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miércoles, 10 de noviembre de 2021

El ala del tedio


 Alberto Lamar Schweyer


 René López es superior a todos sus contemporáneos. De haber vivido algo más se hubiera igualado a Julián del Casal con quien tiene tanta analogía, pero la muerte tronchó su obra cuando más pruebas daba el poeta de su talento, y su genio quedó ignorado, como el de tantos otros que han pasado sin dejar huellas.

 Fue un bohemio, un triste bohemio falto de ambiente. En Cuba, en la América toda, la bohemia es la más triste de las existencias, la vida que idealizó el autor de "La vida bohemia" resulta triste y sola en las tierras tropicales, aquellos que llevan en su alma el ansia de una vida errante llena de ensueños de arte, son unos fracasados a quienes mata el desengaño.

 En nuestras capitales corre demasiado dinero para que se pueda resistir la vida de Rodolfo, no tenemos "Barrio Latino" lleno de canciones galantes y versos sentimentales, en que grandes poetas digan sus versos mientras apuren el verde licor que enloqueció a Paul Verlaine, el borracho glorioso que paseaba su pierna enferma por la colina de Montmartre.

 Los bardos tropicales, por lo general, aborrecen la bohemia. Rubén Darío, aquel mago del verso de quien es inútil hablar, estuvo a punto de batirse con un periodista madrileño porque una vez le llamó bohemio, y todo el mundo sabe que el autor de Prosas Profanas fue un espíritu bohemio y errante.

 En Cuba la bohemia no puede terminar, porque no existe, los pocos espíritus bohemios que hemos tenido, han tenido que vivir aislados, o ir a buscar otro ambiente en las capitales europeas, como hicieron Heredia y Augusto de Armas. Por eso he dicho de René López que no tuvo ambiente, igual que otro poeta cubano de alma bohemia que murió hace pocos meses y que por su espíritu despreocupado es también un ignorado, Francisco Robreño.

 Viviendo en un ambiente que no era el que su espíritu requería, incomprendido como la mayor parte de los hombres de genio, falto de halagos en la existencia, llena el alma de sombras por la muerte de su madre a quien idolatró con cariño jamás superado por otro amor, el poeta sintió muy pronto el dolor de vivir, ese hastío amargo que da la existencia cuando el ansia de vivir se transforma en sed de descanso, el mal terrible que llevó a Poe y a Verlaine al vicio del alcohol, a Gerardo de Nerval al suicidio, a Francois Coppe a los desiertos africanos, a Byron a las murallas de Missolonghy, y a Julio Herrera y Reissig a las drogas heroicas.

 Como todos ellos sintió René López el ala del tedio rozar su frente, y ya sin fuerzas para luchar, porque el triunfo no le preocupaba, ni la gloria le atraía, se rindió a su destino, y buscando descanso espiritual se dedicó a la morfina como el supremo recurso, y como un pájaro herido en el espacio plegó las alas y se dejó arrastrar por la corriente.

 René López fue un morfinómano como Musset fue un borracho, fue un vicioso que pretendió sepultar sus dolores en los “paraísos artificiales”, pero la culpa no fue suya, la vida lo obligó y él no pudo resistir. No le reprochemos nada, quien sufra tanto como él y sepa luchar que hable, los que no han sentido el dolor del poeta, los que no tienen derecho a comprender los tormentos de su alma, no deben ni pueden juzgarlo.

 A René López lo mató el vicio, murió cuando comenzaba a sentir el halago de la popularidad, la vida lo atormentó primero y lo mató después.

 Pocos poetas ha tenido Cuba que hayan sentido más hondamente que René López. Sus versos suaves y musicales al oído, dicen al corazón la tristeza y el dolor de su alma grande llena de exquisita sensibilidad. Cada poesía suya es un poema de dolor amargo, cada estrofa semeja un ánfora llena de tristeza, cada verso es un jirón de su alma rota, en sus poesía “la pluma del dolor trazó sus letras / la desesperación grabó sus frases”, como dijo en una de sus composiciones.

 Todo aquel que conozca algo la obra del poeta sabe de memoria su poesía “Barcos que pasan”, escrita bajo la impresión hondamente dolorosa de la muerte de su madre. Es sin duda la mejor de cuantas escribió, la de más ternura, la más doliente, la que más impresiona el corazón, y es a la vez la más sencilla, y una de las más subjetivas y perfecta que se ha escrito en nuestro siglo.

 “Barcos que pasan…” tiene el encanto triste de las naves que cruzan por los horizontes oscuros, de las ilusiones que la vida se va llevando lentamente, de los amores hondos que se olvidan, y de los cariños fugaces que forman el recuerdo. Tienen estos versos la melancolía de los sueños rotos, de los recuerdos ya lejanos, de las noches de luna, de las mujeres queridas que están lejos, de los seres amados que se van, toda esa tristeza, toda esa amargura, toda esa evasión tiene para mí “Barcos que pasan”.

 Ya he dicho que el poeta sintió por la autora de sus días un cariño nunca superado ni tan solo igualado, y de la muerte de este ser tan querido data la tristeza desolada del poeta. 

  Desde el aciago día en que el ser tan querido partió para siempre, la imagen de la madre muerta no se apartó un instante de la mente del poeta que después escribiría rememorando aquel episodio funesto su poesía “Barcos que pasan”.

 Como Edgar Allan Poe fue el bardo del horror, René López fue un cantor del dolor. ¡Oh, el dolor de vivir es tan amargo! ¡Y supo el poeta decirlo tan bellamente en sus rimas incomparables.


 Fragmentos aislados de René López, Imp. Sociedad Tipográfica Cubana, 1920. 


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