en alistarlo a ese movimiento con cuyo impulso creador simpatizó,
no con sus derivas políticas ni con sus resultados estéticos:
El vanguardismo fue un movimiento de artistas, no una
revolución para aprovechamiento de los innominados. Bien estaba el movimiento
en mano de los poetas; pero cuando la grey quiso hacer sin talento y sin
responsabilidad lo que de modo seguro y tendencioso hacían los poetas, éstos no
tuvieron más remedio que dejar el campo a fin de evitar lamentables
confusiones.
Y añade que su
definición de que se trataba de una “estética de obreros para obreros” había
chocado a muchos, quienes, además, torcieron de mala fe sus palabras. De ahí
que se explique, largo y tendido:
A raíz del triunfo de la revolución rusa de 1917, por causas
que no son del caso, los escritores rusos emigraron, o murieron, o callaron.
Las ideas rojas, sostenidas por obreros de una relativa cultura, invadieron y
triunfaron, ocupando no sólo los lugares del gobierno, sino también aquellos en
los que nunca habían tenido entrada: academias, liceos, prensa. Un obrero, con
el natural instinto poético moscovita, se creyó autorizado a pontificar en
verso desde cualquiera de los periódicos que los rojos dominaban. Y como lo
único que le era conocido a perfección era su oficio y la técnica del mismo, el
mecánico habló de locomotoras y de calderas; el electricista dijo de
electroimanes y de voltios; el chauffeur aplicó su tecnología de
artesano -diferencial, timón, carburador- a sus vagos instintos artísticos. Ya
tenemos al obrero creando una estética, ¿para quién? Para los propios obreros,
sus lectores únicos en aquellos días encarnados; lectores ebrios de sangre, de
destrucción, ebrios también de su propio sueño, casi artistas por ser esclavos,
pero incapaces de determinar en lo artístico una revolución semejante a la que
en lo político habían determinado.
Es probable que Mella
leyera aquella carta y conservara vivo su recuerdo. Si es así, y es lo más
probable, su llamado a que Acosta se suicide como artista de la clase burguesa
y nazca de nuevo para asumir la misión que le corresponde, en fin, la
disyuntiva capitán o desertor, obedecía a motivos más concretos y no sólo
doctrinarios. No solamente, pues, a la falta de un final optimista, es decir,
violento. En cualquier caso, es Acosta quien se anticipa a definirse tras el
éxito de La Zafra, renegando -como aquí, claramente- del ruido de
la muchedumbre.
A su modo, también
aprecia un contagio, este en forma de oleadas que llegan del Este:
El resto lo hizo el snobismo. Los poetas rusos, acumuladores
de divinidad, vieron el triunfo de las ideas, copiaron, con talento, esa
tendencia mecánica, retorcieron entonces la metáfora que de antiguo dominaban
maravillosamente; y los pueblos occidentales, plagiarios eternos de lo que por
Oriente se hace -al extremo de que ni siquiera hemos podido crear o inventar
una religión- copiaron aquello que en modo alguno tenía razón de ser entre
nosotros, ya que nos desenvolvemos entre circunstancias enteramente opuestas.
Acosta se ratifica
como el poeta del metro. Esa es su única máquina. Un metro -un ritmo, dice- que
lo es todo. “Ese arte sí que yo lo he seguido, porque es sincero y humano”. Y
ese arte suyo también es nuevo, certifica. Puede ser confundido -asevera- “con
una de esas nuevas tendencias, pero el ojo escrutador, el ojo marino, verá si
son gaviotas los puntos blancos del horizonte, si son cirros, o si son velas
que pasan por los mismos mares”. Y concluye: “Este arte a que vengo
refiriéndome no puede ser posible en un artista que no tenga las ideas de la
divinidad del arte que tengo yo”.
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