Todo resultaba alegre cuando papá estaba.
Alrededor ladraban los perros. Seguramente extrañaban el tiempo en que él y yo
paseábamos juntos, hasta cansarnos, entre las plantaciones de calabazas y los yerbajos.
A veces nos entreteníamos leyendo los diseños de las calabaceras hasta llegar a
una calle, al otro lado del huerto, que da al Camino Largo, donde se pasea y se
juega. Por ahí se va a la Plaza del Cristo, donde era la fiesta el día del
«golpe». Hoy no había juego, nadie paseaba. Solamente algunos guardias con los
que tropecé y algún chiquillo descalzo que pasaba corriendo. Yo sentía un poco
de miedo por el camino y también él parecía sentirlo porque estaba vacío. A la
entrada hay puesta una cadena grande para que los coches no pasen. A la izquierda
de la cadena nace otro camino llamado del Tiburón, con árboles a los lados y
montes al fondo. Geira mi prima y yo preferimos éste. Cerca del punto en que
termina hay un convento de niñas huérfanas que llaman «hospicio» y a nosotras
nos gusta visitarlas en las portadas de hierro. Desprendemos frutas tirando
piedras, durante el paseo, para dárselas. Nos da pena que estén encerradas y me
parece que viéndonos a nosotros afuera deben ellas sentirse un poco libres. Son
niñas de piel verde. No tanto como una hoja de árbol, pero es como si la cara
fuera de papel fino y pusieran una hoja detrás. El verde viene de adentro. Se
ve un poco de lejos. Más bien creo que es la sangre. Maruca dijo: «es porque no
se alimentan bien», y añadió que son muchas para darles comida a la vez. Además,
saben que no tienen padre o que los tienen y no pueden criarlas. Pero lo que me
apena más es la obligación de estar ahí siempre. Sin moverse debajo de su piel
verde. Un domingo sí y otro no las sacan «a que suelten las piernas», como dijo
una. Pero las monjas se colocan a los extremos de donde pasean como si el
camino fuera de ellas y les prestaran un pedazo a las niñas. (Y el camino no es
de nadie, de nadie.) Algunas se han escapado, pero no tienen quien las recoja
en su casa y las críe por lo que regresan a los dos o tres días con hambre. En
ese caso las castigan a no darles paseos en muchos domingos, y a que miren
desde adentro cómo las otras pasean. Cuando nos marchamos, a veces, asoman
tanto la cara entre las tiras de hierro que se las traba. Entonces yo quisiera
que los portones fuesen de humo para soplarlos. Pero los portones siguen siendo
duros, duros.
Hasta el convento llegué sola esta mañana.
Pero no había ninguna niña en los jardines. Sería muy temprano y estaban en
misa o no era domingo de salida. Me paré junto al muro. Hacía sol pero también frío.
Tuve que empinarme porque el muro es alto. Oí los pasos de uno de los perros.
Después de saludarme, escarbó mi sombra en la tierra. Sentí como si él
respirara dentro de la frente haciendo un ruido de pequeños latigazos. Algo
allí se abría y se aflojaba. Otra vez tuve prisa, pero de ir hacia los montes
donde merendábamos antes escondidos en la yerba. Quise salir corriendo pero escuché
muchas voces que corrían al mismo tiempo en dirección al vallado, como si fuera
por mí. Me detuve alzando más la cabeza. Eran las niñas, mis amigas. Varias se
acercaron al descubrirme y dijeron «hola». No les contesté en seguida. No me
daba mucha cuenta de estar allí ni entendía tampoco que ellas estuvieran.
(Pensaba en un caballo al galope, en un puente, en una forma borrosa.) «No nos
dejan salir hoy por la guerra; oye, acércate, qué te parece la guerra, qué te
pasa, por qué viniste sola; y tu prima?' 'crees que debes venir sola, no tienes
miedo?' 'no quieres hablar?'» Todas
decían sus cosas a la vez y después de un silencio repitieron: «¿no quieres
hablar?»
Me estregué los ojos porque no veía, mientras
arrimaba a la puerta, entonces noté que eran muchas y mayores que yo. (Antes no
era así, eran más pequeñas.) Dije: «¿ustedes están bien?» por decir algo y una
preguntó si la dejaba besarme. Murmuré: «claro». Y las otras remedaron el beso
en el aire. Me puse torpe porque era eso lo que necesitaba y dije: «gracias» y
empecé a llorar, pues sentí que las amaba. Todas se callaron y la mayor
preguntó -«¿qué te pasa, tienes miedo por la guerra; pero y cómo viniste
sola?», y que si por eso lloraba. Dije: «sí, vine sola pero no fue mi intención
venir», y les conté que se llevaron a papá y que no sabemos de él hace tres semanas.
Preguntaron todas por qué, y yo respondí que no sabía. (Pues fue por «el
golpe», por «el movimiento», por «la República», porque sucedió.) Me consolaron
y no seguí llorando. Me di cuenta de que todas deseaban hacer algo por salvarlo
y también de que no se podía hacer nada. Contaron que los soldados entraban a
registrar pero que no hicieron daños porque el Jefe del «Movimiento» es
católico y además porque se trataba de muchas niñas juntas y eso sería un
crimen. Yo pensé que a una sola niña le pueden hacer el daño de todas, pero no
dije nada. También me hablaron de que todos esos días habían pasado gentes
uniformadas por el camino del Tiburón, debido a que tenían fortalezas en las
montañas y desde allá arriba vigilaban. Por las ventanitas de sus alcobas ellas
los veían subir; eran una fila enorme. «Hace dos domingos que no salimos y tú
no deberías andar sola.» Quisieron saber dónde vivía. «No vivo lejos, allí, al
doblar», contesté, y todas asomaron la cara y dijeron a la vez: «pero allí es
lejos». Pensé que para ellas cualquier esquina es lejos y me callé. Explicaron
todavía cómo iban los soldados y que llevaban un fusil en cada hombro. Tuve
ganas de contarles todo lo que nos pasó en casa y que si ellas no hubiesen
tenido puerta de hierro también ellos destruirían todo al pasar. Pero me
despedí sin decir nada. No importaba eso para ellas. Una, que era la más fea y
se movía mucho hablando, gritó: «siento lo de tu padre». Otras dijeron: «yo
también, y yo». Volví la cara y les dije adiós. Todas alzaron la mano despacio como
queriendo agarrarme. Y ya no miré más. Oí una palabra suelta: «pobrecita», que
me dio tristeza pero también rabia.
(Es razonable que haya rejas, ellas están
detrás y yo soy libre, camino y puedo estar sola.) Ojalá que los soldados
entren y se las traguen.
El
Barranco (fragmento), Edirca S. L.,
Las Palmas de Gran Canarias, 1982, pp. 39-42.
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