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domingo, 26 de diciembre de 2021
viernes, 24 de diciembre de 2021
El gol
Pedro Marqués de Armas
El cura futbolista de Masats, sí vuela.
No como el soldado de Deineka
que parece atrapado; él sí para el balón
pese al lastre: la sotana de una España
todavía negra. Nunca voló tan ágil
un portero, ni echó fuera balón
mano tan erizada.
En Deineka, es la promesa del Komsomol;
aquí la historia sobre otra nieve;
y hasta hay un cierto desparpajo
en ese párroco, en pompa
de desarrollo: su sombra casi agorera;
mientras el otro es todo meta,
plan incumplido. Y sin embargo,
nunca peligró tanto un vuelo. Es ahora
que va entrando el balón.
miércoles, 22 de diciembre de 2021
sábado, 18 de diciembre de 2021
La Habana un día
Nivaria Tejera
Un día
mi palma crecerá hasta la Manchuria
un buen día
pueblo mío
tú crecerás sobre el mar...
de pronto un día
los obreros felices
pensarán en su ciudad
inventarán rampas
infinitas
parques transparentes
para que los niños corran
por el espacio libres
extraños a los ruidos de la ciudad
a la impaciencia de la ciudad...
Un día
mi ciudad
te cansarás
de esa rigidez ajena
de los dominadores...
(Mi ciudad de La Habana
engarrotada
no se parece al mar
no se parece al cielo
ni a la palma
ni al Cauto
no se parece a mi isla
despejada
serena
ni al ser isleño
vegetal
sonriente...)
Un día
mi ciudad...
el mar te cubrirá
crecerá sobre ti
el mar...
Y tus obreros
te construirán en el mundo.
viernes, 10 de diciembre de 2021
El barranco
Todo resultaba alegre cuando papá estaba.
Alrededor ladraban los perros. Seguramente extrañaban el tiempo en que él y yo
paseábamos juntos, hasta cansarnos, entre las plantaciones de calabazas y los yerbajos.
A veces nos entreteníamos leyendo los diseños de las calabaceras hasta llegar a
una calle, al otro lado del huerto, que da al Camino Largo, donde se pasea y se
juega. Por ahí se va a la Plaza del Cristo, donde era la fiesta el día del
«golpe». Hoy no había juego, nadie paseaba. Solamente algunos guardias con los
que tropecé y algún chiquillo descalzo que pasaba corriendo. Yo sentía un poco
de miedo por el camino y también él parecía sentirlo porque estaba vacío. A la
entrada hay puesta una cadena grande para que los coches no pasen. A la izquierda
de la cadena nace otro camino llamado del Tiburón, con árboles a los lados y
montes al fondo. Geira mi prima y yo preferimos éste. Cerca del punto en que
termina hay un convento de niñas huérfanas que llaman «hospicio» y a nosotras
nos gusta visitarlas en las portadas de hierro. Desprendemos frutas tirando
piedras, durante el paseo, para dárselas. Nos da pena que estén encerradas y me
parece que viéndonos a nosotros afuera deben ellas sentirse un poco libres. Son
niñas de piel verde. No tanto como una hoja de árbol, pero es como si la cara
fuera de papel fino y pusieran una hoja detrás. El verde viene de adentro. Se
ve un poco de lejos. Más bien creo que es la sangre. Maruca dijo: «es porque no
se alimentan bien», y añadió que son muchas para darles comida a la vez. Además,
saben que no tienen padre o que los tienen y no pueden criarlas. Pero lo que me
apena más es la obligación de estar ahí siempre. Sin moverse debajo de su piel
verde. Un domingo sí y otro no las sacan «a que suelten las piernas», como dijo
una. Pero las monjas se colocan a los extremos de donde pasean como si el
camino fuera de ellas y les prestaran un pedazo a las niñas. (Y el camino no es
de nadie, de nadie.) Algunas se han escapado, pero no tienen quien las recoja
en su casa y las críe por lo que regresan a los dos o tres días con hambre. En
ese caso las castigan a no darles paseos en muchos domingos, y a que miren
desde adentro cómo las otras pasean. Cuando nos marchamos, a veces, asoman
tanto la cara entre las tiras de hierro que se las traba. Entonces yo quisiera
que los portones fuesen de humo para soplarlos. Pero los portones siguen siendo
duros, duros.
Hasta el convento llegué sola esta mañana.
Pero no había ninguna niña en los jardines. Sería muy temprano y estaban en
misa o no era domingo de salida. Me paré junto al muro. Hacía sol pero también frío.
Tuve que empinarme porque el muro es alto. Oí los pasos de uno de los perros.
Después de saludarme, escarbó mi sombra en la tierra. Sentí como si él
respirara dentro de la frente haciendo un ruido de pequeños latigazos. Algo
allí se abría y se aflojaba. Otra vez tuve prisa, pero de ir hacia los montes
donde merendábamos antes escondidos en la yerba. Quise salir corriendo pero escuché
muchas voces que corrían al mismo tiempo en dirección al vallado, como si fuera
por mí. Me detuve alzando más la cabeza. Eran las niñas, mis amigas. Varias se
acercaron al descubrirme y dijeron «hola». No les contesté en seguida. No me
daba mucha cuenta de estar allí ni entendía tampoco que ellas estuvieran.
(Pensaba en un caballo al galope, en un puente, en una forma borrosa.) «No nos
dejan salir hoy por la guerra; oye, acércate, qué te parece la guerra, qué te
pasa, por qué viniste sola; y tu prima?' 'crees que debes venir sola, no tienes
miedo?' 'no quieres hablar?'» Todas
decían sus cosas a la vez y después de un silencio repitieron: «¿no quieres
hablar?»
Me estregué los ojos porque no veía, mientras
arrimaba a la puerta, entonces noté que eran muchas y mayores que yo. (Antes no
era así, eran más pequeñas.) Dije: «¿ustedes están bien?» por decir algo y una
preguntó si la dejaba besarme. Murmuré: «claro». Y las otras remedaron el beso
en el aire. Me puse torpe porque era eso lo que necesitaba y dije: «gracias» y
empecé a llorar, pues sentí que las amaba. Todas se callaron y la mayor
preguntó -«¿qué te pasa, tienes miedo por la guerra; pero y cómo viniste
sola?», y que si por eso lloraba. Dije: «sí, vine sola pero no fue mi intención
venir», y les conté que se llevaron a papá y que no sabemos de él hace tres semanas.
Preguntaron todas por qué, y yo respondí que no sabía. (Pues fue por «el
golpe», por «el movimiento», por «la República», porque sucedió.) Me consolaron
y no seguí llorando. Me di cuenta de que todas deseaban hacer algo por salvarlo
y también de que no se podía hacer nada. Contaron que los soldados entraban a
registrar pero que no hicieron daños porque el Jefe del «Movimiento» es
católico y además porque se trataba de muchas niñas juntas y eso sería un
crimen. Yo pensé que a una sola niña le pueden hacer el daño de todas, pero no
dije nada. También me hablaron de que todos esos días habían pasado gentes
uniformadas por el camino del Tiburón, debido a que tenían fortalezas en las
montañas y desde allá arriba vigilaban. Por las ventanitas de sus alcobas ellas
los veían subir; eran una fila enorme. «Hace dos domingos que no salimos y tú
no deberías andar sola.» Quisieron saber dónde vivía. «No vivo lejos, allí, al
doblar», contesté, y todas asomaron la cara y dijeron a la vez: «pero allí es
lejos». Pensé que para ellas cualquier esquina es lejos y me callé. Explicaron
todavía cómo iban los soldados y que llevaban un fusil en cada hombro. Tuve
ganas de contarles todo lo que nos pasó en casa y que si ellas no hubiesen
tenido puerta de hierro también ellos destruirían todo al pasar. Pero me
despedí sin decir nada. No importaba eso para ellas. Una, que era la más fea y
se movía mucho hablando, gritó: «siento lo de tu padre». Otras dijeron: «yo
también, y yo». Volví la cara y les dije adiós. Todas alzaron la mano despacio como
queriendo agarrarme. Y ya no miré más. Oí una palabra suelta: «pobrecita», que
me dio tristeza pero también rabia.
(Es razonable que haya rejas, ellas están
detrás y yo soy libre, camino y puedo estar sola.) Ojalá que los soldados
entren y se las traguen.
El
Barranco (fragmento), Edirca S. L.,
Las Palmas de Gran Canarias, 1982, pp. 39-42.
lunes, 6 de diciembre de 2021
Pequeña historia de un gran libro
Claude Couffon
Fue, yo creo, en 1955. Yo
trabajaba en un despacho del Instituto Hispánico, en París, cuando ella entró, seguida
de su compañero de entonces el poeta cubano Fayad Jamís. Era extrañamente
bella: los ojos de terciopelo negro, un mazo de cabellos rizados, negros también,
la piel blanca y mate, suave corno un delicado fruto. Yo creí volver a ver a
Colette, o más bien imaginé a Colette a esa edad. Pero ella se llamaba Nivaria.
Nivaria Tejera. Llevaba bajo el brazo un manuscrito que me tendió pidiéndome leerlo.
Y partió; pero su voz -una voz insólita, a la vez satinada y áspera- se negaba
abandonar mi oído.
El manuscrito llevaba un título
simple e inquietante: El Barranco.
Lo abrí y comencé a leer: «Hoy empezó la guerra. Tal
vez hace muchos días. Yo no entiendo bien cuando empiezan a suceder las cosas. De
pronto se mueven a mi alrededor y parecen personas que conocía desde hace tiempo.
Para mí que no sé pensar, la guerra empezó hoy frente a casa de abuelo.»
De entrada, el tono estaba ahí.
Un tono inimitable que creaba el embrujo. Una niña hablaba. Ella hablaba de la
guerra que en una pequeña ciudad de Canarias -La Laguna- agredía bruscamente a
un niño en su universo de seguridad y de ternura. Cuando los soldados aparecían
y volcaban a golpes de botas las plantas de helechos, el mundo frágil que
rodeaba una niña de cinco o seis años de edad se desmoronaba: el de una familia
modesta, unida, que formaban una tía costurera, una madre celosamente unida al
hermano menor, un abuelo albardero dispuesto siempre a contarle la historia de
los pájaros y a tocar en la guitarra sus aires preferidos, y un padre con el
que uno gusta pasearse y del cual se admira la fuerza de espíritu y la fuerza
sin más, y también el ser admirado por él. Pero ¡ay! ese padre ideal era
periodista republicano, y cuando la rebelión franquista estalló fue perseguido
y al final encarcelado, obligado a vivir, según las propias palabras del
abuelo, «en una isla que se llama prisión». Para el niño es el surgimiento de
un horrible vocablo de adulto, del que se ignora el sentido, pero del que se
sufre sus efectos inmediatos: la angustia. «Sin papá estoy siempre sola.»
Desgarradora confesión, mientras que otros vocablos no menos nuevos, inquietantes
se transformaban en experiencias: proceso, tribunal, veredicto, liberación, y
pronto, otra vez: arresto, internamiento, campo de concentración. Sí, la
experiencia, las experiencias, eran los interminables viajes en autobús hasta
la prisión, el padre apenas apercibido al fondo de las rejas, la espera de las
mujeres, cargadas de fiambreras, en las puertas de la prisión. Y por la noche, cuando
se está solo y lleno de temores en la cama, la atroz visión de un padre que estaría
ya acaso tendido, muerto, fusilado, en el barranco, como esos hombres que había
visto pasar en los camiones conducidos por soldados. Y cuando el lacónico
telegrama llegaba «Exiliado -Isla del Hierro- Cuarenta años. Stop», se sabía
que el golpe final había sido asestado. No, nunca más, nunca más esta niña
volvería a ser una niña.
La guerra de España no era ya
aquí el heroísmo colectivo del que habían hecho un mito, y al que nos habían
habituado, l'Espoir, de André Malraux o Por
quién doblan las
campanas, de Ernest Hemingway.
Era un desastre otro que traumatizaba lo más puro de cada uno de nosotros: la
infancia.
Caía la noche cuando cerré el manuscrito de este libro bello como un diamante negro. Sus palabras heridas y temblorosas avanzaban aún en mi memoria. En aquella época yo tenía el placer y la responsabilidad de una crónica consagrada a los libros españoles y suramericanos en la revista Les Lettres Nouvelles, dirigida por Maurice Nadeau. Este descubridor excepcional de jóvenes talentos había fundado, paralelamente a la revista, una colección literaria del mismo nombre en la cual se editaban libros españoles y suramericanos en la revista «Les Lettres Nouvelles», dirigida por Maurice Nadeau. Este «Tradúzcalo, me dijo él. Yo lo publicaré.» Lo cual hicimos.
El Barranco
vio la luz en el otoño de 1958 en su primera
edición. El libro fue una revelación que los más eminentes críticos -el difunto
Max Pol Fouchet a la cabeza- saludaron con entusiasmo. Robert Sabatier, que no
era aún el autor de éxito de Allumettes Suédoises, y para quien lo
maravilloso infantil constituía ya su tema novelesco
privilegiado, escribió en la revista «Le Temps del Hommes»: «Ignoro cuál será la suerte en Francia de este maravilloso relato. Considero que es el libro más sutil, más delicado, más verdadero que me haya sido dado a leer desde hace mucho tiempo. El me aporta la más terrible de las acusaciones contra la guerra: la de un niño solo entre las ruinas. Inseparable de los años 1936, documento más real que tal o cual historia que pretenda contarla, yo sé que este libro no abandonará ya mi biblioteca.»
Habría que reproducir aquí las innumerables líneas fervientes del voluminoso archivo de prensa que saludó el nacimiento de Le Ravin. Las de Elena de la Souchre en «Les Temps Modernes» y en «Franee Observateur» quien proclamaba «la revelación al público francés de un autor de la más rara especie en nuestra época: una novelista de estilo o más bien un poeta de la novela. En Le Ravin, proseguía, la soledad, la angustia, el miedo, la fatiga precoz de un alma cansada de esperanza, de la rebelión y de la espera, esos sentimientos, esos matices que forman toda la materia del relato, son transcriptos en signos visibles: gestos, impresiones visuales, colores, detalles de atmósferas seleccionadas con una segura intuición del hecho «significante» y de la concordancia entre el paisaje interior y el paisaje exterior. «Desde que la guerra ha empezado los niños no existen más.» Esta frase de Nivaria Tejera encierra una acusación terrible contra los autores responsables de la guerra, ese escándalo del que comenzamos a comprender los efectos gracias a testimonios como los de Juan Goytisolo, Michel del Castillo y Nivaria Tejera.» André Wurmser en «Les Lettres Frangaises» afirmaba: «Es un libro admirable y desgarrador, que no conviene leer si la paz de la conciencia ahogada se prefiere a la luz, si el lector tiene miedo del ojo bien abierto en las tinieblas que le mira fijamente desde la sombra. Todo el tiempo que he leído, el corazón crispado, Le Ravin, me acordaba del niño de Badajoz a quien los falangistas y los curas adoctrinaban después que los franquistas habían fusilado a su padre, y que murmuraba en voz baja a un extranjero: «dicen que él era malo, pero a mí me quería mucho». Igualmente la revista Europe señalaba el logro literario de Nivaria, en ese libro, como extraordinario. «Ciertas páginas son relatos-poemas de una belleza desgarradora, y todo ello obtenido sin violencia, al contrario, con un sentido excepcional de la medida, lo que nos hace vivir el drama en el corazón, en el pensamiento mismo del niño.» Y André Dalmas en «Arts»: «una obra seductora por la frescura del tono y el movimiento oatético del relato». Y Henry Chapier: «la psicología de esta niña salvaje, la espontaneidad de sus movimientos, he ahí la originalidad de la novela, que no es un documento más sobre la guerra, sino que ofrece una imagen más atroz que cualquier otro relato circunstancial».
Y, para concluir estas citas, la
rotunda acogida de Genéviéve Bonnefoi en la propia revista «Les Lettres Nouvelles»,
cuyo análisis de Le Ravin
anuncia ya el singular estilo de sus futuros
libros, la originalidad que caracteriza su escritura: «Nivaria Tejera nos cuenta
en poeta, sin retórica y sin énfasis, esta dolorosa experiencia infantil,
logrando ese milagro de restituirnos los seres y las cosas tal como pueden ser percibidos
por una sensibilidad infantil: atmósfera más que descripción; cortos diálogos,
pequeños cuadros netamente perfilados, personajes fragmentarios o episódicos
cuyos rasgos se afirman mientras que otros permanecen ocultos en la sombra. Su prosa
densa está sembrada de imágenes asombrosas, nunca gratuitas, evocando una
Colette ibérica: es la máquina de coser de la tía la que, durante la noche le
recuerda «una locomotora deteniéndose en cada pueblo; es el perro el que
'desplaza el miedo´ rascando el suelo; es la tortuga 'ese pequeño animal tan duro que tiene uno ganas
de sembrarlo como un grano', o los gatos, quienes 'se precipitan al fondo de la noche'. Este
pequeño libro está en la línea de los grandes libros».
Una amistad delicada,
apasionada -tempestuosa a veces- debía unirme a Nivaria. Supe poco a poco cómo
ella vivía (sin holgura), criaba a su hija, había encontrado al pintor español
Hanton, su futuro compañero, dibujaba, pintaba, escribía, escribía.
En el otoño de 1970 Maurice Nadeau publica su segunda novela en «Les Lettres Nouvelles»: Sonámbulo del Sol, en una traducción de Adelaide Blásquez. El cuadro había cambiado, ya que Nivaria, entretanto, había vuelto a Cuba, el país de su juventud, con la revolución cubana, y contaba, en una tentativa de escritura total, la aventura de un mulato de treinta y tres años, Sidelfiro, deambulando sin trabajo bajo el clima de la dictadura anterior, destruido por la no comunicación y también por el sol, ese dios castrador «que transforma el mundo en cloaca y el hombre en sonámbulo». Con ese libro brillante Nivaria obtiene el premio Biblioteca Breve, otorgado por Seix Barral en Barcelona, quien lo edita con una categórica publicidad de contraportada: «la audacia y originalidad de Nivaria Tejera sitúan a Sonámbulo del Sol entre las muestras más logradamente renovadoras de la actual novela en lengua española».
Hoy, un manuscrito de cubiertas
negras llega a mi mesa con el título provisorio de Huir la Espiral o El ojo exilado.
Es la tercera novela de Nivaria.
Todo este libro, me escribe ella con su fina escritura recta y como dibujada,
todo él es la historia de un errar sin fin, el de Claudio Tiresias Blecher, un
personaje a la búsqueda de su identidad. El propone un pensamiento fresco,
aunque de apariencia laberíntica, que lleve a meditar desde otros ángulos y con
otra perspectiva el destino del hombre dentro de una sociedad que sólo tiende a
excluirlo racialmente. Y añade: «no siempre ha de ser la literatura con ojos de
cubitos de madera, que asienta únicamente la consabida y fina estética de los ciegos dando vueltas al
mismo ovillo enredado, la que ponga en evidencia nuestra realidad».
¿Cómo mejor definir la
continuidad literaria de Nivaria Tejera?
París, 1982.
“Prólogo”, tomado de El
Barranco, Edirca S. L., Las Palmas de Gran Canarias, 1982, pp. 9-15.
sábado, 4 de diciembre de 2021
Nivaria Tejera (entrevista de Jean Michel Fossey)
Nivaria Tejera, escritora cubana de amplia producción poética. Su primera novela, El Barranco, fue uno de los primeros libros de la nueva narrativa latinoamericana traducidos al francés. Su novela Sonámbulo del Sol obtiene en el 71 uno de los más importantes premios de lengua castellana, el Biblioteca Breve, de Seix Barral. El lector hallará a lo largo de estas entrevistas los datos biobibliográficos de la autora.
—Fue al regreso a Cuba, en 1944 (pasé mi niñez en España), cuando comenzó a manifestarse mi vocación de escritora. Cuatro años más tarde comenzaron a publicarse poemas míos en los periódicos locales, cuya recopilación dio lugar a un primer libro: "Luces y piedras" (1948). Me instalé en La Habana en 1949, publicando en el 51 "La Gruta", largos poemas de veinte páginas. Colaboré en los más importantes periódicos y revistas. Con las dificultades de impresión, para poder editar los poemas, iniciamos Fayad Jamis (poeta con el que contraje matrimonio en 1952) y yo, una colección donde salieron varios poetas de nuestra generación. Impresos a mano, con muchas dificultades, sólo pudimos llevar a la luz un poema por poeta. El mío, largo, llevó por título "Alba en el niño hidrópico" (1952). La revista "Orígenes" dirigida por Lezama Lima, considerada la más importante del pasado en Cuba, dio a conocer mi novela "El barranco", en elaboración entonces (1953), publicando un capítulo. En 1954, ante la situación caótica del país, me decidí a viajar a París. En 1958 se editó "Le ravin", traducción francesa de "El Barranco", que posteriormente se traduciría al italiano, al checo y que al llegar la revolución se editará en su lengua original en Cuba (Universidad Central de Las Villas). Regresé a Cuba al triunfar la revolución. Colaboré en ese momento en los diversos órganos literarios que nacieron con ella. Regresé a París en el 60, como agregada cultural, volviendo a Cuba al año siguiente. Entregué un libro de poemas "Voces innumerables" (poesía menor, «engagée») y un capítulo del "Sonámbulo del sol", que salió en la "Nueva Revista Cubana". Igualmente un pequeño ensayo-presentación de la escritora francesa Nathalie Sarraute, desconocida allí y cuya expresión literaria sigo de cerca por interesarme en el "Nouveau Román", del que ella es el teórico por excelencia y el más afín a mi búsqueda de estilo. En 1963 soy destinada a Roma como agregada cultural nuevamente. Desde allí volví a París, donde resido desde 1965.
—A la lectura de "Sonámbulo del sol" uno no puede sino pensar en
Nathalie Sarraute y a su libro
"Tropismes" ¿Afinidades o influencias?
—Las
influencias se producen a todo lo largo de
la vida de un escritor que, en el interés de ir más allá de su mundo, se ve obligado a estudiar a fondo lo que lee. La influencia es
consciente, metódica, deliberada. La
influencia no puede dejar de atraparnos
cuando se cae en manos de libros mayores
de escritores mayores, como un Kafka, un Dostoievski, un Faulkner, un Joyce, un Miller, un Beckett, un Céline, una Serraute. La
influencia está pronta a picotear
nuestros sentidos y a pulsar nuestra sangre.
¿Qué va quedando de todas esas influencias?
La sensación de formar parte de su vértigo, de su juego del lenguaje, de su perspectiva mayor, la sensación de no perderse en una
literatura menor. Ellos constituyen
el fondo de una esperanza de ser, y
negar su peso sería negar la fuerza que nos
sostiene en esa lucha para salir de lo inanimado. La creación exige movimientos de consistencia y esos movimientos atrapados en el estudio de aquellos libros, de aquellos escritores, reaparecen a animarnos en las horas de desafío
con la página, con la nada a lo
largo de una vida de escritor.
—¿Necesitas
estar rodeada de un cierto ritual para escribir?
—Sí,
claro que sí, necesito silencio, pero un silencio carente del menor ruido (al
que soy hipersensible) ...necesito paz interior, necesito poca luz, necesito
tiempo (tiempo liberado de compromisos, ya que el menor quehacer me preocupa
impidiendo la concentración) y necesito una cierta tranquilidad económica...
todo eso a lo que París se ha vuelto desfavorable. Aquí se vive ahora como a contracorriente, nada resulta
fácil: conseguir un lugar propio a cada uno, tener silencio, paz, tiempo,
carecer de angustia económica. La calle, ese elemento de trabajo creador se ha
vuelto irrespirable con tanta policía, tanto ruido producido por trabajos inútiles.
Mi querido «quartier latín» se ha vaciado de luz para llenarse de «sombras»
...en cada esquina un racimo de sombras como de uvas... Si no fuera por los
puentes, los «quais», el Sena (que nos protegen) a veces, creería no estar en
París.
—Pero
está en París con varios otros novelistas latinoamericanos...
—Existe dos tipos de escritores latinoamericanos: los que se encuentran en América latina y los que se encuentran en Europa. Aunque responden en cierto modo a las mismas problemáticas sociales, sus realidades, sus perspectivas se oponen. «El mito es una palabra», dice Barthes, pero entre los escritores latinoamericanos el mito se ha vuelto la base de una obra: el mito de crear un nuevo lenguaje (propio), que denuncie y reconstituya nuestra caduca realidad latinoamericana. Denunciándola, aspiramos a reformarla y, de este modo, a crear otro mundo. Visto de cerca y visto de lejos este «otro mundo» va delineándose a través de una literatura planificada diversamente. En unos (los de aquí) el trabajo aspira a descubrir entre los europeos un momento, un espacio y casi diría un «desconocido» de los que ellos ignoraban su existencia de frustración. En los otros (los de allá), el trabajo se constituye cada día descomponiendo un medio demasiado cargado de pantomima. Ambos, latinoamericanos, de aquí y de allá, son conscientes de la sensualidad, de la retórica, de la exaltación, de la angustia, del lirismo, de la revolución permanente, que representan esa búsqueda comenzada por los años cincuenta con la presencia obsesiva de la realidad urbana... Por mi parte estoy siempre a la caza de voces y conceptos nuevos. No deja de sorprenderme a veces el silencio que rodea a ciertos genios de nuestro pasado... a un Macedonio Fernández ("La novela sin nombre" sin personajes, sin nombres, sin lugares comunes, capaz de preceder la experiencia del "Nouveau Román", ya en los años veintitantos) a la alucinación de un Ramos Sucre, de un Vallejo, de un Lezama Lima, de un Rulfo, de un Garmendia, de tantos otros prácticamente desconocidos a los europeos. Todos, y cada uno a su manera, violadores de la realidad, aportaron y aportan a la literatura elementos esenciales a una lingüística, temática, impulsados por corrientes de fuego y de magia, por un rigor, por una locura, que perturban el tiempo y el espacio de los objetos y los seres, que tan a menudo, inagotables, pero inanimados, nos rodean. La posición de privilegio del clan (de escritores latinoamericanos) debería obligarle a sacar de la oscuridad (de la distancia en unos, de la muerte en otros, a la que parecen obligados por el clan), a estos escritores, a tantos. La obra de un pionero también reside en su desdoblamiento; y desdoblamiento en este caso significaría reconocimiento de unos predecesores (por una parte de tanto o más envergadura que la suya), reconocimiento por otra parte de unos contemporáneos, que como ellos trabajan en la experimentación literaria, más ajenos, acaso, allá comprometidos por un medio que a veces les ignora: más solos, también, aquí... Estimo que más allá del tema del nacionalismo de cierta novela latinoamericana (en su revancha, que considero eficacísima. García Márquez, recién llegado al clan, parece haberlo llevado al paroxismo del agotamiento), más allá está, siempre pronta a descubrirse, a desviar, a despuntar, la inventiva, la creación al estado primario, fundamental quehacer de un escritor.
—¿Se puede hablar de "Sonámbulo del
Sol" como de una novela-poema...?
—Para mí, la poesía atraviesa todas las cosas,
y esta frase justifica el contenido de cualquiera de mis libros... Que en el
caso del "Sonámbulo del Sol" haya colocado por momentos la poesía escalonada forma parte
de los movimientos interiores de los pasajes de los personajes de una
respiración interior o exterior de la atmósfera general de que se componen
hombres, objetos y paisajes y vibraciones, todo eso de lo cual nos formamos y
muy a menudo sin saberlo.
—¿Es el "Sonámbulo del Sol" una
novela autobiográfica?
—Es
algo que concierne sólo al escritor, y no creo que exista un solo escritor
indiferente a su pasado, a su presente, a lo que con ellos se relaciona.
La autobiografía en definitiva es parte de todos, puesto que una vida no se
sucede por sí sola, sino que forma parte de las demás vidas, de una época, de
unos quehaceres, de unos eventos... Que un escritor haga de todo esto su propio
eco es ya un problema de escritor (a pesar de que para un crítico, ese problema
se vuelva «autobiografía»). La vida es parte de todos por igual, y lo que cada uno
vive a solas —y que al ser contado se convierte en autobiográfico— es por tanto
colectiva, y la manera en que a veces ciertos críticos la tratan, no es sino su
manera de apropiársela. En el "Sonámbulo del Sol", la autobiografía
es tan relativa, que cualquiera puede recomponérsela, apropiársela en la etapa
cubana prerrevolucionaria... y es ahí donde lo autobiográfico del
"Sonámbulo del Sol" se vuelve, naturalmente, irreemplazablemente
colectivo.
—Se habla mucho actualmente de escribir
textos colectivos. Inclusive algunos libros hechos de esta manera
ya han sido publicados. ¿Qué opinas?
—Textos colectivos... sí, he oído hablar. Los surrealistas
ya los han hecho y, de resultas, palabras y palabras de diferente aliento se
han aislado en un poema mayor, sí lo creo... Era, sin embargo, un grupo unido
al que tantas iniciativas conjuntas volvían afín y sus textos se conformaban a priori en conversaciones, en
vivencias comunes. Me temo, por
tanto, que un escritor cuida demasiado su tránsito para arriesgar la continuidad de un texto pacientemente elaborado en otras manos, o para aceptar, en el último de los
casos, su no continuidad de estilo, de forma, de contenido. Escribir un libro
no es igual que hacer música (y aún la música reunida, en un disco exige unidad
de estilo) y sus problemáticas se oponen en su abstracción particular. Un libro
se quebraría en la sustancia misma desde que la médula (su tejido adiposo) se
dispersara. La dirección de un libro sigue más la conducción de un vehículo,
que el proceso de elaboración de cualquier otro arte: hay que completar el
recorrido, vencer la distancia, alcanzar el final del viaje.
—Hubo el «boom», y parece que ha vivido su
tiempo. Desde hace algunos meses se asiste tanto en España como en
América Latina a una serie de ceremonias fúnebres en su honor. Cómo
consideras a este grupo o esta organización o esta «mafia» (cada cual
escogerá la palabra más conveniente). Entre los miembros de ese «boom»,
¿qué escritores, en tu opinión, sobrevivirán por habernos dado
una obra realmente importante?
—«Boom»...,
ruido del viento del cañón, del trueno de las olas, mugido, resonancia,
ronquido de órgano, zumbido de insectos, badajazo, «boom»... y por qué no
«bombo» (en Cuba dícese de «los frutos
sosos») o «bojiganga» («compañía de farsantes», que iba de pueblo en pueblo) o
«bunga» («orquesta de muy pocos instrumentos») o «bombe» («carruaje ligero de
dos ruedas y dos asientos») o «bumbu» («ruido sordo»). Pero no, nada de eso: «boom...»,
«boom...», estruendo de cañones y soldaditos de plomo «battage mecanique»,
demostraciones exageradas para engañar al público, «boa constrictor el boom
boga».
«Trade is boming!»
La primera pregunta deja entrever tu propia participación en lo que llamas (o llaman) «ceremonias fúnebres». Pudiera bien suponerse, que además del «boom» existen organizadores de entierros, o grupos, o «mafias», atareados profesionalmente en este específico trabajo. Acaso hay un trasfondo de fiesta en estos actos denominados ceremonias fúnebres, y no es de extrañar en países como los nuestros, donde «la fiesta» ocupa todos los actos de nuestra vida. El propio Cortázar, que supongo situarías del lado de los difuntos, describe con agudo humor negro —o digamos mejor «gris» para no usurpar espesor a la oscura demolición— los velorios argentinos y reíamos complacidos. Esa diversión fúnebre (igual hace también mucha gracia a los muertos) «no me interesa» por no tener nada que ver con lo que me preocupa: es decir, la literatura y su continuación, aún más allá de los muertos. Yo considero que ese grupo existió como cualquier otro grupo anterior y con las mismas dificultades del grupo que pretenda sustituirlo. «El grupo de dicotiledón...» No creo en los grupos, porque, como en las plantas angiospermas, el embrión contendrá siempre dos cotiledones opuestos. Tanto el grupo «boom» como el grupo «Nouveau Román» lo han demostrado a fondo. ¿Qué quiere decir «un grupo» de escritores cuando cada uno se expresa a su modo? (¡Felizmente, claro!) La liberación del lenguaje en común que él nos propone es la misma liberación que se proyecta desde la escritura por una vital necesidad periódica de descongestión y a la cual el escritor no le queda más remedio que servir de canal (haciendo abstracción de los grupos). De esto a crear una «mafia» con el grupo (y mafia no es magia) impenetrable y refutadora «hay un mundo». Aunque estoy segura de que cualquier grupo que le sustituyera actuaría, por instinto, utilizando los mismos principios. Son actos propios de su naturaleza. Creo que sobrevivirán libros, más que escritores, a plenitud (como es el caso cuando se habla de «Pedro Páramo» y no tanto de Rulfo). Nosotros somos demasiado desiguales para perpetuamos en un solo estilo. Hemos dicho muchas malas palabras (cierto que por eso se nos recordará), desencadenando literariamente una agresión frente al medio dictatorial que desde siempre «nos representa», pero no por eso hemos redescubierto el Nilo. Antes —y también paralelamente a la nuestra— cuántas otras literaturas han expresado sus angustias sociales con esplendor lingüístico sin que la poesía ni el amor al hombre mengüen el mensaje... Entre todos esos escritores «boom» la Revolución cubana ha sido para mí la más provocadora en su creación y el mejor de los ejemplos literarios (teniendo en cuenta su coexistencia y su coercibilidad). Coetáneos, en tanto que ella ha despedido fuego planificado urdido más allá de sus fronteras, cada uno en «su mundo», como si sólo en cada uno de ellos repercutiera «el mundo» (a pesar del «grupo»), han sido más bien una catalepsia literaria y no un cuerpo catalizador. Hay «Cambio de piel», hay «Rayuela» y los «Cronopios», hay «La Ciudad y los perros», pero hay un Rulfo serenamente aislado en sus muertes, un Lezama y sus monstruos a contagotas, hay un pasado a reconstruir con Filiberto Hernández, con Macedonio Fernández, con Ramos Sucre, con tantos que escriben ignorados por el «boom», y que sobrevivirán a su transitoriedad morfológica. Entre ellos García Márquez, escapando a la claustrofobia del clan «boom», les sorprendió improvisando una soledad de cien años que sobrepasaba la suya.
—Casi al mismo tiempo que se anunciaba en
España y en América Latina la muerte del «boom», la crítica francesa
empezaba a hablar de un nuevo grupo (para ser más precisos, esto se
inició a raíz de la publicación en francés de la novela «Cobra» de
tu compatriota Severo Sarduy). ¿Crees tú que esta actitud de parte de la
crítica es razonable, que se justifica? ¿Qué puntos en común o grandes
divergencias hay entre escritores de ambos grupos?
—Como crítico que tú mismo eres, comprendo el interés por una respuesta a esta pregunta, pero pienso que más bien son preguntas para críticos, siendo como son más conscientes de los vaivenes, las excitaciones, los resortes, las posiciones, los avances y los retrocesos, las partidas ganadas y perdidas, los escritores escogidos, olvidados, zarandeados, ahuyentados; todas esas palpitaciones y conveniencias híbridamente literarias que anima ese oficio que estimo, pero que escapa a mi familiaridad. Sí, leí en la prensa que se formaba un nuevo grupo, pero esta noticia me sugiere siempre la sensación de estar manipulando juguetes de madera... como caballos estáticos tirados por cuerdas y sostenidos por meditas, divertidos quizá para los niños (aunque he pensado siempre que les divertiría más un puro de puros cascos y sangre viva), pero aburridos para una imaginación activa. Este hecho puede ser razonable para la crítica, pero yo lo considero vacuo para la escritura, sin sentido, sin perspectivas. Pero es que hay que «hacerse uno de nuevas» Los personajes descarnados de Magritte con sus vestimentas envolventes del vacío se colocan, por reacción y por lo que el vacío comporta de insoportable para ellos, una manzana entre la camisa almidonada y el sombrero hongo, manzana que, si no corresponde a su rostro, los aísla de la muerte. El problema de las divergencias, la razón y sobre todo la sustancia yo creo, Fossey, que están elaborándose aún dentro y fuera de los grupos y sería prematuro establecerlas o ni siquiera indagarlas, será una presunción y no la comparto.
—Te veo como un escritor muy aislado a pesar de que te dieron el año pasado el premio "Biblioteca Breve" y que la traducción del "Sonámbulo del Sol" ha sido publicada en una de las mejores (por no decir la mejor) colecciones de literatura extranjera que aparecen en Francia. Esta situación tuya, ¿la has escogido? ¿O te ha sido impuesta? Y en caso de que sí, ¿por qué razones, según tú?
—La soledad no es un síntoma de aislamiento vanidoso y ningún premio del mundo removería en mí polvillos de vanidad, templada como estoy desde la infancia por la candente necesidad de sobrevivir a violentos naufragios. Ese aislamiento que te sorprende está sustancialmente ligado a aquella «sobrevida» impuesta y tan a menudo forman una sola exigencia. Te aseguro que no es fácil afrontarla cuando por lo que has sido o hecho tu vida se vuelve insolublemente comprometida. Los demás se toman voluptuosamente agresivos, opresores con su curiosidad abusiva desde que les das la ocasión de indagar sobre ti, y «colmar» su no ser lo que tú has sido (sin humor ni amor ni reservas) requiere de ellos una labor metódica de descamamiento. A la base de este presente aislamiento —desde mi vuelta a París en el 65— deambulan una fatal fatiga de reunionismo que imponía el trabajo revolucionario del que recién me alejaba y, frente a la nueva situación, esa vandálica persecución de la curiosidad de los inconformes a través de la cual ellos valoraban su «compromiso» desde su inactividad en París. Mi presencia en esta ciudad era ausencia de «compromiso» y abandonando un puesto (que es por igual el de todos) yo ponía en evidencia su compromiso, simbolizado por las vacuas reuniones de café y lo justificaba. Y mis alados verdugos cumplían —acusando— su sentencia moralista con la afectada gravedad del caso. De modo que yo, que venía de cumplir mi tarea revolucionaria durante seis años, era considerada traidora por los que sólo viven la revolución dialécticamente día a día y año tras año, en cada esquina de París.
Por la fuerza, estas pruebas me han ido acostumbrando
a mirar de lejos, que es otra manera de mirar de más cerca, de
tocar, tanteando, lo irracional. Imposible que nadie me haya impuesto
una soledad que se justificaba por su libertad. Hay una animalidad
en la soledad como hay una «animalidad en la locura», repitiendo la citación de
Foucault. Y la soledad no implica no dejarse ver en sitios donde
«se debe» ir, sino «ir» donde tus exigencias de respiración te lleven.
Soy una gran andadora, amo la gente sin mezclarme a ella demasiado, la
observo, la sigo, la delineo a mi manera, confundiéndola con mis estados
y con el paisaje que los (nos) envuelve. No creo que sea más sola que
cualquier otro escritor que frecuenta «los medios escogidos» para
discutir, hacerse ver y existir. Me gusta hacerme existir entre los
demás sin que ellos me vean. Es una manera de ser múltiple y sin
delimitación provocada. Como me complace ver pasar a Sartre del brazo de
su buena amiga por la acera de enfrente, distraído, sin sombrero ni paraguas,
con la calva en almuerzas bajo las frías gotas de lluvia, entregado a
sus palabras, a su amiga, y tantas veces cruzo a la otra acera para mejor ver a Nathalie Sarraute
sonriendo para sí misma, monologando siempre, en vez de interrumpirle
el paso para saludarnos con ese calor humano suyo tan
característico. Y seguir luego mi camino confundido a ellos, a la
lluvia, al vaivén de todos, ese día que parece ser cada vez el último de
su vida.
—En varias oportunidades me enseñaste cuestionarios
que te habían enviado desde América Latina en los que te pedían explicaciones
en tomo a tu situación de escritora cubana radicada en París y me consta que
algunos de ellos eran de una evidente agresividad. Me gustaría que una vez por todas
te explicaras al respecto.
—Ignoraba que hubiera ese fisgoneo hacia un cubano que —como es el caso— ha cumplido lo que creía cumplir y que se retira, naturalmente, a escribir y no a combatir el producto de su trabajo anterior o el mundo dejado atrás. Estos cuestionarios que tú has leído ejemplifican una de las razones del «aislamiento» que señalabas en la pregunta anterior. Nunca los he entendido a fondo. Pero teniendo en cuenta el procedimiento de los mismos intuía «la catástrofe», que inconsciente o conscientemente engendraría de haberla secundado con mi silencio. Su agresividad era gratuita, y espero que con mis respuestas (dolorosamente elaboradas) se haya calmado. Y de una vez por todas queden eliminadas las dudas, igualmente gratuitas. Mi libro "Sonámbulo del Sol" es esclarecedor, socialmente, de mi posición frente al hombre. Creía que esto bastada a los que se interesaran en su escritura y en su lectura, para hacerse una idea del autor. Sin embargo, no: escritura y lectura provocan una sospecha inesperada sobre los orígenes de tal interpretación —barroca, brusca, solapada— del individuo. Pero acaso la sospecha nace —y esto me consolaba al responder— del reflejo que este individuo, sonámbulo, provoca, oscuramente, en cada uno. Encrucijada o no, la tan manifiesta agresividad me ha sorprendido y también me ha dejado patifusa. Pensé que ella era un resorte teatral (como todos los resortes) impuesto por conflictos propios que buscaban interpretaciones a través de los laberintos propuestos, dándome así ocasión de dilucidar a fondo problemas que no eran míos. De todos modos ahí quedan las respuestas interpretándome, interpretándolos o no, cometido que el silencio no hubiera cumplido.
—¿Cuáles son tus proyectos en lo inmediato?
—Mis proyectos inmediatos no existen, ya que son siempre proyectos a largo plazo. Si inmediatez hay, ella está fundada en la voluntad de no perder el ritmo de trabajo, sobre todo, frente a este cielo de París, socarrón, liso, evocador de una humareda de suburbio. A menudo sientes como un mareo, otra dimensión, quisieras huir «Pero es el cielo», ¿comprendes?, y pasas horas antes de darte cuenta..., antes de darte cuenta que te faltan el mar, el sol, la sonrisa franca de las islas donde has vivido siempre. Estos proyectos, a largo plazo (o inmediatos, como quieras llamarlos), no pasan de ser, en definitiva, sino una acumulación de páginas, que de tiempo en tiempo, necesito airear, recomponer, desquiciar, a fin de recuperarlas en otra dimensión o en otra intensidad (con esta finalidad partí hacia una montaña el año 66 para someter material de diez años a ese rigor y se me extravió en el trayecto...). Pero una vez el quehacer logrado, la timidez entra en juego y, en vez de proponer textos a revistas, sigo acumulando páginas. Hasta que por fin surge el libro. Paralelamente que en el "Sonámbulo" trabajaba ya en dos otros libros, cuyos títulos no definitivos son: "Dominio de la Sangre" y "Ser Despoblado", ellos dos, productos de notas acumuladas, los últimos años, una vez rehecha del fatal accidente. Pero igual se vuelven un solo libro, ese libro que surge al fin, y como de pronto. Esperarlo es siempre, si quieres, mi único proyecto inmediato.*
* La primera de estas dos entrevistas con Nivaria Tejera fue publicada en
"Vanguardia Dominical" (Bucaramanga, Colombia), el 13 de junio de
1971. La segunda apareció en el mismo periódico el 21 de enero de 1973.
sábado, 27 de noviembre de 2021
domingo, 21 de noviembre de 2021
martes, 16 de noviembre de 2021
miércoles, 10 de noviembre de 2021
El ala del tedio
Alberto Lamar Schweyer
René López es superior a todos sus
contemporáneos. De haber vivido algo más se hubiera igualado a Julián del Casal
con quien tiene tanta analogía, pero la muerte tronchó su obra cuando más
pruebas daba el poeta de su talento, y su genio quedó ignorado, como el de
tantos otros que han pasado sin dejar huellas.
Fue un bohemio, un triste bohemio
falto de ambiente. En Cuba, en la América toda, la bohemia es la más triste de
las existencias, la vida que idealizó el autor de "La vida bohemia"
resulta triste y sola en las tierras tropicales, aquellos que llevan en su alma
el ansia de una vida errante llena de ensueños de arte, son unos fracasados a
quienes mata el desengaño.
En nuestras capitales corre
demasiado dinero para que se pueda resistir la vida de Rodolfo, no tenemos
"Barrio Latino" lleno de canciones galantes y versos sentimentales,
en que grandes poetas digan sus versos mientras apuren el verde licor que
enloqueció a Paul Verlaine, el borracho glorioso que paseaba su pierna enferma
por la colina de Montmartre.
Los bardos tropicales, por lo
general, aborrecen la bohemia. Rubén Darío, aquel mago del verso de quien es
inútil hablar, estuvo a punto de batirse con un periodista madrileño porque una
vez le llamó bohemio, y todo el mundo sabe que el autor de Prosas Profanas fue
un espíritu bohemio y errante.
En Cuba la bohemia no puede
terminar, porque no existe, los pocos espíritus bohemios que hemos tenido, han
tenido que vivir aislados, o ir a buscar otro ambiente en las capitales
europeas, como hicieron Heredia y Augusto de Armas. Por eso he dicho de René
López que no tuvo ambiente, igual que otro poeta cubano de alma bohemia que
murió hace pocos meses y que por su espíritu despreocupado es también un
ignorado, Francisco Robreño.
Viviendo en un ambiente que no
era el que su espíritu requería, incomprendido como la mayor parte de los
hombres de genio, falto de halagos en la existencia, llena el alma de sombras
por la muerte de su madre a quien idolatró con cariño jamás superado por otro
amor, el poeta sintió muy pronto el dolor de vivir, ese hastío amargo que da la
existencia cuando el ansia de vivir se transforma en sed de descanso, el mal
terrible que llevó a Poe y a Verlaine al vicio del alcohol, a Gerardo de Nerval
al suicidio, a Francois Coppe a los desiertos africanos, a Byron a las murallas
de Missolonghy, y a Julio Herrera y Reissig a las drogas heroicas.
Como todos ellos sintió René López el ala del
tedio rozar su frente, y ya sin fuerzas para luchar, porque el triunfo no le
preocupaba, ni la gloria le atraía, se rindió a su destino, y buscando descanso
espiritual se dedicó a la morfina como el supremo recurso, y como un pájaro
herido en el espacio plegó las alas y se dejó arrastrar por la corriente.
René López fue un morfinómano como Musset fue un borracho, fue un vicioso que pretendió sepultar sus dolores
en los “paraísos artificiales”, pero la culpa no fue suya, la vida lo obligó y
él no pudo resistir. No le reprochemos nada, quien sufra tanto como él y sepa
luchar que hable, los que no han sentido el dolor del poeta, los que no tienen
derecho a comprender los tormentos de su alma, no deben ni pueden juzgarlo.
A René López lo mató el vicio, murió cuando
comenzaba a sentir el halago de la popularidad, la vida lo atormentó primero y
lo mató después.
Pocos poetas ha tenido Cuba que hayan sentido
más hondamente que René López. Sus versos suaves y musicales al oído, dicen al
corazón la tristeza y el dolor de su alma grande llena de exquisita
sensibilidad. Cada poesía suya es un poema de dolor amargo, cada estrofa semeja
un ánfora llena de tristeza, cada verso es un jirón de su alma rota, en sus
poesía “la pluma del dolor trazó sus letras / la desesperación grabó sus frases”,
como dijo en una de sus composiciones.
Todo aquel que conozca algo la obra del poeta
sabe de memoria su poesía “Barcos que pasan”, escrita bajo la impresión
hondamente dolorosa de la muerte de su madre. Es sin duda la mejor de cuantas
escribió, la de más ternura, la más doliente, la que más impresiona el corazón,
y es a la vez la más sencilla, y una de las más subjetivas y perfecta que se ha
escrito en nuestro siglo.
“Barcos que pasan…” tiene el encanto triste de
las naves que cruzan por los horizontes oscuros, de las ilusiones que la vida
se va llevando lentamente, de los amores hondos que se olvidan, y de los
cariños fugaces que forman el recuerdo. Tienen estos versos la melancolía de
los sueños rotos, de los recuerdos ya lejanos, de las noches de luna, de las
mujeres queridas que están lejos, de los seres amados que se van, toda esa
tristeza, toda esa amargura, toda esa evasión tiene para mí “Barcos que pasan”.
Ya he dicho que el poeta sintió por la autora de sus días un cariño nunca superado ni tan solo igualado, y de la muerte de este ser tan querido data la tristeza desolada del poeta.
Desde el aciago día en que el ser tan querido
partió para siempre, la imagen de la madre muerta no se apartó un instante de
la mente del poeta que después escribiría rememorando aquel episodio funesto su
poesía “Barcos que pasan”.
Como Edgar Allan Poe fue el bardo del horror, René López fue un cantor del dolor. ¡Oh, el dolor de vivir es tan amargo! ¡Y supo el poeta decirlo tan bellamente en sus rimas incomparables.
Fragmentos aislados de René López, Imp. Sociedad Tipográfica Cubana, 1920.
martes, 9 de noviembre de 2021
domingo, 7 de noviembre de 2021
A un poeta muerto
Pedro Henríquez Ureña
En memoria de René López
¡Caíste! Van de púrpuras vestidas,
tu ocaso a acompañar, las nubes lentas;
y muere en el confín póstumo rayo,
última luz de tu fugaz promesa.
¡Quién vio la aurora prístina, radiosa!
¡Quién oyó el canto, al despertar la selva!
Mientras emerge el sol con lumbre flava,
tu voz en trino inacabable suena...
¡Y las arpas del bosque!
¡Y la mañana espléndida!
Tu voz, diáfana y pura,
es todo el canto de la primavera.
¡Yo no sé cuál maléfico Faetonte
del gran carro del sol asió las riendas!
Súbito es un delirio la mañana
con el furor de la solar carrera.
Se torna aciago el día.
Arde y abrasa, o ya se nubla y vela.
Vientos asoladores
azotan por el valle y la eminencia,
y en pávidos clamores se convierten
las voces seculares de la selva.
Te arrastra el torbellino.
Torvo rumor se eleva;
y en medio del horror que te circunda
y el bárbaro fragor que ruge y truena,
tu voz en gritos estridentes rompe
como la del alción en la tormenta
pero a veces, venciendo el rudo estrago,
vuelve a sus notas límpidas, gorjea,
y entona, con arpegios cristalinos,
el dulce canto de la primavera...
Y allá vas, con la racha tormentosa,
lanzando, en gritos de tu voz enferma,
notas de plata entre clamores roncos...
Con el furor de la solar carrera,
es un vértigo el día,
y el ocaso está cerca...
Y llega al fin. ¡Cuán presto!
Ya la noche comienza...
¡Oh cantor sin ventura y sin reposo!
Tu vida breve me arranca una queja,
porque tuviste la virtud del canto
y fuiste ¡nada más! una promesa.
México, 1909.
Blanco y Negro, Santo Domingo, núm. 66, 19 de diciembre,1909; El Fígaro, 24 de octubre, 1909, p. 538; Pedro Henríquez Ureña. Obras Completas I, Ed. Miguel D. Mena, Editorial Nacional, Santo Domingo, 1913, pp. 145-46.
viernes, 5 de noviembre de 2021
René López
Max Henríquez Ureña
Uno de los poetas que más altas capacidades habían demostrado en la nueva generación cubana acaba de morir, en pleno arborecer. Era, pues, un amado de los dioses, si hemos de creer en la frase de Menandro.
Éralo, sí. Los dioses querían arrebatárselo al mundo y desplegaron para lograrlo el poder de maléficas seducciones, Nuevo Hylas, este efebo tropical de rostro byroniano, quiso reflejarse en la fuente encantada de las fascinaciones de cabellera de víbora. Y rasgando la imposibilidad del cristal de las aguas, emergió la voz sirénica de las mentiras impalpables. “Ven, decían los acentos falsamente seráficos, abandona la visión monótona y grosera del mundo; recréate en recorrer universos de ensueño y verás colores que no existen la tierra, escucharás sonidos que nunca has escuchado, te embriagarán perfumes ideales. Ven, olvida ese existir inútil, fatigoso y rastrero. Ven, tierno y candoroso efebo”. Y ante los ojos adorantes del poeta, aparecía la imagen del sortilegio de las siete seducciones, con caballera viborea, mirada de estrella, rostro de diosa y cuerpo de nube.
Él no pudo decir como Kant: “Soñaba que la vida era belleza. Desperté y vi que es deber. El tóxico que diariamente torturaba su epidermis pasando a fusionarse con la sangre, le impidió tener conciencia del deber. Era muy joven aún cuando se vio arrastrado a la funesta mentira de viajar por universos de morfina.
Vivió pues el ensueño de la belleza, mas no la belleza apolínea y serena que soñó Kant, sino la belleza torturante de las ansiedad malditas y de las atracciones culpables. Fue, casi desde niño, un irresponsable. ¿Quiénes le arrastraron, valiéndose de su carácter débil y tolerante? Lo ignoro, pero en estos tiempos en que oímos hablar de la estética del hachís, del opio, de la morfina y del éter no debemos extrañar que la imaginación ardiente e inexperta de un poeta joven se dejara seducir por la torpe palabra de los bohemios trashumantes que celebran estas anomalías suicidas. Y por eso fue un convidado prematuro al banquete de la muerte.
Podemos llorar hoy al amigo. Al poeta hace ya tiempo que lo habíamos visto desaparecer. Cuando alcanzaba la plenitud de sus capacidades intelectuales, cuando con sus mejores composiciones (Barcos que pasan, El escultor, Cuadro andaluz) demostraba que la exquisita sensibilidad de su espíritu había logrado ya exteriorizarse en una factura correcta y elegante, cuando estaba capacitado, en fin, para producir obras definitivas, obras fuertes y bellas, dejó de cultivar la poesía escrita para limitarse a poseerla en sueños. “Tengo en la mente poemas –decía– que han de culminar en una expresión rara y novísima. Todo un mundo de visiones gigantescas desfilará en esos poemas, pero para escribirlos necesito tranquilidad absoluta. Además, no he madurado todavía el plan. Todas las noches me entretengo en hacer madurar ante mi mente los elementos de mi concepción y oigo la música de los versos incompletos y en desorden”. Debemos perdonarle el involuntario egoísmo de haberse llevado a la tumba esos poemas que todas las noches venían a constituir su deleite. Para escribirlos esperaba tener tranquilidad de espíritu y en las condiciones artificiales de su vida esto era imposible.
Si René López hubiera escapado a las seducciones de una vida ficticia, habría sido el poeta más aristocrático de su generación. La delicadeza espiritual de su poesía era única en la joven literatura de Cuba. Además de esas condiciones temperamentales tenía la aspiración persistente hacia una cultura superior y vasta. René López sabía que el literato no se improvisa y aspiraba a hacerse valer no sólo por su talento, sino también por su ilustración. De ahí la tendencia natural de su verso a rehuir las vulgaridades repetidas por los poetas de antesala, de ahí también su corrección y pureza en el decir.
Esforcémonos porque no se olvide su nombre, teniendo presente no sólo lo que fue, sino también lo que seguramente hubiera podido ser.
Letras 16 de mayo 1909, p. 247.